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– Creo que jamás en mi vida entenderé por qué te ha dejado Kate este rancho en herencia. Grant, Rocky…

– Lo sé, lo sé. Ya me comentaste que cualquier otro miembro de mi familia habría sido una opción mejor.

– Pues sí, eso es lo que creo.

– ¿Incluso Allison?

Samantha apretó los labios al oírle mencionar a la sofisticada y hermosísima melliza de Rocky.

– Incluso Kristina.

– ¡No, Kris no, por Dios! -bromeó Kyle.

– ¡Claro que sí! Tu hermana puede ser una chica mimada, pero por lo menos sabe lo que quiere en esta vida -Sam nunca se había caracterizado por guardarse sus opiniones, especialmente con Kyle-. Creo que tu abuela estaba fuera de sus cabales cuando decidió dejarte el rancho.

– No me digas.

– ¿Y sabes lo que pienso?

– Tengo la sensación de que me lo vas a decir tanto si quiero como si no, así que, adelante.

Esbozó una sonrisa que despertó en Sam la imperiosa necesidad de darle una bofetada.

– Lo que pienso es que no vas a aguantar seis meses, Kyle. No creo que seas capaz de soportar un invierno en este lugar. A veces nos quedamos sin luz, y si no consigues hacer funcionar el generador, hasta tienes que encender el fuego para entrar en calor. Hay que abrir caminos en la nieve para poder llegar a los establos, derretir el agua para el ganado y alimentarse a base de copos de avena, latas de judías, patatas y manzanas. No hay televisión, ni radio. Estás tú solo con tu ingenio, intentando sobrevivir contra la naturaleza. Y en tu caso, creo que ella te ganaría hasta con las manos atadas.

– ¿Cuánto?

– ¿Cuánto qué?

– ¿Cuánto estás dispuesta a apostar? -preguntó, con una mirada repentinamente peligrosa.

Cruzó la escasa distancia que los separaba y la fulminó con una expresión tan sombría como una nube de tormenta.

– No necesito apostarme nada porque tienes perdida la apuesta de antemano. Porque tú, Kyle Fortune, nunca has aguantado en un mismo lugar el tiempo suficiente para saber si realmente te gusta. Esa es la razón por la que Kate ha intentado poner una condición para poder atarte a tu herencia, y casi hay que alegrarse de que haya muerto porque así se ahorrará la desilusión de verte marcharte de aquí -lo fulminó con la mirada, desafiándolo.

Pero Kyle advirtió entonces la sombra que cruzaba los ojos de Samantha y el temblor que tensaba las comisuras de sus labios mientras ella intentaba esconder desesperadamente sus sentimientos.

– ¿Es eso lo que has venido a decirme?

– Solo he venido a buscar mis cosas -se encaminó hacia el estudio, pero Kyle la agarró del brazo, sosteniéndola por el codo.

– No me lo creo.

– Suéltame, Kyle.

– Hay algo más, Sam, algo que te inquieta.

Samantha lo miró de reojo y le dirigió una sonrisa sarcástica.

– Caramba, Kyle, qué perceptivo te has vuelto. ¿Y no crees que podría ser quizá el hecho de que te fuiste de aquí hace diez años sin decirme adiós siquiera y que después ni me llamaste ni me escribiste y te limitaste a enviarnos a mí y a mis padres una invitación para tu boda?

Kyle dejó escapar un suave silbido.

– Dios mío, Sam.

– Has sido tú el que ha preguntado -se apartó de él y salió como un torbellino de la cocina.

Kyle la atrapó cuando se estaba marchando con una chaqueta bajo el brazo, una agenda y una taza de café en la mano.

– Creo que deberíamos hablar.

– Ya es demasiado tarde -pero la sombra volvió a cruzar su mirada y sus pasos parecieron repentinamente vacilantes.

– Nunca es demasiado tarde.

– Oh, Kyle… si tú supieras.

– ¿Si supiera qué?

Sam giró hacia él y la taza se cayó al suelo, haciéndose añicos.

– Oh, por el amor de…

– Olvídate de eso -Kyle volvió a agarrarla del brazo.

– ¿Qué?

– Que ya barreré yo eso más tarde -por un instante, en una suerte de premonición, se sintió como si estuviera al borde de un abismo y la tierra se estuviera abriendo lentamente bajo sus pies-. Estabas a punto de confiarme algo.

Sam tragó saliva.

– Este… este no es el momento adecuado. Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar. La mayor parte de ellas no significan nada, pero… bueno, algunas son importantes.

– ¿Qué cosas?

Oh, Dios, ¿sería capaz de decírselo? ¿De explicarle que era el padre de su hija? Aquel era el momento más adecuado para hacerlo, pero estaba comportándose como una auténtica cobarde.

– Sé que me fui muy bruscamente -admitió Kyle. Sam hizo un sonido sarcástico.

– Probablemente pensaste que teníamos algún futuro -continuó Kyle-, y podríamos haberlo tenido, pero…

– ¡No! -Sam se alejó nuevamente de él y se dirigió hacia la puerta.

– Sam.

– En otro momento será, ¿de acuerdo? Ya tendremos ocasión de recrearnos en el pasado, ahora mismo no tengo tiempo. Tengo que ir a buscar a Caitlyn, y más tarde volveré por aquí a trabajar con el caballo.

– He conocido a Caitlyn esta mañana.

– ¿Que tú qué? -giró sobre sus talones y sintió que el color abandonaba su rostro.

– Ha parado un momento en el rancho cuando iba de camino hacia…

– ¿Hacia casa de Tommy Wilkins?

– Sí, eso es. Me ha parecido una niña encantadora. Has hecho un gran trabajo con ella.

– Eh… gracias -apenas podía hablar. Se humedeció los labios y se llamó cobarde en silencio. Pero no encontraba valor para decirle la verdad-. Mira, tengo que marcharme -se dirigió de nuevo hacia la puerta.

– ¿Sabes, Samantha? Nunca quise hacerte daño.

Aquellas palabras le dolieron en lo más hondo de su alma. Samantha detuvo un instante sus pasos y sintió un nudo en la garganta.

– No te preocupes por eso -le dijo, mirándolo por encima del hombro-. No me hiciste daño.

Oyó los pasos de Kyle tras ella, abrió la puerta de la calle y salió, pero no había dado dos pasos cuando sintió una mano en el hombro.

– Samantha. Me gustaría que me echaras una mano con el rancho -le pidió Kyle.

– No puedo.

– Estás huyendo de mí.

– Supongo que aprendí bien la lección. Tuve un buen profesor.

Kyle se detuvo frente a ella, ocultando el sol con su cuerpo.

– ¿Qué te pasa, Sam?

– Lo único que me pasa es que creo que es una pena que una mujer tan inteligente como Kate le dejara este rancho a un mujeriego urbanita que no sabe distinguir la cabeza de la cola de un caballo.

– Eres una pésima mentirosa.

– ¡Y tú un pésimo amante!

Kyle se quedó boquiabierto y Samantha se mordió la lengua. No era eso lo que pretendía decir, pero ya no podía retractarse. Su breve aventura había sido salvajemente apasionada. Entonces ella era virgen y Kyle solo tenía dieciocho años. Tragó saliva, intentando luchar contra los recuerdos.

– Déjame en paz, Kyle.

– No pienso hacerlo, Samantha.

– Estoy hablando en serio. Ya no soy esa ingenua de diecisiete años que adoraba hasta la tierra que pisabas.

Kyle tensó la barbilla.

– ¿Quieres saber la verdad? ¡Pues te la voy a decir! -diez años de furia contenida se apoderaron entonces de Samantha-. Creía que te amaba, Kyle, pero yo a ti no te importaba absolutamente nada. Supongo que me encontrabas divertida, era una buena opción para pasar un buen rato en el pajar o en el arroyo, pero, desde luego, no una mujer con la que pudieras casarte o a la que pudieras llegar a querer.

– Dios mío -susurró Kyle.