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Naturalmente, nadie podía culparla por intentarlo. Faith había sido incapaz de hablar con coherencia cuando la trasladaron a urgencias, pero Will Trent había pasado la noche en observación. El cuchillo de cocina no había afectado las principales arterias, pero sus tendones eran otra cosa. Tendría que hacer rehabilitación durante varios meses para recuperar por completo la movilidad. Pese a todo, Sara pasó por su habitación a la mañana siguiente para sonsacarle descaradamente. Su actitud hacia ella había cambiado, y estuvo todo el tiempo tirando de la sábana hasta que por fin se la sujetó pudorosamente debajo de la barbilla, como si Sara no hubiera visto nunca el pecho desnudo de un hombre.

La mujer de Will apareció unos minutos después, y Sara se dio cuenta inmediatamente de que aquel momento incómodo entre ella y Will en el sofá había sido cosa de su imaginación. Angie Trent era muy atractiva y tenía además ese aire sexy y peligroso que vuelve locos a los hombres. A su lado, Sara se sintió incluso menos interesante que el papel de la pared del hospital. Se disculpó y salió de la habitación tan deprisa como pudo sin resultar maleducada. Los hombres que se sentían atraídos por una mujer como Angie Trent no sentían el menor interés por mujeres como Sara.

Se sintió aliviada al descubrirlo, aunque un poco decepcionada también. Resultaba halagador pensar que un hombre la encontraba atractiva. Aunque tampoco pensaba hacer nada al respecto. Sara jamás podría volver a entregarle su corazón a otro ser humano como había hecho con Jeffrey. No es que fuera incapaz de amar; simplemente no podía volver a abandonarse de esa manera a un sentimiento.

Al llegar a la sala de médicos se cruzó con Krakauer.

– Hola. ¿Sales ya?

– Sí -le dijo Sara, pero el médico se marchaba ya por el pasillo, con la vista al frente, tratando de ignorar a los pacientes que le llamaban.

Fue hasta su taquilla y giró la rueda. Sacó su bolso y lo dejó en el banco que tenía detrás. La cremallera se abrió. Vio el borde de la carta entre su monedero y las llaves.

La Carta. La explicación. La excusa. Una súplica de absolución. El intercambio de culpas.

¿Qué podía tener que decirle la mujer que había terminado con una sola mano con la vida de Jeffrey?

Sacó la carta. Acarició el sobre entre sus dedos. No había nadie más en la sala. Estaba a solas con sus pensamientos. A solas con la diatriba. Con las divagaciones. Con las pueriles justificaciones.

¿Qué se podía decir? Lena Adams trabajaba para Jeffrey. Era una de las detectives que tenía bajo su mando en el departamento de policía del condado de Grant. Jeffrey le había cubierto las espaldas, la había sacado de un montón de líos y había enmendado sus errores durante diez años. A cambio, ella había puesto su vida en peligro, y era la responsable de que se hubiera mezclado con la clase de hombres que mataban por deporte. Lena no había colocado aquella bomba, ni sabía de su existencia. Ningún tribunal la habría condenado por sus acciones, pero Sara sabía -desde lo más hondo de su ser- que era responsable de la muerte de Jeffrey. Había sido la que había hecho que se cruzara en el camino de los hombres que le asesinaron. Como de costumbre, Jeffrey había intervenido para protegerla, y eso le había costado la vida.

Por todo ello, Lena era tan culpable de su muerte como el hombre que puso la bomba. En lo que a Sara respectaba, incluso más culpable que él, porque sabía que se había quedado con la conciencia tranquila. Sabía que no podían presentar ningún cargo contra ella, que nadie la iba a castigar. No le iban a tomar las huellas ni a humillarla obligándola a desnudarse para ser cacheada y que le tomaran las fotos. No tendrían que ponerla en aislamiento para protegerla de las reclusas que querrían matar a la policía que acababan de mandar a la cárcel. No tendría que sentir el pinchazo en su brazo. No vería a Sara a través del cristal de la sala de ejecución de la cárcel del estado, esperando a que pagara sus crímenes con la muerte.

Había conseguido salir impune de un asesinato a sangre fría, nunca la castigarían por ello.

Sara rasgó la esquina del sobre y deslizó el dedo por debajo de la solapa. La carta estaba escrita en papel pautado de color amarillo; eran tres folios escritos por una sola cara y numerados. La tinta era azul, probablemente de un rotulador de punta fina.

A Jeffrey le gustaban los cuadernos de papel amarillo pautado, como a la mayoría de los policías. Siempre tienen un montón de ellos almacenados, y uno a mano nuevecito cuando algún sospechoso se decide a confesar. Deslizan el cuaderno por la mesa, destapan un bolígrafo nuevo y ven fluir las palabras del bolígrafo al papel, y al confesor en pleno paso de sospechoso a delincuente.

A los jurados les gustan las confesiones escritas en papel amarillo pautado. Es algo que les resulta familiar, menos formal que un documento impreso, aunque siempre hay una copia impresa que lo respalda. Sara se preguntó si habría en alguna parte una transcripción de aquella carta escrita en mayúsculas que tenía en sus manos. Porque -y estaba tan segura de ello como de que estaba en la sala de médicos del hospital Grady-, aquello era una confesión.

Sin embargo, ¿qué más daba? ¿Cambiarían algo las palabras de Lena? ¿Le iban a devolver a Jeffrey? ¿Le devolvería su antigua vida, la vida que ella quería?

Después de tres años y medio, Sara sabía perfectamente que no. Nadie podía devolverle todo aquello, ni ruegos ni píldoras ni castigos. Ninguna lista podría nunca capturar un momento. Ningún recuerdo podía recrear ese estado de felicidad absoluta. Ya no habría más que un vacío, un hueco en la vida de Sara en el lugar que un día ocupó el único hombre sobre la faz de la tierra al que podría amar.

En resumen, no importaba lo que Lena tuviera que decirle, leerla no le traería ninguna paz. Quizás el hecho de saberlo lo hiciera más fácil.

Pero se sentó en el banco que tenía detrás y leyó la carta de todas formas.

Febrero 2012 [v1]

Agradecimientos

Antes de nada, quisiera darles las gracias de todo corazón a mis lectores por su continuo apoyo. Escribí la historia de Sara con gran determinación, y espero que todos penséis que ha merecido la pena.

Por el lado editorial, quisiera darles las gracias a los mismos de siempre: las dos Kates (M y E, respectivamente), Victoria Sanders y, en general, a la gente de Random House en el Reino Unido, Estados Unidos y Alemania. Mención especial merecen mis amigos de Busy Bee. Me gustaría daros las gracias en holandés, pero no sé decir más que tacos. Schijten!

El GBI (Georgian Bureau of Investigation) tuvo la amabilidad de permitirme acompañar a algunos de sus agentes especiales y de sus técnicos para conocer de primera mano su trabajo. Olé por el trabajo que hacéis. Al director, Vernon Keenan, a John Bankhead, Jerry Gass, agente especial adjunto Jesse Maddox, agente especial Wes Horner, agente especial David Norman y a todos los que no puedo mencionar aquí: gracias por haberme dedicado parte de vuestro tiempo y por vuestra paciencia, especialmente por la que habéis demostrado ante mis preguntas más absurdas.

El personaje de Sara continúa en deuda con el doctor David Harper por haber compartido con ella sus muchos años de experiencia en el ejercicio de la medicina. Trish Hawkins y Debbie Teague fueron, una vez más, decisivas a la hora de ponerle obstáculos a Will, y también de ayudarme a idear el modo de sortearlos. Don Taylor, eres un amor y un amigo de los buenos.

Mi padre me preparó calditos de verduras cuando la medicina para la gripe me nublaba el juicio y no podía hilar dos frases seguidas. D.A. se ocupaba de pedir pizza cuando mis dedos estaban demasiado cansados de tanto escribir.

Ah… Y, una vez más, me he permitido algunas licencias con las calles y los lugares emblemáticos. Por ejemplo, la autopista 316 que lleva hasta Conyers no tiene nada que ver con la autovía 316 que atraviesa Dacula. Es ficción, no lo olvidéis.