– Gracias por el voto de confianza -cerró de un portazo la camioneta y caminó hacia la puerta del restaurante.
Grant caminaba a grandes zancadas tras él.
– Enfréntate a ello, Kyle. En lo que a las mujeres y a la capacidad de compromiso se refiere, tienes un auténtico récord.
Capítulo 8
– ¿Todavía lo quieres?
La pregunta de Caitlyn quedó flotando en el baño mientras Samantha peinaba a su hija.
– ¿Que si todavía lo quiero? Esa no es una pregunta fácil.
– ¿Y por qué no es fácil?
– El amor es algo complicado. En él están involucrados muchos sentimientos -le explicó, agradeciendo que su hija hubiera mejorado de humor.
– Tú me quieres.
– Por supuesto.
– Y siempre me querrás.
– Lo sé, pero…
– ¿Entonces por qué con Kyle…? -se interrumpió-. ¿Cómo debería llamarlo?
– Dios mío, Caitlyn, no lo sé -admitió. Terminó de peinarla y miró su reflejo en el espejo, como si él pudiera darle alguna respuesta a las preguntas de su hija.
– «Papá» suena raro.
– Desde luego, ¿por qué no dejas que sea él el que lo decida? Es un hombre bastante razonable, bueno, al menos la mayoría de las veces.
– ¿Te casarías con él si te lo pidiera?
– ¿Qué? -Sam tragó saliva.
– He dicho que…
– Sí, ya te he oído, pero me costaba creer que me estuvieras haciendo esa pregunta.
– ¿Pero lo harías?
– Creo que no, cariño. Lo que hubo entre tu padre y yo ocurrió hace mucho tiempo y las cosas han cambiado -al advertir que crecía de nuevo la tristeza en la mirada de su hija, se maldijo en silencio. Pero no podía mentir.
– Eso no significa que las cosas no puedan cambiar otra vez.
Limpiaron juntas los restos de agua de la ducha y Samantha bajó las toallas al cuarto de la lavadora, situado en el porche trasero. Desde allí, miró hacia el rancho Fortune y suspiró. Kyle no había ido a verlas durante todo el día y ella también había evitado pasarse por su rancho. Ambos necesitaban tiempo para hacerse a la idea de su nueva paternidad. Quizá tuvieran que compartir la custodia y educar juntos a una Caitlyn adolescente. Samantha sintió un extraño dolor en el corazón. Aunque sabía que Kyle tenía derecho a intervenir en la vida de su hija, una parte de ella se resentía por aquella intromisión. Kyle no había estado a su lado durante los largos meses de embarazo, cuando era víctima de miradas condenatorias y curiosas. Y tampoco durante las veinticuatro horas del parto, mientras los médicos intentaban decidir si necesitaba o no una cesárea. Ni cuando, asustada por la responsabilidad de tener que cuidar sola a una criatura, lloraba por las noches en la cama.
No, él entonces estaba casado con otra mujer. Una mujer de su misma posición social. Y más tarde, cuando otros niños habían comenzado a insultar a Caitlyn, Kyle Fortune no había tenido que explicarle a su hija por qué ella no era igual que sus amigas.
– Oh, Dios mío, Samantha, este ejercicio de autocompasión es típico del tipo de mujer que más odias -se dijo a sí misma mientras subía las escaleras.
Por miedo que hubiera tenido al futuro, también había estado al lado de su hija para ver su primera sonrisa, su primer diente y sus primeros pasos. Había sido ella la que había curado sus heridas, la que había sido testigo de sus esfuerzos por aprender a montar en bicicleta sola, que asistía orgullosa a sus partidos de baloncesto. Sí, Sam había sufrido sola, pero tampoco había tenido que compartir con nadie la alegría de tener una niña tan especial.
Acostó a Caitlyn, dejó la luz del pasillo encendida y bajó.
Kyle estaba esperándola. Repantigado en una de las sillas de la cocina, la miró con expresión inescrutable.
– Me has asustado -le reprochó Caitlyn, intentando recuperarse de la impresión-. ¿Cómo has…?
– La puerta de atrás estaba abierta…
– Nunca la cierro hasta que me voy a la cama, pero debería haber oído tu camioneta.
– He venido andando. Necesitaba tiempo para aclarar mis pensamientos.
– ¿Y Fang no te ha ladrado? -miró al perro y Fang, que estaba tumbado cerca de la puerta, tuvo el buen sentido de mostrarse avergonzado-. Me sorprende que no hayas subido a vernos mientras acostaba a Caitlyn.
– Me apetecía hacerlo. Pero he pensado que era preferible hablar a solas contigo.
– ¿Por qué?
– Tenemos muchas cosas que hablar.
– ¿Ahora?
– Sí.
Sam abrió la boca dispuesta a protestar, pero la cerró y se mordió la lengua. No podía oponerse. Sus vidas habían cambiado, tenían que hacer algo sobre su futuro, por mucho que la asustara.
– Muy bien. Sírvete un café mientras termino de hacer unas cuantas cosas. Estaré aquí dentro de quince minutos.
– Te acompaño.
Una vez más, Sam pensó en protestar, pero se detuvo a tiempo, antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse.
– Como quieras.
Bajo un cielo plagado de estrellas, cruzaron el patio, mientras las botas crujían en la grava. El sonido de los grillos fue interrumpido por los ansiosos mugidos de un ternero cuando entraron en el establo.
– Tranquilo -dijo Sam mientras encendía las luces.
El ternero volvió a mugir y Sam chasqueó la lengua. El pobre animal se había enredado con una alambrada y tenía tantas heridas en una de las patas que Sam había decidido mantenerlo encerrado hasta que cicatrizaran.
– Parece que no le gusta estar encerrado.
– Y tampoco pastar donde le toca.
– No le culpes por ello.
Sam se acercó a la pared para tomar una horca, pero Kyle se adelantó, tomó la horca y echó un montón de heno en el pesebre del ternero. El animal hundió la nariz en el heno, interrumpiendo momentáneamente sus lamentos.
– ¿Estás hablando de ti? -preguntó Sam, intentando parecer indiferente.
Miró en su dirección y lo descubrió observándola tan intensamente que, por un instante, se quedó sin respiración. Con las manos repentinamente sudorosas, se acercó al grifo que había justo detrás de la puerta.
– Hoy no has ido a trabajar con Joker -comentó Kyle.
– Necesitaba tiempo para pensar -respondió ella, mientras llenaba un cubo de agua.
– Me lo imaginaba.
Cuando el cubo estuvo lleno, cerró el grifo y volvió al pesebre.
– ¿Y qué has decidido?
– ¿Sobre Caitlyn? -vació medio cubo de agua en el bebedero-. No he tomado ninguna decisión. La verdad es que no sé qué hacer -se aclaró la garganta.
Si al menos Kyle dejara de mirarla con aquellos ojos… Salió del pesebre y cerró la puerta tras ella. Estaba intentando colgar el cubo cerca de la ventana, cuando Kyle le agarró la mano.
– De acuerdo, yo te di una oportunidad. Ahora me toca a mí.
Sintiendo el calor de su aliento en la nuca, Sam se volvió para enfrentarse a él. Estaba tan cerca que podía distinguir la sombra del deseo reflejándose en sus ojos. El corazón le latió violentamente y, sin ser consciente de ello, su mirada se deslizó hasta su boca, una boca firme, sensual. Decidida.
– He estado pensando mucho en ello y creo que el destino me ha hecho un regalo. Maldije a mi abuela por obligarme a vivir durante seis meses en el rancho, pero ahora creo que esto puede ser una bendición. Tengo tiempo para conocer a mi hija y -tensó los labios-, para intentar conocerte otra vez.
– Ya me conociste, Kyle. Y entonces no te gusté – no podía evitar la amargura que destilaban sus palabras.
– ¿Sabes? Es posible que entonces solo fuera un joven inconsciente -se acercó todavía más a ella y el corazón de Sam dio un vuelco.
Estaba demasiado cerca de ella. Y ella se sentía demasiado susceptible a sus encantos.
– ¿Y estúpido? -le dijo.