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En otro tiempo, cuando Sheila y Nate se habían divorciado, Kyle pensaba igual que ella, pero con los años, tanto él como Michael y Jane habían cambiado de opinión. Habían ido descubriendo que su madre cambiaba en muchas ocasiones la historia y ocultaba la verdad, cuando no mentía abiertamente, para dejar a los Fortune en mal lugar. Sheila Fortune era una mujer amargada que se quejaba continuamente de que los abogados de los Fortune le habían quitado lo que debería haberle correspondido tras el divorcio.

Pero Sheila no había trabajado un solo día de su vida, vivía en uno de los barrios más ricos de la ciudad, en un edificio del que era propietaria gracias al dinero de los Fortune. A medida que pasaba el tiempo, la opinión de Kyle sobre su madre había ido cambiando y cuando la comparaba con Sam y con su familia, sentía un sabor amargo en la boca.

Sam lo evitó durante casi una semana, pero Kyle no estaba dispuesto a marcharse habiendo conseguido un solo beso. La perseguía con la determinación de un lobo hambriento siguiendo a una gacela. Iba a buscarla a los establos cuando estaba dando de comer al ganado, a su casa cuando estaba ayudando a su madre a preparar jamón. E incluso un día había salido a su encuentro en el pueblo, cuando ella se estaba pidiendo un batido de frambuesa. La hamburguesería parecía estar en las últimas. Los asientos naranjas de los taburetes estaban resquebrajados, un solitario aparato de aire acondicionado zumbaba trabajosamente y el suelo y el mostrador competían en número de quemaduras.

– ¿No estás cansado de seguirme por todas partes? -le preguntó Sam mientras pagaba el batido y se volvía hacia la puerta.

La vieja camioneta de su padre estaba aparcada al lado del deportivo de Kyle.

– No te estoy siguiendo.

– No, claro -lo llamó mentiroso con la mirada y salió.

Kyle dejó su refresco de cola sin terminar en el mostrador y la atrapó en el exterior.

– De acuerdo, quizá sea que me gusta andar detrás de ti.

– Eso es porque estás aburrido.

– Contigo es imposible.

Sam bebió a través de la pajita y estudió a Kyle con tanta intensidad que Kyle comenzó a sentir vergüenza.

– Déjalo ya, Fortune. Yo no soy tu tipo. Y no te creas que por apellidarte…

Kyle dio un paso hacia ella y la agarró de la muñeca. Involuntariamente, le tiró parte del batido sobre la blusa.

– Lo único que quiero es conocerte mejor.

– ¡Mira cómo me has puesto la blusa! -exclamó bruscamente y Kyle posó al instante la mirada en la blusa.

Por un instante, Kyle se imaginó a sí mismo lamiendo el líquido rosado de sus senos, acariciando los orgullosos pezones con la lengua.

– ¡Bueno, déjalo ya!

– No puedo.

Entonces la abrazó y buscó sus labios. Oyó que el recipiente del batido caía al suelo. Por primera vez, Sam le devolvió el beso y entreabrió los labios para permitirle el acceso al interior de su boca.

Kyle sintió un escalofrío al tiempo que su sangre se transformaba en un río de lava y profundizó el beso, olvidándose de que estaban en una de las calles principales del pueblo.

Como si acabaran de echarle encima un jarro de agua fría, Sam fue la primera en separarse.

– Aquí no -le dijo, desviando la mirada hacia las ventanas de la hamburguesería.

– Entonces dime dónde.

– Mira, no quiero salir contigo. Ni contigo ni con nadie.

– Samantha, dame una oportunidad.

Samantha sacudió la cabeza y se obligó a mirarlo a los ojos.

– Pero Sam…

– Déjame en paz.

– No puedo.

– Entonces hazme un favor, ¿quieres? Vete al infierno, Kyle Fortune, pero no me lleves contigo.

Pero lo hizo. Fue durante una calurosa tarde de verano; las abejas revoloteaban sobre los campos de algodón y Kyle, que llevaba todo el día recorriendo el perímetro del rancho, por fin la encontró. Sola. Bañándose en un recodo del río en el que el agua se volvía oscura y profunda.

Había dejado la ropa en la orilla y su cuerpo era visible a través del agua. Las piernas y los brazos bronceados, el abdomen y los senos más claros, y los pezones oscuros que apuntaban hacia el cielo mientras ella flotaba en el agua.

Debería marcharse. Fingir que no había cruzado la alambrada con la esperanza de encontrarla. Actuar como si jamás hubiera visto el triángulo de rizos rubios que cubría su sexo.

El deseo, tan ardiente que apenas le dejaba respirar, se habría paso a través de sus entrañas.

El sol centelleaba sobre el agua y las sombras no alcanzaban aquel cuerpo ágil y flexible, aquel cuerpo perfecto. Kyle habría dado cualquier cosa por acariciarlo, por presionar sus labios ardientes sobre su piel húmeda y tocarla como jamás la tocaría nadie. Estaba seguro de que era virgen y a Kyle le encantaría convertirla en una auténtica mujer, mostrarle las delicias del sexo, oírla gemir de placer antes de fundirse con ella.

El corazón le latía violentamente mientras ella nadaba como una ninfa, completamente ajena a su mirada. Con la garganta seca como el algodón, Kyle se colocó al lado de una enorme piedra, apoyó contra ella la cadera y se aclaró la garganta lo suficientemente alto como para sobresaltarla.

– ¿Qué…? -Sam miró hacia la orilla y se apartó el pelo de la cara-. Por el amor de Dios, Kyle, ¿qué estás haciendo aquí?

– Mirarte.

– No piensas darte por vencido, ¿verdad?

– Nunca lo hago cuando quiero algo.

– Pero esto es una propiedad privada, Kyle, así que márchate.

– Todavía no.

– Te denunciaré.

– Sí, claro.

– Y después mi padre irá a buscarte con una escopeta.

– No me lo creo -contestó Kyle con una carcajada. Samantha estaba empezando a enfadarse de verdad. Kyle podía verlo en el brillo de sus ojos.

– Me estás haciendo pasar vergüenza.

– Con un cuerpo como el tuyo, no tienes nada de lo que avergonzarte.

– El que debería avergonzarse eres tú por decir tantas tonterías.

Kyle soltó una carcajada y se agachó al lado de la ropa de Samantha. Esta dejó escapar un grito estrangulado.

– No te atrevas.

– ¿Qué? -Kyle levantó los pantalones, la blusa, el sujetador y las bragas y se enderezó.

– Si me dejas sin ropa, Kyle Fortune, te juro que iré una noche a tu casa y te arrancaré tu asqueroso corazón, o cualquier otro miembro de tu anatomía al que le tengas un especial cariño.

– ¿De verdad? -no se le había ocurrido robarle la ropa, pero la idea comenzaba a parecerle atractiva-. Me encantaría verlo.

– Eres un niño mimado, creído, hijo…

– Que además tiene tu ropa. ¿Sabes, Sam? -se cruzó de brazos-. Si yo estuviera en tu lugar, no me dedicaría a lanzar insultos.

Pero Samantha ya no lo estaba oyendo. Decidió que no tenía nada que perder y salió del agua. Temblando de indignación y apretando los dientes con determinación, se acercó hasta él.

– Eres repugnante.

– No, no lo dices en serio -le sostuvo la mirada mientras le tendía la ropa-. No pensaba llevármela.

– Estúpido -sacudió los vaqueros y comenzó a ponérselos, inclinándose de manera que sus senos se mecieron ligeramente.

Con un siseo de la cremallera, desapareció bajo los vaqueros la silueta de sus caderas y los rizos que cubrían su sexo. Segundos después, se había puesto la camiseta. A continuación, se metió el sujetador y la braga en los bolsillos traseros y fulminó a Kyle con la mirada.

– ¿Por qué insistes en humillarme?

– Porque no me haces caso.

– ¿Así que el problema es que he herido tu ego? – se agachó para alcanzar sus botas-. Hay cientos de chicas que se mueren por ti, así que vete a jugar con ellas.