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—Toco el vibrastar en uno de los grupos cósmicos —Chrimes realiza algunos estáticos gestos con sus dedos, como si pulsara teclas—. Seguramente me habrás visto alguna vez. Llamaré a tu esposa para tranquilizarla, ¿de acuerdo?

—Es algo puramente personal —dice Siegmund—. Un sentimiento de hallarme aparte. Como arrancado de mis propias raíces.

—¿Cómo?

—Una especie de desenraizamiento. Como si ya no perteneciera a Shanghai, no perteneciera a Louisville, no perteneciera a Varsovia, no perteneciera a ningún lugar. Como si tan sólo fuera el conjunto de mis ambiciones y de mis inhibiciones, sin personalidad real. Me siento perdido interiormente.

—¿Interiormente a qué?

—Interiormente a mí mismo. Interiormente al edificio. Un sentimiento de hallarme aparte. Piezas dispersas de mí mismo por todas partes. Tiras de mi propia piel arrancadas y flotando —Siegmund se da cuenta de que Electra Chrimes le está mirando fijamente. Consternada. Lucha por auto controlarse. Se ve a sí mismo despellejado hasta los huesos. La columna vertebral a la vista de todos, la totalidad de sus vértebras, el extrañamente angular cráneo. Siegmund. Siegmund. El rostro serio, turbado, de Dillon Chrimes. Un hermoso apartamento. Poliespejos, alfombras psicodélicas. Esa gente feliz. Realizados en su arte. Conectados al esquema general—. Perdido —murmura.

—Hazte transferir a San Francisco —sugiere Chrimes—. Aquí no nos preocupamos por esas cosas. Podemos encontrarte alojamiento. Quizá descubras en ti talentos artísticos. Tal vez puedas escribir programas para los espectáculos de la pantalla. O…

Siegmund ríe secamente. Su garganta arde.

—Escribiría la historia del ambicioso arribista que lucha por llegar a la cima y que cuando llega a ella decide que no le interesa. Escribiría… No, no lo escribiría. No es cierto nada de lo que digo. Es la droga hablando por mi boca. Esos dos me han dado alguna porquería, eso es todo. Será mejor que llaméis a Mamelón. —Se pone en pie. Está temblando. Tiene la sensación de tener noventa años. Está a punto de caer. Chrimes y su esposa le sujetan. Su mejilla se apoya en el inclinado seno de Electra. Siegmund esboza una sonrisa—. Es la droga hablando por mi boca —dice de nuevo.

—Es una larga y estúpida historia —le dice a Mamelón—. Estaba en un lugar donde realmente no quería estar, y alguien me dio una cápsula y la tomé sin saber lo que era, y desde aquel momento todo se hizo confuso. Pero ahora todo vuelve a estar bien. Todo vuelve a estar bien.

Tras un día de ausencia por razones médicas, vuelve a su escritorio en el Complejo de Acceso de Louisville. Un montón de memorándums le aguardan. Los grandes hombres de la clase administrativa requieren sus servicios. Nissim Shawke le reclama una respuesta a los peticionarios de Chicago que reclaman libertad para determinar el sexo de sus hijos. Kipling Freehouse le pide una interpretación intuitiva de algunos esquemas en la estimación del equilibrio de producción en el próximo trimestre. Monroe Stevis desea un doble diagrama mostrando la relación entre la asistencia a los centros sónicos y las visitas a los santificadores y consultores: un perfil psicológico de la población de seis ciudades. Y cosas así. Exprimiendo sus aptitudes. Qué bendecido es saberse útil a los demás. Qué cansado es sentirse utilizado.

Hace lo mejor que puede, trabajando bajo su handicap. El sentimiento de saberse aparte. La dislocación de su alma.

Medianoche. El sueño no llega. Yace al lado de Mamelón, inquieto. La ha tomado, pero pese a todo sus nervios se agitan en la oscuridad. Ella sabe que él está desvelado. Su suave mano intenta calmarle.

—¿No puedes relajarte? —pregunta.

—Me es difícil.

—¿Quieres algún expansivo? ¿O tal vez algún obnubilador?

—No. Nada.

—Entonces ve de ronda nocturna —sugiere ella—. Quema algo de esta energía. Estás demasiado tenso, Siegmund.

Siempre sujeto por los filamentos dorados. Puesto aparte. Puesto aparte.

¿Subir hasta Toledo, quizá? Buscar consuelo en los brazos de Rhea. Es siempre tan buena consejera. O incluso hacer una ronda nocturna por Louisville. Visitar a Scylla, la esposa de Nissim Shawke. La audacia que ello representa. Pero es hacia ella hacia donde querían empujarme todos en aquella fiesta, el Día de la Realización Somática. Esperando ver si era realmente el hombre cualificado para la promoción a Louisville. Siegmund sabe que aquel día falló la prueba. Pero quizá después de todo aún no sea demasiado tarde. Irá hacia Scylla. Incluso si Nissim está allí. ¡Observa, poseo la necesaria amoralidad! ¡Observa, desafío todos los límites! ¿Por qué una esposa de Louisville no puede ser accesible para mí? Vivimos bajo el mismo código legal, indiferentes a las inhibiciones de las costumbres que lentamente nos hemos ido imponiendo a nosotros mismos. Eso es lo que dirá si se tropieza con Nissim. Y Nissim aplaudirá esta audacia.

—Sí —le dice a Mamelón—. Creo que iré de ronda nocturna.

Pero no se levanta de su plataforma de descanso. Permanece inmóvil durante unos minutos. El impulso le ha fallado. No siente deseos de ir; finge estar durmiendo, esperando que Mamelón se duerma también. Unos minutos más. Abre cautelosamente un ojo, entreabriendo apenas los párpados. Sí está dormida. Qué hermosa es, qué noble se la ve durmiendo. Su distinguida complexión, su pálida piel, la cascada de sus negros cabellos. Mi Mamelón. Mi tesoro. Pero su deseo de ella ha menguado en lo últimos tiempos. ¿Un desinterés nacido de la fatiga? ¿Una fatiga nacida del desinterés?

La puerta se abre, y charles Mattern entra.

Siegmund observa al sociocomputador avanzar de puntillas hacia la plataforma y desvestirse sigilosamente. Los labios de Matterns están fruncidos, las aletas de su nariz dilatadas. Signos de excitación. Mattern anhela a Mamelón; algo se ha producido entre ellos en los dos últimos meses, sospecha Siegmund, algo más profundo que la simple ronda nocturna. Siegmund no se preocupa excesivamente por ello. Hasta el momento, ella es feliz. La agitada respiración de Mattern resuena por toda la estancia. Se acerca a Mamelón.

—Hola Charles —dice Siegmund.

Mattern es cogido por sorpresa, se sobresalta y sonríe nerviosamente.

—Intentaba no despertarte, Siegmund.

—Estaba despierto. Te observaba.

—Podrías haber dicho algo, entonces. Ahorrarme todas esas ridículas precauciones.

—Lo siento. No se me ha ocurrido.

Mamelón también se ha despertado. Se sienta, desnuda hasta la cintura. Un mechón de cabellos de ébano se enrosca deliciosamente a uno de sus senos. La blancura de su piel reluce pálidamente a la débil luz de la lamparilla de noche. Sonríe castamente a Mattern: la respetuosa hembra ciudadana, dispuesta a aceptar a su visitante nocturno.

—Charles —dice Siegmund—; ya que estás aquí, quería decirte que tengo un trabajo para ti. De parte de Stevis. Quiere saber si la gente pasa tanto tiempo con los santificadores y consultores como en los centros sónicos. Se trata de un doble diagrama que…

—Es tarde, Siegmund —la voz de Mattern es cortante—. Llámame mañana por la mañana.

—Sí. Claro. Claro —enrojeciendo, Siegmund se levanta de la plataforma de descanso. Sabe que no tiene por qué irse, incluso con un rondador nocturno viniendo a por Mamelón, pero no siente ningún deseo de quedarse. Como un marido de Varsovia, garantizando una superflua y no solicitada intimidad para los otros dos. Se viste apresuradamente. Mattern le recuerda que es libre de quedarse. Pero no. Siegmund se va, dando un ligero portazo. Casi echa a correr por el pasillo. Subiré a Louisville, a Scylla Shawke. Sin embargo, en lugar de programar la planta donde viven los Shawke, programa la planta 799, Shanghai. Charles y Principessa Mattern viven allí. No quiere correr el riesgo de enfrentarse a Scylla en su crispado estado. Un fallo podría ser costoso. Principessa será mejor. Es una tigresa. Una salvaje. Su vigor animal servirá para equilibrarle. Es la mujer más apasionada que conoce, aparte Mamelón. Y en una buena edad, madura pero no excesivamente. Siegmund se detiene ante la puerta de Principessa. Y de pronto se da cuenta de que es algo burgués, algo decididamente premonurbano, ir en busca de la mujer del hombre que está ahora con la propia esposa de uno. La ronda nocturna tendría que ser algo más aventurado, menos premeditado, una forma de extender el campo de experiencias vitales de uno. No importa. Empuja la puerta. Se siente aliviado y desanimado a la vez al oír sonidos de éxtasis en el interior. Hay dos personas en la plataforma: ve brazos y piernas que deben pertenecer a Principessa y, cubriéndola y emitiendo roncos gruñidos, a Jasón Quevedo en plena efervescencia. Siegmund cierra rápidamente. De nuevo solo en el corredor. ¿Dónde ir, ahora? El mundo es demasiado complicado para él esta noche. Su obvio próximo destino es el apartamento de los Quevedo. A por Micaela. Pero no duda de que allí habrá también un visitante. La frente de Siegmund se perla de sudor. No quiere vagar desesperadamente por toda la monurb. Sólo quiere dormir. La ronda nocturna se le aparece de repente como una abominación: forzada, innatural, compulsiva. La esclavitud de la absoluta libertad. En este momento miles de hombres recorren el titánico edificio. Cada uno determinado a cumplir un deber sagrado. Siegmund, arrastrando los pies, avanza a lo largo del corredor y se detiene junto a una ventana. Afuera hay luna nueva. El cielo llamea de estrellas. Las monurbs vecinas parecen estar más lejos que de costumbre. Sus ventanas brillan, miles de ellas. Se pregunta si es posible ver desde allí una comuna, lejos en el norte. Aquellos locos campesinos. El hermano de Micaela Quevedo, Michael, el que se volvió neuro, se supone que visitó una comuna. Quizá tan sólo sean historias. De todos modos, Micaela no se ha consolado aún de la desaparición de su hermano. Arrojado a las tolvas tan pronto como volvió a poner los pies en la monurb. Pero por supuesto no se puede permitir que un hombre así reasuma su vida anterior. Un obvio descontento, destilando venenos de insatisfacción y blasfemia. Pero fue un golpe terrible para Micaela, de todos modos. Estaba muy unida a su hermano. Eran gemelos. Pensaba que tendría derecho a un proceso formal en Louisville. Y de todos modos lo tuvo. Ella no quiere creerlo, pero lo tuvo. Siegmund recuerda que la documentación pasó a través suyo. Nissim Shawke redactó el decreto: si este hombre regresa alguna vez a la 116, será ejecutado inmediatamente. Pobre Micaela. Quizá existiera algo insano entre ella y su hermano. Podría preguntárselo a Jasón. Podría.