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Luego estaban las leyendas -los apócrifos-, como las tentadoras historias del Evangelio de Tomás, donde se describe a un Jesús muchacho matando a un niño de un golpe, devolviendo la vida a otro, convirtiendo pájaros de barro en seres vivos, además de otros milagros. Me había tropezado con esas historias en la primera fase de mi investigación y en múltiples ediciones, y no las había olvidado. Tampoco el mundo las olvidó. Eran historias fantásticas, en algunos casos cómicas, excepcionales todas, pero habían pervivido hasta la Edad Media e incluso más allá. No podía quitarme esas leyendas de la cabeza.

Finalmente decidí incorporar ese material, insertarlo en el armazón canónico lo mejor que pudiera. Estaba convencida de que contenía una verdad profunda, y quería conservarla. Esto, por supuesto, no es sino una conjetura, pero la asumí. Y tal vez, al asumir que Jesús manifestó efectivamente poderes sobrenaturales a temprana edad, estoy siendo fiel a la declaración del Concilio de Calcedonia: que Jesús fue Dios y Hombre en todo momento.

Intento ser fiel a Pablo cuando dijo que Nuestro Señor se vació por nosotros, en el sentido de que mi personaje se ha vaciado de su conciencia divina a fin de sufrir como ser humano.

Ofrezco este libro a todos los cristianos, a los fundamentalistas, a los católicos romanos, a los cristianos más progresistas, con la esperanza de que mi aceptación de doctrinas más conservadoras tenga para ellos cierta coherencia en el aquí y ahora de este libro. Lo ofrezco a los eruditos con la esperanza de que disfruten quizá viendo los frutos de mi investigación, y por supuesto lo ofrezco a aquellos a quienes tanto admiro y que han sido mis maestros, aunque no los conozca personalmente ni probablemente haya de conocerlos nunca.

Ofrezco este libro a aquellos que nada saben de Jesucristo, con la esperanza de que puedan verlo o intuirlo a través de estas páginas. Ofrezco esta novela con amor a los lectores que han seguido mi trayectoria en todos sus extraños giros, con la esperanza de que Jesús sea tan real para ellos como cualquiera de los personajes que he lanzado a este mundo que compartimos.

Después de todo, ¿no es Cristo Nuestro Señor el definitivo héroe sobrenatural, el outsider definitivo, el más inmortal de todos ellos?

Si el lector me ha seguido hasta aquí, le doy las gracias. Podría añadir a esta nota una bibliografía de aterradora longitud, pero no lo haré.

Permítaseme, para concluir, mostrar mi agradecimiento a las personas que me han apoyado y me han servido de inspiración a lo largo de estos años:

El padre Dennis Hayes, mi director espiritual, que siempre ha respondido con paciencia a mis preguntas teológicas.

El padre Joseph Callipare, cuyos sermones sobre el Evangelio de san Juan fueron brillantes y maravillosos. El tiempo que he pasado en su parroquia de Florida ha sido uno de los períodos más hermosos de mi investigación y de mi trabajo.

El padre Joseph Cocucci, cuyas cartas y charlas sobre teología han sido una gran inspiración.

Los padres redentoristas, los sacerdotes de mi parroquia en Nueva Orleans, cuyos sermones me han sustentado y cuyo ejemplo ha sido siempre una luz brillante. Me apena dejarlos. La educación de mi padre en el Seminario Redentorista de Kirkwood (Misuri) cambió sin duda el curso de mi vida. Nunca podré pagar mi deuda con los redentoristas.

Los padres Dean Robbins y Curtís Thomas, de la parroquia de la Natividad de Nuestro Señor, que me han acogido como nueva feligresa. Me apena dejarlos.

El hermano Becket Ghioto, cuyas cartas han sido pacientes, sabias y llenas de maravillosas revelaciones y respuestas.

Y para terminar, pero no por ello menos importante, dar las gracias a Amy Troxler, mi amiga y compañera, que me ha dado respuestas a tantas preguntas fundamentales y soportado mis incesantes desvaríos, que ha estado conmigo en misa y me ha traído la comunión cuando yo no podía ir, que me ayudó tanto como para que me sea imposible expresarlo de palabra. Fue Amy la que estuvo a mi lado aquella tarde de 1998 cuando pregunté si conocía a algún sacerdote que pudiera oírme en confesión, que pudiera ayudarme a volver a la Iglesia. Fue Amy quien buscó al sacerdote y me acompañó a verle. Fue el ejemplo de Amy en esos primeros meses de asistir a la misa en inglés lo que me ayudó a adaptarme a una liturgia que era completamente distinta de la que yo había abandonado tantos años atrás. Dejo a Amy, como dejo Nueva Orleans, con gran dolor de mi corazón.

Mi estimado personal, mis más queridos amigos, mi editora Vicky Wilson que leyó este manuscrito e hizo comentarios muy beneficiosos, mi familia, gracias a todos. Vivo en el entorno de su amor que me nutre. Soy muy afortunada.

En cuanto a mi hijo, esta novela está dedicada a él. Eso lo dice todo.

24 de febrero de 2005,

6 de la mañana.

Anne Rice

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