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¿Dónde ir, ahora?

Se da cuenta de pronto de que lleva más de una hora parado ante la ventana. Vacila hasta las escaleras y desciende doce plantas casi sin darse cuenta. Mattern y Mamelón yacen dormidos, lado a lado. Siegmund se desviste y se reúne con ellos en la plataforma. Pero en un extremo, separado de ellos. Una dislocación más. Finalmente, consigue dormirse.

El desahogo de la religión. Siegmund va a ver a un santificador. La capilla está en la planta 770: una pequeña estancia abierta a una galería comercial, decorada con símbolos de fertilidad e incrustaciones de luz infusa. Entrando, se siente como un intruso. Nunca hasta entonces ha sentido impulsos religiosos. El abuelo de su madre era cristiano, pero todos en la familia asumían que esto era debido a que el viejo tenía instintos arcaicos. Las antiguas religiones tienen pocos seguidores, e incluso el culto a la bendición de dios, que es oficialmente apoyado por Louisville, atrae tan sólo a menos de un tercio de la población adulta del edificio, de acuerdo con las últimas estadísticas que Siegmund ha podido ver. Quizá las cosas hayan cambiado últimamente.

—Dios bendiga —dice el santificador—. ¿Cuál es tu dolor?

Es un hombre grueso, de piel tersa, con una complaciente cara redonda y ojos brillantes y joviales. Tendrá al menos unos cuarenta años. ¿Qué puede saber él de dolor?

—Estoy comenzando a no pertenecer —dice Siegmund—. Mi futuro está enmarañándose. Me siento desconectado. Nada tiene sentido a mi alrededor y mi alma está vacía.

J—Ah. Ansiedad. Anemia. Disociación. Pérdida de identidad. Son lamentaciones familiares para mí, hijo mío. ¿Que edad tienes?

—Quince años cumplidos.

—¿Status?

—Shanghai, en camino hacia Louisville. Quizá haya oído hablar de mí. Siegmund Kluver.

El santificador frunce los labios. Su mirada se ensombrece. Juguetea con los emblemas sagrados del collar que cuelga sobre su túnica. Ha oído hablar de Siegmund, sí.

—¿Te sientes realizado en tu matrimonio? —pregunta.

—Tengo la esposa más bendecible que se pueda imaginar.

—¿Hijos?

—Un chico y una chica. Tendremos una segunda chica el año próximo.

—¿Amigos?

—Suficientes —dice Siegmund—. Y, sin embargo, hay este sentimiento de descomposición. Algunas veces toda mi piel hormiguea. Como si fragmentos de desintegración surgieran a través de todo el edificio y vinieran a pegarse a mí. Un gran desasosiego. ¿Qué me está ocurriendo?

—Algunas veces —dice el santificador—, aquellos que como nosotros viven en las monadas urbanas experimentan lo que se llama crisis de confinamiento espiritual. Los límites de nuestro mundo, es decir de nuestro edificio, se hacen demasiado reducidos. Nuestros recursos internos empiezan a parecer inadecuados. Nos sentimos dolorosamente frustrados en nuestras relaciones con aquellos a quienes hasta ahora habíamos querido y admirado. El resultado de algunas de estas crisis es a veces violento: de ahí el fenómeno neuro. Otros prefieren abandonar la monurb y buscar una nueva vida en las comunas, lo cual por supuesto es otra forma de suicidio, ya que somos incapaces de adaptarnos a tan duro medio ambiente. Bueno, en cuanto a los otros que no enloquecen ni se separan físicamente de la monurb, ocasionalmente emprenden lo que yo llamaría una migración interna, sumergiéndose en sus propias almas, considerando desde todos los ángulos como una violación de su propio espacio físico cualquier otra realidad externa. ¿Tiene esto algún significado para ti? —Como sea que Siegmund asiente dubitativamente, el santificador sigue hablando con suavidad—: Entre los líderes de este edificio, la clase ejecutiva, aquellos que han sido llamados a servir a sus semejantes a través de la bendecida tarea de conducirlos, este proceso es particularmente doloroso, llegando incluso a provocar un colapso de valores y una ausencia total de motivación. Pero es algo que puede ser curado fácilmente.

—¿Fácilmente?

—Te lo aseguro.

—¿Curado? ¿Cómo?

—Lo haremos inmediatamente, y podrás salir de aquí sano y liberado, Siegmund. El camino de la curación viene a través de dios, ¿sabes?, de dios considerado como la fuerza integradora que hace un todo del entero universo. Y yo voy a mostrarte a dios.

—Va a mostrarme a dios —repite Siegmund, sin comprender.

—Sí. Sí. —El santificador, agitándose a su alrededor, oscurece la capilla, apagando las luces y conectando los opacificadores. Del suelo surge una silla en forma de copa donde se sienta Siegmund, recostado. Desde su posición, mira hacia arriba. El techo de la capilla, descubre, es una simple gran pantalla. En la vítrea pantalla de color verdoso aparece una imagen del cielo. Hay tantas estrellas como granos de arena. Un trillón de puntos de luz. La música surge de ocultos altavoces: los entremezclados sonidos de un grupo cósmico. Distingue los mágicos sonidos de un vibrastar, las oscuras resonancias de un arpa cometaria, las salvajes acometidas de un buceador orbital. Luego todo el grupo tocando a la vez. Quizá Dillon Chrimes sea uno de ellos. Su amigo de aquella deprimente noche. Sobre las profundidades del cielo Siegmund ve ahora el brillo anaranjado de el destello nacarado de Júpiter. ¿Así, pues, dios es un espectáculo de luz acompañado por un grupo cósmico? Qué trivial. Qué vacío.