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—No te gusto —dice ella tristemente.

Él se pregunta cuan a menudo utiliza ella el baño.

—Estoy un poco cansado —dice—. He tenido tanto trabajo estos días.

Aprieta su cuerpo contra el de ella. Su calor quizá le anime un poco. Los ojos de ella se clavan en los suyos. Unas lentillas azules abiertas a la nada. Besa el hueco de su garganta.

—¡Hey, me haces cosquillas! —dice ella, contorsionándose. Cálida, húmeda, preparada. Pero él no. No puede.

—¿Quieres algo especial? —pregunta ella— Si no es demasiado complicado quizá pueda.

Él agita su cabeza. No está interesado en látigos y cadenas y correas. Sólo lo habitual. Pero no puede. Su fatiga es sólo un pretexto; lo que le incapacita es su sentido de la soledad. Solo entre 885.000 personas. Y no puedo alcanzarla. No a este nivel. No físicamente. El engreído de Shanghai, incapaz, impotente. Ahora ella ya no siente respeto hacia él. Tampoco simpatía. Toma su fracaso como un signo de desprecio. Él querría contarle cuántos centenares de mujeres ha tomado en Shanghai y en Chicago e incluso en Toledo. El modo en que es considerado como un hombre endiabladamente viril. Hace que ella se gire de espaldas y se aprieta de nuevo, desesperadamente, contra su frío dorso.

—Mira —dice ella—, no sé realmente lo que pretendes, pero…

Es inútil. Ella se retuerce indignada. Él la suelta. Se levanta, se viste. Su rostro arde. Cuando llega a la puerta se gira. Ella está sentada impúdicamente, mirándole con aire burlón. Le hace un gesto con tres dedos, sin duda una escabrosa obscenidad allí.

—Sólo quiero decirte algo —murmura él—. El nombre que te he dado cuando he entrado… no es el mío. No es absolutamente el mío —y sale apresuradamente. Ya es suficiente de empaparse de la naturaleza humana. Ya es suficiente de Varsovia.

Toma el ascensor al azar hasta la 118, Praga; sale fuera, recorre la mitad del ancho del edificio sin entrar en ningún apartamento ni hablar con nadie de los que encuentra; entra en otro ascensor; sube hasta la 173, Pittsburgh; permanece un tiempo en un corredor, escuchando el bombeo de la sangre en los capilares de sus sienes. Luego penetra en un Centro de Realización Somática. Pese a lo tardío de la hora hay gente utilizando sus distintos servicios: una docena aproximadamente en la piscina a torbellinos, cinco o seis agitándose en la noria, unas cuantas parejas en el copulatorio. Sus ropas de Shanghai despiertan miradas curiosas en algunos de ellos pero nadie se le acerca. Sintiendo que el deseo regresa a él, Siegmund se dirige indefinidamente al copulatorio, pero a su entrada se desanima y da media vuelta. Con los hombros caídos, sale lentamente del Centro de Realización Somática. Ahora toma las escaleras, sube pesadamente por la larga espiral que recorre las mil plantas de la Monada Urbana 116. Mira hacia arriba, a través de la extraordinaria hélice, y ve los niveles prolongándose hacia el infinito, con hileras de luces brillando sobre él y marcando cada descansillo. Birmingham, San Francisco, Colombo, Madrid. Se aferra a la barandilla y mira hacia abajo. Sus ojos se hunden en un profundo pozo en espiral Praga, Varsovia, Reykjavik. Un alucinante vértice; un monstruoso pozo marcado por la luz de un millón de globos de luz brillando como copos de nieve. Inicia obstinadamente la ascensión de la miríada de escalones. Se siente hipnotizado por lo mecánico de sus movimientos. Antes de darse cuenta de ello, ha ascendido ya cuarenta plantas. Está empapado en sudor, los músculos de sus piernas están agarrotados y doloridos. Empuja la puerta de acceso y entra en el corredor principal. Esta en la planta 213. Birmingham. Dos hombres con el risueño aspecto característico de los rondadores nocturnos en su regreso a casa le detienen y le ofrecen algún tipo de excitante, una pequeña cápsula translúcida que contiene un oscuro y oleoso líquido color naranja. Siegmund acepta la cápsula sin una palabra y la engulle sin ninguna pregunta. Palmean sus bíceps en prueba de camaradería y siguen su camino. Inmediatamente empieza a sentir náuseas. Manchas luminosas rojas y azules vibran ante sus ojos. Se pregunta vagamente qué es lo que le han dado. Espera la llegada del éxtasis. Espera. Espera.

Lo primero que nota cuando recobra el conocimiento es la débil luz del amanecer filtrándose hasta sus ojos a través de sus cerrados párpados, y que se halla en una estancia desconocida, tendido en una especie de malla metálica que oscila y se balancea. Un hombre joven y alto con largos cabellos rubios está inclinado sobre él, y Siegmund puede oír su propia voz diciendo:

—Ahora sé por qué uno se vuelve neuro. Un día descubres que todo lo que te rodea es demasiado para ti. Toda esa gente pegada a tu piel. Puedes sentirla contra ti. Y…

—Tranquilo. Desciende lentamente. Estás sobrecargado.

—Mi cabeza está a punto de estallar —Siegmund ve a una atractiva mujer de cabellos rojizos moviéndose en el rincón más alejado de la estancia. Nota dificultad para enfocar su mirada—. No estoy seguro de saber dónde me encuentro —dice.

—En la 370. Esto es San Francisco. Estás realmente desconectado, ¿no?

—Mi cabeza. Creo que necesito que me sorban todo lo que hay dentro.

—Me llamo Dillon Chrimes. Mi esposa, Electra. Ella es quien te ha encontrado vagando por los corredores— su anfitrión le sonríe amistosamente. Sus azules ojos son extraños, como placas de piedra pulida—.Con respecto al edificio —dice Chrimes—, ¿sabes?, una noche, no hace mucho, tomé un multiplexer y me convertí en todo el edificio. Y realmente me integré en él. Ya sabes, como un enorme organismo, un mosaico de miles de mentes. Maravilloso. Hasta que empecé a descender, y en el picado se me apareció tan sólo como una horrible colmena llena de gente. Uno pierde la propia perspectiva cuando ensucia su mente con productos químicos. Pero luego se recupera.

—Yo no puedo recuperarme.

—¿Qué hay de bueno en odiar el edificio? Quiero decir que la monurb es una solución real a problemas reales, ¿no?

—Ya lo sé.

—Y la mayor parte del tiempo, funciona. Es por eso por lo que esteriliza el agotarse uno odiándola.

—Yo no la odio —dice Siegmund—. Siempre he admirado la teoría de la verticalidad en el desarrollo urbano. Mi especialidad es la administración monurbana. Era. Es. Pero de pronto algo ha empezado a ir mal, y no sé dónde está el fallo. ¿En mí, o en todo el sistema? Y quizá la cosa no se haya producido tan de pronto.

—No existe ninguna alternativa real a la monurb —dice Dillon Chrimes—. Quiero decir, tú puedes arrojarte a las tolvas, imagino, o correr afuera hacia las comunas, pero esas no son alternativas sensatas. Es por eso por lo que uno se queda aquí. Y nos cebamos con las comodidades que nos ofrece. Debes haber trabajado demasiado. Mira, ¿quieres beber algo fresco?

—Por favor, sí —dice Siegmund.

La joven pelirroja le pone un jarro en su mano. Es muy hermosa. Siegmund siente en su interior una fugitiva erupción de hormonas. Recuerda cómo ha empezado para él esta noche. Su ronda nocturna en Varsovia. Aquella chica. Ha olvidado su nombre. Su impotencia en el momento de tomarla.

—La pantalla —dice Dillon Chrimes— ha transmitido una nota de alarma en relación con Siegmund Kluver, de Shanghai. Han sido puestos rastreadores en su busca desde las 0400. ¿Eres tú?

Siegmund asiente.

—Conozco a tu esposa. Mamelón, ¿no? —Chrimes echa una rápida ojeada a su propia esposa. Como si hubiera algún problema de celos entre ellos. En un tono más bajo, prosigue: La conocí tan sólo una vez, en una ronda nocturna tras un concierto en Shanghai. Encantadora. Su fría hermosura. Como una estatua dotada de pasión. Ahora debe de estar muy preocupada contigo, Siegmund.—¿Un concierto?