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– Esas chicas no me gustan.

– No digas tonterías. Estoy segura de que te encantan.

Por vez primera, Kyle sintió que le golpeaba la verdad con todas sus fuerzas.

– Solo me gustas tú.

Visiblemente sorprendida, Samantha estuvo a punto de dejar, caer una bota.

– Qué tontería.

– Es cierto. Y, créeme, si pudiera cambiar la situación, lo haría.

– No, Kyle, no… -le suplicó cuando reclamó sus labios-. Por favor…

– ¿Por favor, qué? -le preguntó.

Pero Samantha ya no dijo una sola palabra.

Abrió la boca en respuesta a su beso y cedió a la debilidad de sus rodillas hasta que quedaron los dos tumbados en el suelo. Aquel día, Kyle descubrió lo que significaba hacer el amor. Con dedos ansiosos, todo el cuerpo en tensión y una nueva conciencia de su alma, hizo que Samantha perdiera la virginidad al tiempo que él dejaba en aquel paraje un pedazo de su corazón.

Diez años después, continuaba recordando a Samantha debajo él, en aquella primera gloriosa vez. El pelo húmedo enmarcaba su rostro moreno y abría los ojos asombrada ante aquella experiencia mientras él se deslizaba en su interior y encontraba un nuevo paraíso.

Capítulo 5

¿Por qué en aquel momento de su vida?, se preguntó Sam, ¿por qué? Era lo último que necesitaba. Abrió un sándwich de atún y estuvo a punto de hacer un agujero en el pan al extender la mayonesa. A través de la ventana del fregadero vigilaba a su hija, que trepaba a las ramas del manzano del jardín.

– ¡Caitlyn, el almuerzo!

– Ya voy -con una agilidad envidiable, Caitlyn se colgó de la rama, saltó al suelo y corrió hacia la casa con Fang siguiéndole los talones.

– Quítate los zapatos en el porche.

– Ya lo sé…

– Y lávate…

– Las manos y la cara.

– Exacto.

La puerta se abrió y se cerró bruscamente mientras Caitlyn entraba en calcetines en la casa y desaparecía en el baño. Fang se sentó al lado de la antigua estufa de leña.

Armada con dos trapos, Sam sacó un pastel de frambuesa del horno. No era una gran cocinera y la costra estaba ligeramente chamuscada por los bordes, pero el aroma de la fruta y la canela inundó la cocina.

Caitlyn reapareció con una enorme sonrisa en el rostro. Todos sus temores parecían haber desaparecido y no había vuelto a recibir ninguna llamada de Jenny Peterkin. La vida se había estabilizado para Sam y para su hija. Excepto por la presencia de Kyle Fortune. Le gustara o no, Kyle era un problema de carne y hueso al que tendría que enfrentarse.

– ¿Puedo comer un poco?

– Más tarde.

Mientras Sam dejaba la tarta en el alféizar de la ventana para que se enfriara, Caitlyn se dejó caer en una silla.

– ¿Cuándo va a venir la madre de Sarah?

– Ya no creo que tarde-Samantha miró el reloj mientras servía un vaso de leche y lo ponía en la mesa-. Come rápido.

Caitlyn ya estaba mordiendo el sándwich con aquellos dientes todavía demasiado grandes para su boca. A los nueve años, era ligeramente desgarbada; los brazos y las piernas le crecían más rápido que el resto del cuerpo, pero para Sam era absolutamente maravillosa.

– Dile a la madre de Sarah que iré a buscarte después de clase -Samantha se sentó también y tomó la mitad de un sándwich-. No creo que llegue tarde, pero si lo hiciera, Sarah y tú…

– Lo sé, lo sé. No podemos bañarnos solas en el río, ni montar a caballo con nadie ni… ¡Mira, ya está aquí! -se oyó el ruido de un motor. Fang se levantó y comenzó a ladrar.

– ¿Tan pronto? Todavía faltan diez minutos para la hora.

Era algo completamente excepcional. Mandy Wilson, la madre de Sarah, que tenía cuatro hijos y además trabajaba a tiempo parcial, siempre tenía problemas para ajustarse a un horario. Aun así, había insistido en ser ella la que llevara a las niñas al río para que las enseñaran a montar en piragua.

– ¡Fang, cállate!

Olvidándose del resto del sándwich, Caitlyn bebió un largo sorbo de leche, se levantó de la silla, se colgó la mochila en la espalda y salió, pero se detuvo en seco en la puerta.

– Oh, no es Sarah -dijo desilusionada.

– ¿No? ¿Entonces quién…? -pero Samantha sabía que la persona que acababa de llegar a su casa era el mismísimo Kyle Fortune.

El corazón le dio un vuelco y estuvo a punto de tirar el vaso de té helado que se estaba llevando a los labios.

Se levantó de la silla y se acercó al porche, donde Caitlyn, siempre curiosa, estaba estudiando a Kyle con unos ojos idénticos a los suyos. Sin saber que era su propia hija la que lo estaba escrutando con la mirada, Kyle subió los escalones del porche.

– Hola, Caitlyn -dijo, con la misma sonrisa de la que Kyle se había enamorado años atrás.

– Hola -contestó Caitlyn.

– No has vuelto a venir al rancho.

– Mi madre no me deja -contestó Caitlyn, mirando a su madre con una sonrisa triunfal.

– Yo, eh… no creo que sea una buena idea -respondió Samantha. Intentaba comportarse como si no ocurriera nada extraordinario.

– Puedes venir a mi rancho cuando quieras.

– ¿De verdad? -preguntó Caitlyn encantada.

– Espera un momento -aquella conversación estaba yendo demasiado rápido para Samantha.

– Claro, siempre que te apetezca. Es un trato.

Los ojos de Caitlyn resplandecían.

– ¿Quieres que lo sellemos estrechándonos las manos? -le dijo Kyle, inclinándose y tendiéndole a Caitlyn su enorme mano.

Sam se inclinó contra la barandilla del porche. Las piernas le temblaban al ver la pequeña mano de su hija entre los enormes dedos de Kyle. Era un momento muy especial, pero se suponía que aquello no debería ser así. No, entre ellos debería haber una relación más permanente, un amor especial. Pero claro, ninguno de ellos, ni Kyle ni Caitlyn, sabían la verdad. Sam se había encargado de protegerlos a ambos de la realidad. Solo ella podía comprender la magnitud de aquel momento. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Padre e hija, pensó. Pero inmediatamente se regañó por continuar siendo una estúpida romántica. Tenía que crecer de una vez por todas. Ellos nunca llegarían a formar una verdadera familia.

– Trato hecho, señor Fortune -respondió Caitlyn con una sonrisa radiante.

– Puedes llamarme Kyle. Si me llamas señor Fortune me haces sentirme como un viejo. Además, podría confundirme y pensar que soy como mi padre o mi hermano. Y, créeme, ellos son mucho mayores que yo -esbozó una sonrisa radiante y Sam apenas pudo respirar.

De pronto, su expresión cambió. Sutilmente al principio; solo se adivinaba una ligera tensión en las comisuras de su boca. Pero la misma sensación, aquel presentimiento al que no era capaz de poner nombre, se reflejó de pronto en sus ojos.

Lo sabía. ¡Había visto su propio rostro reflejado en la mirada de su hija! Sam sintió un sudor frío. El corazón le latía tan violentamente en el pecho que apenas podía moverse.

Cerró los puños automáticamente.

Sabía que Kyle tenía derecho a saber la verdad. Y también Caitlyn. ¡Tenía que decírselo!

Lentamente, como si estuviera mirando una piscina turbia y de pronto el agua comenzara a aclararse, las dudas desaparecieron del rostro de Kyle. Y Sam tuvo el convencimiento de que había descubierto la verdad.

Aquel era el momento. ¡Aquel era el momento de decirle la verdad! Oh, Dios. Comenzaron a sudarle las palmas de las manos y justo cuando abrió la boca sonó una bocina. Una furgoneta plateada se detuvo cerca del establo y Fang dejó escapar desde la cocina un desganado ladrido.

– Tengo que irme -dijo Caitlyn, saltando. Segundos después, corría sobre la grava del aparcamiento.

– ¡Espera! -Kyle se la quedó mirando fijamente, con expresión de estupefacción.