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Capítulo 10

Kyle terminó de enroscar la arandela, rezó en silencio, abrió el grifo y esperó a que el agua comenzara a llenar el abrevadero sin gotear por las cañerías.

– ¡Aleluya, lo he conseguido!

Los caballos, yeguas en su mayoría, lo observaron sin demasiado interés. Poco a poco, habían ido acostumbrándose a él y apenas alzaban las orejas mientras pastaban y dejaban que Kyle se ocupara de sus asuntos.

Aquel día, Kyle se había empeñado en arreglar las cañerías del abrevadero. Por la mañana, había estado trabajando con la empacadora y pintando parte del exterior de la casa. Los trabajos de mantenimiento del rancho eran interminables, pero estaba empezando a disfrutar de la vida en las profundidades de Wyoming. El trabajo físico lo mantenía ocupado y lo ayudaba a controlar su carácter.

Tres noches atrás le había pedido a Sm que se casara con él y desde entonces prácticamente no la había visto. Sam llegaba al rancho y se ocupaba del caballo, pero no se molestaba en dirigirle una sola sonrisa. Caitlyn había ido con ella y Kyle estaba seguro de que no le había pasado inadvertida la tensión que había entre sus padres.

Desde aquella noche, Sam había procurado no quedarse nunca a solas con él y evitaba hasta rozarlo. Diablos, parecía estar castigándolo por haberle hecho aquella propuesta. Kyle reconocía que no había sido una sugerencia muy romántica, ¿pero qué esperaba Sam?

Cuando el abrevadero se llenó, Kyle cerró el grifo, advirtiendo con orgullo que la cañería no había filtrado una sola gota. La mayoría de aquellas labores eran muy sencillas, pero le producían una sensación de éxito que jamás había experimentado trabajando para la empresa de la familia.

Sí, aquella tierra salvaje le sentaba bien. Por Caitlyn, por Sam. Pero no pertenecía a aquel lugar.

Agarró la camisa que había dejado colgada en un poste, se metió las herramientas en el cinturón y se dirigió hacia la casa.

Oyó la camioneta de Sam antes de verla y no pudo evitar que el corazón le diera un vuelco. Diablos, en lo que a aquella mujer concernía, era completamente ridículo. Se cubrió los ojos con la mano para protegerse del sol y observó la vieja camioneta dejando una nube de polvo tras ella hasta que Sam pisó los frenos y se detuvo precipitadamente. Kyle sintió que una sonrisa asomaba a la comisura de sus labios. Aquella mujer conducía como una loca.

Caminó hacia el aparcamiento mientras ella bajaba de la camioneta y lanzaba toda la furia de su mirada sobre él.

– ¡Aquí estás! -se acercó hasta él y clavó un dedo en su pecho desnudo-. No tenías derecho -dijo lanzando fuego por los ojos-. ¡No tenías ningún derecho a acusar a Jennifer Peterkin!

– Eh…

– Y no te molestes en negarlo porque acabo de encontrarme con Shawna en el almacén y me ha advertido de que, como vuelvas a poner un pie en su casa, nos denunciará por difamación, allanamiento de morada, acoso sexual y cincuenta cargos más.

– Me gustaría que lo intentara.

– Esa no es la cuestión, Kyle. El problema es que fuiste a su casa a mis espaldas y ni siquiera me lo dijiste.

– Imaginé que te enfadarías o intentarías impedírmelo»

– ¡Bingo! Estoy enfadada. ¡De hecho, estoy enfada, irritada, disgustada y furiosa!

– Caitlyn también es mi hija.

– Pero eso no te da derecho a…

– Claro que sí -Kyle le agarró la mano con fuerza-.Ya no van a volver a molestarla. Vi a Jenny asomándose detrás de su madre y te aseguro que esa niña es tan culpable como el pecado.

– Probablemente, pero no tienes pruebas.

– ¿Habéis vuelto a recibir llamadas?

– No, pero…

Kyle esbozó una sonrisa de satisfacción.

– Entonces podrías darme las gracias, en vez de venir aquí a cantarme las cuarenta. Además, mientras esté yo aquí, nadie va a hacerle ningún daño a mi hija, ¡nadie!

– ¿Y durante cuánto tiempo piensas quedarte? -le preguntó Sam, intentando no fijarse en las gotas de sudor que se deslizaban por su torso bronceado.

– Eso depende de ti, Sam. Me quedaré aquí durante todo el tiempo que me permitas.

– ¿Aunque piensas vender el rancho dentro de cinco meses? -lo fulminó con la mirada-. No te importa hacerle daño a Caitlyn, ¿verdad? Porque cuando te vayas, serás tú el que la haga sufrir.

– Te he ofrecido casarme contigo. Y la oferta sigue en pie, Sam.

Ojalá fuera tan fácil contestar. O el dolor de las cicatrices del pasado no fuera tan intenso. A veces, Sam se sentía como si tuviera diecisiete años otra vez, como si fuera una joven ingenua y desesperadamente enamorada. Pero aquellas ilusiones se hacían añicos cuando recordaba los aspectos más sombríos de su propia vida. Era madre soltera. El padre de su hija era un rico mujeriego que la había abandonado para casarse con otra mujer. Y aunque estaba enamorándose de él otra vez, tenía la absoluta certeza de que Kyle volvería a marcharse.

– Vamos a casa, te invito a una copa -le ofreció Kyle y miró hacia la camioneta-. ¿Dónde está Caitlyn?

– Ha ido a pasar la tarde a casa de Sarah.

– Así que estamos solos -un brillo travieso iluminó su mirada y Sam comprendió al instante que iba a tener serios problemas. Jamás había sido capaz de resistirse a sus encantos. Amar a Kyle Fortune era su maldición particular.

Al verla vacilar, Kyle posó la mano en su hombro y acercó su frente a la de Sam.

– No muerdo.

– Yo sí.

– Ya lo he notado.

– ¿Y no tienes miedo?

– Estoy temblando.

Sam no pudo evitar una carcajada. Por enfadada que estuviera segundos antes, en aquel momento le apetecía relajarse, reír con él, disfrutar a su lado.

– ¿Sabes, Fortune? Si no eres de esos que muerde, no me interesas.

Con un gemido, Kyle la estrechó en el fuerte círculo de sus brazos y se apoderó de sus labios con un beso tan posesivo que la dejó sin aliento.

– Kyle, por favor.

– Dime lo que quieres.

– Me gustaría saberlo.

– Haz el amor conmigo, Samantha -le pidió con voz ronca y seductora.

– No es una buena idea.

– Es una idea magnífica -la levantó en brazos y la llevó hasta el interior de la casa.

– Esto es un error.

– Solo uno más.

Kyle olía a sudor, a jabón, a cuero y a aquella particular fragancia que era inconfundible. Sus brazos eran fuertes, su respiración cálida. Con un suspiro de satisfacción, Sam se entregó completamente a él. Se quitó las botas y la ropa mientras él la dejaba con delicadeza sobre un cobertor de piel de cordero que Kyle había doblado cuidadosamente sobre la cama.

A los pocos segundos, el cinturón de las herramientas de Kyle caía al suelo con un ruido metálico.

Las manos y los labios de Kyle eran mágicos. Acariciaban aquellos rincones que antes cubría la ropa y rozaba el cuerpo de Samantha con una familiaridad que despertaba un burbujeante deseo en su interior. Sam se movía contra él, ansiosa, palpitante, deseando que Kyle la llenara, que se hundiera completamente en ella para alejar el demonio de la lujuria con sus habilidosas atenciones. Se preguntaba vagamente si no sería esclava de su maestría, pero sabía que él también perdía el control con sus caricias.

– Oh, cariño -gritó Kyle, penetrándola y apartando así cualquier pensamiento coherente de su mente.

Sam era suya y nada más importaba en aquel momento. Mientras la luz se filtraba por las ventanas del techo abuhardillado y las cortinas de gasa se mecían bajo la suave brisa del verano, Samantha amaba a Kyle con un abandono salvaje y se negaba a pensar en el futuro, en el día en el que su naturaleza inquieta lo obligara a regresar a Minneapolis.

Kyle oyó el teléfono, abrió los ojos y se dio cuenta de que se había quedado dormido. Samantha, todavía desnuda, se acurrucaba contra él y el teléfono, maldita fuera, estaba en el piso de abajo.

Sam abrió los ojos un segundo después.