– Ten cuidado -le advirtió Samantha, al tiempo que saludaba a Mandy con la mano-. Iré a buscar a las niñas cuando acabe la clase.
– Estupendo. Yo estaré en casa con el resto de la prole.
Caitlyn desapareció en el interior de la furgoneta y se despidió de ellos asomando las manos por la ventanilla.
– Es encantadora -dijo Kyle lentamente, cuando desapareció de la vista la furgoneta. Fruncía ligeramente el ceño y se mordía el labio, como si estuviera pensando-. ¿Cuántos años tiene?
– Nueve -contestó Samantha, atragantada. Se hizo un largo silencio entre ellos. Kyle se quitó las gafas de sol y se las colgó en el bolsillo de la camisa.
– ¿Cuándo cumple los años?
A Sam se le desgarró el corazón.
– Pasa, Kyle.
Kyle estaba sumando uno y uno y había llegado a una conclusión: tres. Dos padres y un hijo. Su hijo. Sam señaló hacia la cocina.
– Tengo té frío, tarta y…
– No quiero ningún té.
– Bueno, en ese caso te serviré algo más fuerte. Mi padre dejó un par de botellas de…
– Es hija mía, ¿verdad? -había nubes de tormenta en su mirada y su boca había adquirido un rictus glacial.
– Dios mío -suspirando, Samantha se apartó de las preguntas y las acusaciones que le estaba lanzando con la mirada.
Tenía la sensación de que las piernas no iban a poder sostenerla mientras entraba en aquella cocina en la que tantas veces había jugado Caitlyn cuando era niña, construyendo fuertes debajo de la mesa, apilando bloques al lado de la despensa o haciéndole miles de preguntas cuando Samantha no estaba corriendo por la casa como un torbellino. La vida que conocían había cambiado para siempre.
– Es hija mía, ¿verdad? -pateó un pedrusco que había en el porche para apartarlo de su camino. Fang ladró.
Sam se aferró con la mano al pomo de la mosquitera.
– Mira, Kyle, tenemos que hablar. Si quisieras pasar… -abrió un poco más la puerta para invitarlo a pasar, pero Kyle le dio un golpe a la mosquitera y agarró a Sam con fuerza por los hombros, haciéndola volverse y mirar hacia su furioso rostro.
– ¡Contéstame, maldita sea! ¿Es hija mía o no?
El genio de Sam estalló entonces como un rayo.
– Sí, Kyle, es hija tuya, ¡claro que es hija tuya! -le apartó violentamente la mano y lo fulminó con la mirada-. Dios mío, ¿es que no lo has visto en sus ojos, o en su nariz o en la curva de su barbilla?
– No sabía que…
– ¿Y de verdad creías que podría haberme acostado con otro hombre tan poco tiempo después de que te fueras? ¿De verdad lo creías?
– La gente pensaba que Tadd Richter…
– Jamás me acosté con Tadd, Kyle! ¡Tú eres el único hombre que ha habido en mi vida! ¿Cómo podías pensar que había estado con Tadd o con cualquier otro tan poco tiempo después de que…? ¡Oh, todo esto es inútil!
– No sabía que estabas embarazada.
– ¿Y cómo ibas a saberlo? -le preguntó Sam, encendida-. Te fuiste de aquí tan rápido como pudiste y, en menos que canta un gallo, te casaste con otra mujer.
– Sam…
– No estás ciego, Kyle, Caitlyn es tu viva imagen. ¡Lleva la impronta de los Fortune en todo su cuerpo! Es hija tuya, te guste o no. Ahora podemos pasar a la sala y hablar de esto civilizadamente, a no ser que prefieras montar un numerito en el porche.
– ¿Ella lo sabe?
– ¿Tú qué crees?
Kyle se frotó el cuello, maldijo en voz alta y entró en la cocina
– No me lo puedo creer.
– Entonces no te lo creas.
– Quiero decir… ¡Oh, diablos! No sé lo que quiero decir -admitió, mientras intentaba dominar su enfado-. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿No crees que tenía derecho a saberlo?
– No -se aferró al respaldo de una de las sillas de la cocina.
– ¿No? -repitió-. ¿No? ¿Es que estás loca? ¿En qué mundo vives? Actualmente, los padres también tenemos derechos. ¿O es que no estás al tanto de cómo se están resolviendo últimamente los casos judiciales de custodia?
Un frío helado se instaló en lo más profundo del corazón de Sam. La custodia. No podía estar pensando en denunciarla por haberle impedido disfrutar de sus derechos paternos, ¿no? No, Kyle Fortune, el eterno playboy, no podía hacer algo así. Era imposible que quisiera que a una niña de nueve años le cambiara completamente la vida. Pero por mucho que intentara hacerse entrar en razón, Sam no podía evitar sentir miedo…
– Hace mucho tiempo que renunciaste a los derechos que tenías sobre mi hija.
– Ni siquiera sabía que existía, de modo que difícilmente he podido renunciar a nada.
– Renunciaste a ella cuando renunciaste a mí.
– Yo no…
– Te casaste, Kyle -volvió a decirle, sintiendo un antiguo dolor en su corazón. Un dolor que se había esforzado denodadamente en enterrar.
Permanecieron ambos en silencio. Solo se oía el tictac del reloj del salón y el zumbido del refrigerador. El semblante de Kyle estaba cada vez más sombrío.
– Para cuando fui capaz de ir al médico, después de haber pasado dos meses sin período y haberme comprado uno de esos test de embarazo, ya habías enviado tu invitación de boda.
– Pero podías habérmelo dicho…
– ¿Cuándo? ¿En la despedida de soltero? ¿O quizá en el ensayo de la ceremonia? No, habría sido mejor en la propia boda, en esa parte de la ceremonia en la que el sacerdote pregunta si alguien conoce alguna razón por la que no deba celebrarse el matrimonio. ¿Debería haberme levantado entonces y haber anunciado que llevaba en mi vientre a un hijo del novio? -no podía controlar sus palabras hirientes, ni tampoco dejar de evocar el dolor, la amargura que había sentido al ver la invitación de aquella boda en su casa.
Su padre acababa de llevar el correo y su madre había abierto aquel sobre de color crema. Samantha, a la que el médico acababa de confirmar sus sospechas, se había parado en seco al ver la invitación y había estado a punto de desmayarse.
La habitación había comenzado a darle vueltas y, empujada únicamente por su fuerza de voluntad, había corrido al baño, donde había estado vomitando y se había visto obligada a confesarle a su madre que iba a tener un hijo de Kyle Fortune. Aquel había sido su secreto, un secreto que jamás habían compartido con nadie. Pero Kyle acababa de enterarse de la verdad.
– ¿Por qué no te sientas? Puedo ofrecerte un té. Hay tarta de…
– ¡No quiero ninguna maldita tarta! -tronó Kyle, dando una patada a una silla que se estrelló contra la pared-. Maldita sea, Samantha, acabas de decirme que soy padre. Tengo una hija que es casi una adolescente y ni siquiera sabía de su existencia. Toda mi vida acaba de volverse del revés, ¿y lo único que se te ocurre es invitarme a un pedazo de tarta?
– Solo estoy intentando mantener la calma.
– ¿Por qué? Este no es el tipo de conversación que puede mantenerse de forma tranquila, Sam. ¿Pensabas decírmelo alguna vez? -preguntó Kyle, pasándose la mano por el pelo, como si estuviera intentando en vano conservar la compostura.
– Sí.
– ¿Cuándo?
– Justo antes de decírselo a ella.
– ¿Y cuándo pensabas decírselo?
– Cuando cumpliera dieciocho años.
Kyle se la quedó mirando completamente atónito y sacudió lentamente la cabeza.
– ¿Dieciocho años?
– Sí.
– ¿Cuando Caitlyn fuera adulta?
– Suficientemente madura para comprenderlo.
– ¡Qué estupidez! -caminó hasta el fregadero y fijó la mirada en la ventana abierta-. ¿Y no crees que ella podría querer saber que tenía… que tiene un padre? ¿No te parece que tiene derecho a saber la verdad? ¿Es que no sabes que es un delito mantener en secreto ese tipo de información?
– Pero no es ningún delito perseguir a alguien durante todo un verano, quebrar sus defensas, convencerla de que eres el hombre más especial que ha pisado jamás este mundo, hacer el amor con ella y abandonarla para casarse con otra mujer, ¿verdad?