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Tras ella aparece corriendo un hombre de una veintena de años, pálido, con los ojos inyectados en sangre. Lleva consigo una antorcha de fabricación casera; su extremidad está roja por el calor.

—¡Maldita ramera! —gruñe—. ¡Siempre niños! ¡Ya van siete, y ahora el que nace ocho, y yo voy a volverme loco!

Mattern se siente aterrado. Aparta a la mujer de brazos de Gortman y empuja al consternado hombre hacia la puerta de la escuela.

—Dígales que hay un neuro aquí afuera —le dice—. ¡Pida ayuda, aprisa! —está furioso de que Gortman sea testigo de una escena tan atípica, e intenta apartarlo de allí por todos los medios.

La estremecida mujer se escuda detrás de Mattern. Éste intenta hablar calmadamente.

—Sea razonable, joven —le dice al hombre—. Usted y su mujer han vivido siempre en una monurb, ¿no? Saben que el procrear es un acto bendito. ¿Por qué, repentinamente, repudia usted los principios según los cuales…?

—¡Váyase al infierno antes de que lo ase a usted también!

El hombre agita la antorcha, acercándola al rostro de Mattern. Éste nota el calor y retrocede. El hombre aprovecha el gesto para esquivarlo y abalanzarse hacia la mujer. Ésta se echa hacia atrás, pero su estado la entorpece, y la antorcha alcanza sus ropas. Una porción de blanca y distendida carne queda al descubierto, mientras el tejido arde y se funde con una brillante aureola a su alrededor. La mujer se aprieta el prominente vientre en un gesto de protección y cae al suelo, gritando. El hombre rechaza a Mattern y se prepara para golpear de nuevo. Mattern intenta sujetar su brazo. Logra desviar la antorcha hacia el suelo, que se chamusca. El hombre, maldiciendo, suelta su arma y se lanza contra Mattern, golpeándolo con los puños.

—¡Socorro! —grita Mattern—. ¡Ayúdenme!

Varias docenas de escolares surgen al corredor. Tienen de ocho a once años de edad. Siguen cantando su himno mientras se precipitan hacia ellos. Empujan al asaltante de Mattern, arrastrándolo hacia ellos. Rápidamente, suavemente, lo cubren con sus cuerpos. Apenas puede distinguírsele bajo la vibrante y golpeante masa. Más docenas surgen de la escuela y acuden a reunirse con sus compañeros. Suena una sirena. Luego un silbato. La amplificada voz del maestro ruge:

—¡Ha llegado la policía! ¡Todo el mundo afuera!

Cuatro hombres con uniforme hacen su aparición. Observan la escena. La mujer atacada yace en el suelo, gimiendo y acariciándose la quemadura en su vientre. El hombre está inconsciente; su rostro aparece ensangrentado, uno de sus ojos ha sido reventado.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta uno de los policías—. ¿Quién es usted?

—Charles Mattern, sociocomputador, nivel 799, Shanghai. Este hombre es un neuro. Ha atacado a su esposa encinta con la antorcha. Ha intentado atacarme a mí.

Los policías levantan al hombre sobre sus pies. Permanece vacilante entre elles, aturdido, maltrecho. El jefe de los policías habla resonantemente, remarcando las palabras.

—Considerándolo culpable de un atroz ataque a una mujer en evidente estado de gestación, de peligrosas tendencias antisociales, de amenazar la armonía y la estabilidad, y en virtud de la autoridad de que he sido investido, pronuncio sentencia de aniquilación, que será ejecutada inmediatamente. ¡A las tolvas con ese bastardo, muchachos! —Se llevan al neuro. Aparecen varios médicos, que se inclinan solícitamente sobre la mujer herida. Los chicos, entonando de nuevo su alegre canción, regresan a su clase. Nicanor Gortman observa a su alrededor, aturdido e impresionado. Mattern lo toma del brazo y susurra furiosamente:

—De acuerdo, esas cosas ocurren algunas veces. No lo niego. ¡Pero había una posibilidad entre cien mil de que ocurriera ante sus ojos! ¡No ocurren habitualmente!

Entran en la clase.

El sol estaba poniéndose. La fachada occidental de la monada urbana vecina está teñida de rojo. Nicanor Gortman se halla sentado para cenar con los miembros de la familia Mattern. Los chicos, con sus voces mezclándose en un caótico parloteo, cuentan su día en la escuela. Las noticias de la tarde aparecen en la pantalla; el locutor menciona el infortunado incidente de la planta 108.

—La madre no ha sido herida gravemente —informa—, y no existe ningún peligro para el niño. La sentencia contra el asaltante ha sido dictada al momento, y una amenaza para la seguridad de nuestro monurb ha sido eliminada inmediatamente.

—Dios bendiga —murmura Principessa.

Tras la cena, Mattern pide al terminal de datos copias de sus artículos técnicos más recientes, y se los entrega a Gortman para que pueda leerlos con tranquilidad. Gortman le da vigorosamente las gracias.

—Parece cansado —dice Mattern.

—Ha sido un día duro. Y fecundo.

—Sí. Hemos cubierto bastante terreno, ¿no cree?

Mattern también está cansado. Han visitado casi tres docenas de niveles; le ha mostrado a Gortman reuniones del consejo municipal, clínicas de fertilidad, servicios religiosos, despachos de negocios, todo ello dentro del primer día. Mañana habrá aún mucho más que ver. La Monada Urbana 116 es una comunidad variada y compleja. Y también feliz, se dice firmemente a sí mismo Mattern. Tenemos algún que otro pequeño incidente de tanto en tanto, pero somos felices.

Los chicos, uno tras otro, se van a la cama, besando encantadoramente a Papi y a Mami y deseándole buenas noches al visitante y corriendo a través de la estancia como adorables duendecillos desnudos hacia sus camitas. Las luces descienden automáticamente de intensidad. Mattern se siente ligeramente deprimido; el desagradable incidente de la planta 108 ha empañado lo que podía haber sido de otro modo un excelente día. Pero piensa que ha cumplido del mejor modo posible con su tarea; gracias a él, Gortman ha ido más allá de las superficialidades y ha podido observar la innata armonía y serenidad de la vida en la monurb. Y ahora le gustaría que su huésped experimentara por sí mismo una de las técnicas más útiles para minimizar los conflictos interpersonales que tan destructivos pueden ser para su tipo de sociedad. Mattern se levanta.

—Es hora de la ronda nocturna —dice—. Me voy. Le dejo aquí… con Principessa. —Imagina que su visitante sabrá apreciar algo de intimidad.

Gortman le mira, incómodo.

—Adelante —dice Mattern—. Diviértase. Aquí la gente no le niega un poco de placer a la gente. Eliminamos todo tipo de egoísmo. Por favor. Todo lo que tengo es suyo. ¿No es así, Principessa?

—Por supuesto, querido —dice ella.

Mattern sale de la estancia, atraviesa rápidamente el corredor entra en el descensor y baja hasta la planta 770 De pronto oye unos gritos airados y se detiene, temiendo encontrarse envuelto de nuevo en otro episodio desagradable, pero nadie aparece. Sigue andando. Pasa la puerta negra de acceso a una tolva y se estremece ligeramente, y no puede evitar el pensar en el hombre joven con la antorcha de fabricación casera y en lo que le ha ocurrido. Y entonces, sin desearlo, el rostro de su hermano surge en su memoria, su hermano que terminó también en una tolva semejante a aquélla, Jeffrey, un año más joven que él. Jeffrey el quejica, el introvertido, Jeffrey el egoísta, Jeffrey el inadaptado, Jeffrey que había merecido terminar en las tolvas. Por un instante, Mattern se siente enfermo y aturdido. Vacila, y se sujeta nerviosamente al pomo de una puerta para no caer.

La puerta se abre. Nunca antes ha realizado ninguna ronda nocturna por esa planta. Cinco niños duermen en sus camitas, y en la plataforma de descanso hay un hombre y una mujer, más jóvenes que él, durmiendo abrazados. Mattern se quita las ropas y se tiende al lado de la mujer. Acaricia su cadera, luego su pequeño seno frío. Ella abre sus ojos, y él dice:

—Hola. Charles Mattern, 799.

—Gina Burke —dice ella—. Mi esposo Lenny.