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Caroline siempre miraba el identificador de llamadas.

– Hola, Will.

– ¿Te importaría hacerme otro favor?

– En absoluto.

– Judith Coldfield llamó al 911 y dos ambulancias llegaron al lugar del accidente antes que la policía de Rockdale.

– Eso no está bien.

– No -confirmó Will. No estaba bien. El hecho de que Max Galloway hubiera mentido implicaba que, en lugar de hablar con un agente bien entrenado sobre lo que había visto al llegar a la escena del crimen, iba a tener que confiar en lo que los Coldfield pudieran recordar-. Necesito que reconstruyas la secuencia temporal. Estoy seguro de que Amanda querrá saber por qué tardaron tanto.

– Voy a llamar directamente a Rockdale para que me confirmen los tiempos.

– Mira los registros telefónicos de Judith Coldfield. -Si Will podía pillarles en una mentira, Amanda podría utilizarlo en su contra-. ¿Tienes su número?

– Cuatro-cero-cuatro…

– Espera -dijo Will, pensando que le vendría bien tener el número de Judith. Siguió conduciendo con la punta de los dedos mientras sacaba una grabadora del bolsillo-. Adelante.

Caroline le dio el número del móvil de Judith Coldfield. Will apagó la grabadora y se llevó el teléfono a la oreja para darle las gracias. Antes tenía un sistema para ordenar los datos personales de los testigos y los sospechosos, pero Faith se había ido haciendo cargo poco a poco de todo el papeleo y sin ella estaba perdido. No le gustaba la idea de depender tanto de ella, sobre todo ahora que estaba embarazada. Probablemente estaría de baja al menos una semana cuando llegara el bebé.

Marcó el número de Judith, pero le saltó el buzón de voz. Le dejó un mensaje y llamó a Faith para decirle que iba hacia la casa de los Coldfield. Con un poco de suerte le llamaría y podría darle la dirección exacta. No quería volver a llamar a Caroline porque le extrañaría que un agente no tuviera todos esos datos escritos en alguna parte. Además, el móvil había empezado a hacer ruidos extraños. Tendría que hacer algo al respecto ya. Will lo dejó con mucha delicadeza sobre el asiento del copiloto; lo único que lo mantenía todo sujeto era un cordel y un trozo de cinta aislante bastante deteriorada.

Will bajó un poco la radio al entrar en la ciudad. En lugar de ir por el centro pasó directamente a la I-85. Había más tráfico de lo habitual en la salida de Clairmont, así que cogió el camino más largo, rodeando el aeropuerto de DeKalb Peachtree y atravesando barrios en los que la diversidad cultural era tal que había letreros que ni siquiera Faith podría leer.

Una vez sorteado el tráfico llegó a su destino. Giró en la primera urbanización cerrada que había enfrente del hospital, sabiendo que lo mejor en una situación así era ser metódico. El guarda de la puerta fue muy educado, pero los Coldfield no figuraban en la lista de residentes. En la siguiente urbanización le dijeron lo mismo, pero al llegar al tercer complejo dio en el blanco.

– Henry y Judith. -El guarda de la puerta sonrió, como si fueran viejos amigos-. Creo que Hank está en el campo de golf, pero Judith estará en casa.

Will esperó mientras el guarda llamaba para que le dejaran pasar. Miró aquellos jardines tan cuidados y sintió una punzada de envidia. Will no tenía hijos ni familia de la que hablar. La jubilación era un asunto que le preocupaba, y había estado ahorrando desde su primer sueldo. No era partidario de las inversiones arriesgadas, así que no había invertido mucho en bolsa. La mayor parte del dinero la tenía invertida en bonos del Tesoro y obligaciones municipales. Le aterrorizaba acabar siendo un pobre viejo solitario en algún geriátrico público. Los Coldfield estaban disfrutando de la clase de jubilación que a él le gustaría tener: un simpático guarda de seguridad en la puerta, jardines cuidados y un centro social donde poder jugar a las cartas o a la petanca.

Pero sabiendo cómo funcionaban en realidad las cosas, seguro que Angie acabaría contrayendo alguna terrible y devastadora enfermedad que duraría lo suficiente como para acabar con sus ahorros antes de morirse.

– ¡Adelante, joven! -El guarda le sonrió, mostrando su blanca dentadura bajo el poblado bigote gris-. Gire en la primera a la izquierda, luego a la derecha y estará en Taylor Drive. Es el 1693.

– Gracias -dijo Will, pero solo se quedó con el nombre de la calle y los números. El hombre le había hecho un gesto para indicarle hacia dónde debía girar la primera vez, así que cruzó la puerta y giró en esa dirección. Después de eso tendría que improvisar.

– Mierda -murmuró Will observando el límite de dieciséis kilómetros por hora mientras rodeaba el gran lago que había justo en el centro de la urbanización. Las casas tenían una sola planta y eran todas iguales: camino de gravilla, garajes con espacio para un solo coche y gran variedad de patos y conejos de piedra desperdigados por el impecable césped.

Había ancianos que habían salido a dar un paseo y le saludaban con la mano al pasar. Will les devolvía el saludo, probablemente para que pensaran que sabía por dónde iba. Que no era el caso. Detuvo el coche junto a una anciana que llevaba un mono de color lila. Portaba palos de esquí en las manos como si estuviera haciendo esquí de fondo.

– Buenos días -le saludó Will-. Estoy buscando el 1693 de Taylor Drive.

– ¡Oh, Henry y Judith! -exclamó la esquiadora- ¿Es usted su hijo?

Will dijo que no con la cabeza.

– No, señora. -No quería alarmar a nadie, así que le dijo-: Soy solo un amigo.

– Lleva usted un coche muy bonito.

– Gracias, señora.

– Seguro que yo no podría subir -le dijo-. Y aunque pudiera, ¡sería incapaz de salir!

Will le rio la gracia por educación, tachando esa urbanización de la lista de lugares en los que le gustaría retirarse.

– ¿Trabaja usted con Judith en el albergue para personas sin hogar? -le preguntó.

A Will no le habían hecho tantas preguntas desde que lo entrenaron para los interrogatorios en la academia del DIG.

– Sí, señora -mintió.

– Me compré esto en su tienda -dijo señalando el mono-. Parece nuevo, ¿eh?

– Es precioso -le aseguró Will, aunque el color parecía sobrenatural.

– Dígale a Judith que tengo varias chucherías para la tienda, si me envía el camión. -Le miró con expresión significativa-. A mi edad, una necesita ya muy pocas cosas.

– Sí, señora.

– Bueno. -La mujer asintió, complacida-. Siga por aquí a la derecha. -Will observó atentamente su mano-. Y a la izquierda está Taylor Drive.

– Gracias. -Se dispuso a arrancar, pero la anciana le detuvo-. Verá, la próxima vez será mejor que, nada más cuzar la puerta, gire a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, y…

– Gracias -repitió Will arrancando el coche.

Si tenía que volver a hablar con algún vecino le iba a estallar la cabeza. Continuó avanzando lentamente, esperando haber acertado con la dirección. Sonó el móvil y casi lloró de alivio al comprobar que se trataba de Faith.

Con mucho cuidado, abrió el móvil y se lo acercó a la oreja.

– ¿Qué tal te ha ido en el médico?

– Muy bien -le dijo-. Escucha, acabo de hablar con Tom Coldfield…

– ¿Has quedado con él? Yo también.

– Jake Berman va a tener que esperar.

Will notó un nudo en el pecho.

– Ya he hablado con Jake Berman.

Faith se quedó callada. Demasiado.

– Faith, lo siento. Solo pensé que sería mejor que yo… -Will no sabía como terminar la frase. El teléfono se le empezó a escurrir de la mano y la línea se llenó de ruido. Esperó a que pasara y repitió-: Lo siento.

Faith le torturó durante un rato con su silencio, y cuando se decidió a hablar su tono era cortante y tenía la voz estrangulada.

– Yo no te trato de manera diferente porque tengas un problema.