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– ¿Trabaja Henry en el refugio?

– Oh, no.-Soltó una risita según entraba en la cocina-. Henry está muy ocupado disfrutando de su jubilación. Pero Tom sí viene a echar una mano cuando puede. Se queja, pero es un buen chico.

Will recordó que Tom estaba intentando arreglar un cortacésped cuando le vieron en la tienda benéfica.

– ¿Suele trabajar en la tienda?

– No, no. Lo odia.

– ¿Y qué hace, entonces?

Judith cogió una bayeta y la pasó por la encimera.

– Un poco de todo.

– ¿Como por ejemplo?

La mujer dejó de frotar.

– Si una mujer necesita consejo legal se encarga de hablar con alguno de los abogados; si a uno de los niños se le derrama algo, coge una fregona. -Sonrió con orgullo-. Lo que le decía, es un buen chico.

– Eso parece -admitió Will-. ¿Qué más cosas hace?

– Oh, esto y lo otro. -Hizo una pausa y se quedó pensándolo-. Coordina las donaciones. Se le da muy bien hacer llamadas. Si le parece que la persona con la que está hablando puede dar un poco más, se acerca con el camión a recoger lo que sea, y nueve de cada diez veces vuelve además con un cheque. Creo que le gusta salir y hablar con la gente. En el aeropuerto no hace otra cosa en todo el día más que mirar puntitos en una pantalla. ¿Quiere un poco de agua fría? ¿Limonada?

– No, gracias -contestó-. ¿Y qué me dice de Jacquelyn Zabel? ¿Le suena ese nombre de algo?

– Sí que me suena, pero no sé de qué. Es un nombre poco frecuente.

– ¿Y Pauline McGhee? ¿O Pauline Seward, quizá?

Judith sonrió y se tapó la boca con la mano.

– No.

Will se obligó a ir más despacio. La primera regla en un interrogatorio era mantener la calma, porque era difícil saber cuándo alguien estaba tenso si tú lo estabas también. Judith se había quedado quieta cuando le formuló la última pregunta, así que la repitió.

– ¿Pauline McGhee o Pauline Seward?

– No -respondió ella, meneando la cabeza. Impostó un tono despreocupado-. El caso es que no estoy muy segura. Debo de tener mi calendario por alguna parte. Normalmente marco las fechas. -Abrió uno de los cajones de la cocina y empezó a revolverlo. Era evidente que estaba nerviosa, y Will sabía que había abierto el cajón para no tener que mirarle a los ojos-. Tom es muy generoso con su tiempo. Está muy involucrado con el grupo de jóvenes de la parroquia. Todos participamos en el comedor de caridad una vez por semana.

El agente no permitió que escurriera el bulto.

– ¿Va él solo a recoger las donaciones?

– A menos que donen un sofá o algún mueble grande. -Cerró el cajón y abrió otro-. No tengo ni idea de dónde he puesto el calendario. Todos estos años deseando tener a mi marido en casa conmigo y ahora me vuelve loca guardando las cosas donde Dios le da a entender.

Will miró por la ventana, preguntándose por qué tardaría tanto Faith.

– ¿Los niños están aquí?

Judith abrió otro cajón.

– Están durmiendo la siesta.

– Tom me dijo que nos veríamos aquí. ¿Por qué no nos dijo que estuvo en el lugar del accidente con Anna Lindsey?

– ¿Qué? -Por un momento dio la impresión de estar algo confusa, pero contestó-. Bueno, la verdad es que llamé a Tom para que viniera a ver a Henry. Pensé que estaba teniendo un ataque al corazón, que Tom querría estar allí, que…

– Pero su hijo no nos contó que había estado allí -repitió Will-. Ni ustedes tampoco.

– Yo no… -Hizo un gesto de rechazo con la mano-. Quería estar con su padre.

– Las mujeres que han secuestrado eran muy cautelosas. No le habrían abierto la puerta a cualquiera. Tenía que ser alguien en quien ellas confiaran. Alguien a quien esperaban.

Judith dejó de buscar el calendario. En su rostro se leía perfectamente lo que estaba pensando: sabía que algo iba muy mal.

– ¿Dónde está su hijo, señora Coldfield? -le preguntó.

A Judith se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Por qué me hace todas estas preguntas sobre Tom?

– Se suponía que había quedado conmigo aquí.

– Dijo que tenía que irse a casa. -Su voz era apenas un susurro-. No entiendo…

En ese momento Will cayó en la cuenta de algo, de algo que Faith le había dicho por teléfono. Había hablado ya con Tom Coldfield. La razón de que no hubiera llegado todavía era que Tom le había dado la dirección de otra casa.

– Señora Coldfield -dijo Will en tono muy serio-, necesito saber dónde está Tom en este momento.

Judith se tapó la boca con la mano y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Había un teléfono en la pared. Will arrancó el auricular. Marcó el número del móvil de Faith, pero no llegó a pulsar el último botón. Sintió un dolor ardiente en la espalda y el peor espasmo muscular que había sentido en su vida. Se llevó la mano al hombro, buscando a tientas un nudo, pero no sentía más que un metal frío y afilado. Miró hacia abajo y vio la punta ensangrentada de lo que debía de ser un cuchillo muy grande sobresaliendo de su pecho.

Capítulo veintitrés

Faith estaba en el exterior de la casa de Tom Coldfield con el auricular pegado a la oreja mientras oía sonar el móvil de Will. Le había dicho que estaba a dos minutos, pero hacía ya más de diez. Saltó el buzón de voz. Seguramente se había perdido y estaba conduciendo en círculos, buscando su Mini porque era demasiado cabezón para pedir ayuda. Si estuviera de mejor humor saldría a buscarle, pero le daba miedo lo que pudiera llegar a decirle a su compañero si se quedaba a solas con él.

Cada vez que pensaba que Will le había mentido y había ido a hablar con Jake Berman a sus espaldas tenía que agarrarse con fuerza al volante para no estrellar el puño contra el salpicadero. No podían seguir así, como si ella fuera un lastre. Si pensaba que podía arreglárselas solo ahí fuera no había razón para que continuaran trabajando juntos. Podía aguantar muchas cosas de Will, pero si no confiaba en ella la cosa no podía funcionar. Y él también tenía sus propios lastres; por ejemplo no poder distinguir entre algo tan simple como la derecha y la izquierda.

Faith miró la hora otra vez. Le daría otros cinco minutos antes de entrar en la casa.

La médica no le había dado buenas noticias, que era lo que esperaba absurdamente Faith. Desde el momento en que pidió la cita para ir a ver a Delia Wallace su salud había mejorado de forma apreciable. Esa mañana no se había levantado bañada en sudor frío. Tenía el azúcar alto, pero no por las nubes. Tenía la mente despejada, centrada. Y entonces Delia Wallace se lo había echado todo por tierra.

Sara le había hecho una prueba en el hospital que mostraba la pauta de sus niveles de azúcar a lo largo de las últimas semanas. Tendría que ir a ver a un dietista. La doctora Wallace le había dicho que iba a tener que planificar cuidadosamente sus comidas, lo que comía entre horas y en cada momento de su vida hasta que se muriera; algo que podía suceder de forma prematura porque sus niveles de azúcar fluctuaban de tal modo que lo mejor que podía hacer era tomarse un par de semanas libres y concentrarse en aprender a tratar su diabetes.

Le encantaba que los médicos dijeran cosas así, como si cogerse dos semanas libres fuera algo que uno pudiera conseguir simplemente chasqueando los dedos. A lo mejor podía irse a Hawái o a Fiji. O podía llamar a Oprah Winfrey para preguntarle el nombre de su cocinero personal.

Afortunadamente también le había dado buenas noticias. Faith había visto a su bebé. Bueno, en realidad no lo había visto exactamente -el niño era poco más que una manchita todavía-, pero había podido escuchar los latidos de su corazón y ver la imagen por ultrasonidos y el delicado sube y baja de la diminuta mancha que crecía en su interior, y aunque Delia Wallace le había insistido mucho en que era pronto para eso, Faith habría jurado que había visto una manita diminuta.