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—¿No tenía miedo a alguien?

—No, señor. Mi tía no tenía miedo a nadie ni a nada.

—¿La oyó usted, por casualidad, mencionar alguna vez a alguien que la odiase por cualquier motivo?

—No, señor.

—¿Recibía cartas anónimas?

—Cartas. ¿Cómo?

—Cartas sin firma... o que al pie llevasen sólo algunas iniciales como, por ejemplo. A. B. C.

Mientras pronunciaba las últimas palabras, Poirot no perdía detalle del rostro de Mary, pero era indudable que la joven no sabía nada de lo que le preguntaba.

—Aparte de usted, ¿tenía su tía algún pariente?

—Ahora no, señor. Antes tuvo diez hermanos, pero sólo cuatro llegaron a mayores. Mi tío Tom murió en la guerra, mi tío Harry marchó a América del Sur y no hemos vuelto a saber nada de él y al morir mi padre quedé yo como única pariente suya.

—¿Tenía su tía algunos ahorros?

—Sí, lo suficiente para permitir un entierro decente, como decía. No podía guardar mucho dinero, pues casi todo se lo llevaba su «viejo diablo».

Poirot movió pensativo la cabeza. En voz baja, dijo, más para sí que para la joven:

—De momento estamos en tinieblas... Hasta que esto se aclare un poco no podremos hacer nada... —se levantó—. Si necesito algo más de usted, Mary, ya la avisaré.

—Oiga, señor —dijo la muchacha—. La región no me gusta nada. Si estaba en ella era por mi tía. Pero ahora... —gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas—, ahora no hay motivo para qué no vuelva a Londres. La ciudad es más alegre para una muchacha como yo.

—Entonces le agradeceré que cuando se marche me dé su dirección. Aquí tiene usted mi tarjeta.

Se la entregó y Mary leyó extrañada el nombre que aparecía en ella. Al fin murmuró interesada:

—¿No tiene usted nada que ver con la policía, señor?

—Soy un detective privado.

Durante unos minutos la joven contempló en silencio a mi amigo. Al fin dijo:

—¿Hay algo raro en... en ese crimen?

—Sí, hija mía. Hay... algo muy raro. Más adelante seguramente podrá ayudarme.

—Lo haré con mucho gusto, señor, No estuvo nada bien que mataran a mi pobre tía.

Era una manera un poco impropia de exponer lo ocurrido, pero no dejaba de ser emocionante.

Poco después emprendíamos el regreso a Andover.

Capítulo VI

El lugar del crimen

La calle donde había ocurrido la tragedia era una de las que iban a dar a la calle Mayor del pueblo. El estanco de la señora Ascher estaba situado hacia la mitad, a la derecha.

Al entrar en la calle, Poirot dirigió una mirada a su reloj y entonces comprendí el motivo de haber retrasado hasta entonces la visita. Eran las cinco y media menos minutos Quería reproducir lo más posible la atmósfera del día anterior.

Si éste fue su propósito, fracasó por completo. Para empezar, la calle, que de ordinario debía estar muy poco concurrida a semejante hora, se hallaba repleta de gente cuya atención estaba fija en el estanco.

Cuando al fin conseguimos, tras muchos esfuerzos, llegar al estanco, nos hallamos frente a un joven policía que impedía que los curiosos entrasen en la tienda, al mismo tiempo que repetía como una cantinela «Circulen, señores, circulen, hagan el favor, circulen». Al ver el pase que el inspector entregó a mi amigo, abrió la puerta y nos dejó pasar. entre las protestas del público que también quería oler un poquito de sangre.

En el estanco reinaba la más completa oscuridad. El policía, relevado por un compañero que acababa de llegar en su ayuda, encendió la luz. Esta era bastante débil de manera que el estanco quedó sumido en algo más que una tiniebla.

Dirigí una curiosa mirada a mi alrededor.

La tienda era muy pequeña. Colgadas de cordeles se veían algunas revistas y periódicos del día anterior. Detrás del mostrador, una serie de estantes se levantaban hasta el techo y mostraban alineados infinidad de paquetes de tabaco para pipa y cigarrillos. También veíanse unos botes de caramelos y regaliz. En resumen, era uno de tantos estancos.

El policía empezó a explicar lentamente cómo encontraron la muerta.

—Estaba ahí detrás, señor. El forense dijo que la pobre no se dio cuenta de nada, ni sufrió lo más mínimo. Debía estar buscando algo en los estantes.

—¿Tenía algo en las manos?

—No, señor; pero junto a ella encontramos un paquete de cigarrillos «Player's».

Poirot movió lentamente la cabeza y dirigió una vaga mirada a su alrededor.

—Y la guía de ferrocarriles, ¿dónde estaba?

—Aquí, señor. —El policía señaló un lugar sobre el mostrador—. Estaba abierta por la parte correspondiente a Andover. Sin duda el asesino, si era un hombre, estaba consultando los trenes que salen de Andover. También podría ser que la guía pertenezca a alguien no relacionado con el crimen. Tal vez se la olvidaron en el mostrador.

—¿Y las huellas dactilares? —pregunté. El policía movió la cabeza.

—Hemos examinado toda la tienda sin encontrar nada.

—¿Ni en el mostrador? —preguntó mi amigo.

—En el mostrador encontramos demasiadas y todas confusas v mezcladas.

—¿Encontraron alguna de Ascher?

—Es demasiado pronto para decirlo, señor.

Poirot asintió con la cabeza y luego preguntó si la mujer vivía en la misma tienda.

—Sí, señor; aquella puerta al final comunica con sus habitaciones. Ya me perdonarán que no les acompañe, pero debo permanecer...

Poirot cruzó la puerta en cuestión y yo le seguí Detrás de la tienda había un microscópico' comedor y la cocina combinados. Los muebles eran escasos y viejos, pero limpios y bien cuidados. En el bufete se veían algunas fotografías. Me acerqué para examinarlas y Poirot me siguió.

En total las fotografías eran tres. Una, de aficionado, era de la joven con quien aquella misma tarde habíamos hablado, Mary Drower. Llevaba sus mejores galas y en su rostro se dibujaba la sonrisa que ella debía de considerar mejor, y cuyo único resultado práctico era una completa desfiguración del agraciado rostro de la muchacha.

La segunda, obra de un buen fotógrafo, era el retrato de una vieja dama de blancos cabellos. Una magnífica piel le rodeaba el cuello.

Supuse que se trataba de la señora Rose, la misma que había legado a la señora Ascher el dinero que le permitió establecerse.

La tercera fotografía, vieja y amarillenta, reproducía a un hombre y una mujer, jóvenes los dos. vestidos a la moda de muchos años antes. El hombre vestía algo así como de etiqueta y en su rostro se reflejaba una gran alegría

—Sin duda un retrato de bodas —dijo Poirot—. Fíjate. Hastings ¿No te dije que indudablemente había sido una mujer hermosa?

Poirot tenía razón. La joven de la fotografía era una auténtica belleza, a pesar del peinado y el traje que la desfiguraban bastante. Me fijé, con gran atención en la segunda figura. Era casi imposible reconocer en ella a Ascher, el inveterado borracho.

Del comedor partía una escalera que conducía al piso superior, donde estaban las habitaciones de la señora Ascher; eran dos en total. Una estaba vacía y la otra fue, indudablemente, un dormitorio femenino. Después de ser registrado por la policía, quedó tal como estaba en aquellos momentos. En la cama se veían dos viejas mantas, en un estante varias piezas de ropa interior, unas latas de galletas, una novela por entrega titulada «El oasis verde», un par de medias nuevas, baratas, dos cacharros de porcelana, un mapa de Dresde, un perrillo de porcelana, con varias desconchaduras. Un impermeable negro colgado de una percha completaba el mísero ajuar de la muerta.

Si hubo papeles íntimos, la policía debió llevárselos.

—Pauvre femme! —murmuró Poirot—. Vamos, Hastings, aquí no queda nada para nosotros.

Cuando volvimos a estar en la calle, vaciló un momento y al fin cruzó el arroyo. Frente al estanco de la señora Ascher tenía su tienda un verdulero de esos con más mercancías fuera que dentro.