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Otro relámpago inflamó el cielo, iluminando aquel retablo en todo su esplendor. Era como una viñeta: la escalera del infierno.

– Deme la linterna -le dijo a Fierro en un susurro.

El detective se mostraba ahora más que dispuesto a colaborar, y le pasó la linterna de inmediato. Will volvió la cabeza: Fierro tenía las piernas muy separadas y apuntaba a la entrada de la fosa con los ojos desorbitados a causa del miedo.

Dirigió el foco de la linterna hacia el interior de la fosa. Abajo había una cueva en forma de L cuyo primer tramo medía aproximadamente un metro y medio y luego se desviaba hacia lo que debía de ser el espacio principal. El techo estaba apuntalado con vigas de madera. Al pie de la escalera se veían algunas provisiones: latas de comida, cuerdas, cadenas, ganchos. Will oyó un ruido procedente de la cueva y el corazón le dio un vuelco. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de un salto.

– ¿Es…? -preguntó Fierro.

Will se llevó un dedo a los labios, aunque dudaba de que a esas alturas pudieran contar con el elemento sorpresa. Quien estuviera allá abajo ya debía de haber visto el haz de la linterna moviéndose de un lado a otro. Casi a modo de confirmación, Will oyó un sonido gutural que procedía de abajo, algo así como un gemido. ¿Había otra víctima allí? Pensó en la mujer que estaba ingresada en el hospital, Anna. Will sabía perfectamente qué aspecto tenían las quemaduras eléctricas: dejan bajo la piel un polvillo oscuro que no desaparece nunca. Te acompañan durante el resto de tu vida, si es que aún te resta vida, claro está.

Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Alargó la mano hacia el tobillo de Fierro y sacó el revólver de su funda. Antes de que este pudiera detenerle entró en la cueva de un salto.

– Por Dios santo -susurró Fierro. Miró por encima de su hombro a los policías de la escena del crimen, a unos treinta metros; sin duda pensaba que había un modo mejor de hacer aquello.

Will volvió a oír el gemido. Tal vez no fuese más que un animal, o quizá se trataba de un ser humano. Apagó la linterna y se la guardó en la cinturilla del pantalón. Debería haber dicho algo -«Dile a mi mujer que la quiero», por ejemplo-, pero no quería darle ese disgusto o esa satisfacción a Angie.

– Espera -susurró Fierro. Quería pedir refuerzos.

Will le ignoró y se metió el revólver en el bolsillo delantero. Tuvo la precaución de probar si la endeble escalera aguantaba su peso; apoyó los talones en los travesaños, de modo que pudiera ver el interior de la cueva mientras descendía. El hueco era estrecho y sus hombros muy anchos, así que tuvo que estirar un brazo hacia arriba para poder entrar. A su alrededor continuaba cayendo tierra y las raíces le arañaban la cara y el cuello. La pared del hueco estaba a escasos centímetros de su nariz, produciéndole una claustrofobia que Will no había experimentado hasta ese momento. Notaba el sabor del barro en la parte posterior de la boca cada vez que respiraba. No podía mirar hacia abajo, porque no había nada que ver, y no quería hacerlo hacia arriba para no caer en la tentación de escapar de allí.

A cada paso que daba, el olor se hacía más insoportable: a heces, orina, sudor, miedo. Quizá fuera su propio miedo lo que olía. Anna había huido de aquella cueva. A lo mejor había tenido que enfrentarse a su secuestrador. A lo mejor el hombre estaba esperándole allá abajo, con una pistola o una navaja.

El corazón le latía con tal fuerza que le faltaba el aire. El sudor le caía a chorros y le temblaban las rodillas mientras bajaba por aquella interminable escalera. Por fin sintió la blanda tierra bajo sus pies. Tanteando el suelo con la punta del pie, detectó la cuerda y las cadenas. Para entrar en la cueva tenía que agacharse; una vez más estaría a merced de quien estuviera allá abajo.

Will oyó un jadeo y otro murmullo. Tenía el revólver de Fierro en la mano, pero no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Había muy poco espacio y no podía sacar la linterna, que de todos modos se le había caído dentro del pantalón. Intentó flexionar las rodillas, pero su cuerpo no le obedecía. El jadeo se oía cada vez más alto, y entonces se dio cuenta de que procedía de su propia boca. Miró hacia arriba y no vio más que oscuridad. El sudor le nublaba la vista. Contuvo el aliento y se agachó.

No hubo disparos. Nadie le rajó el cuello. Nadie le clavó ganchos en los ojos. Una suave brisa le llegó desde el hueco, ¿o era algo que tenía delante? ¿Había alguien ante él? ¿Había agitado alguien una mano delante de su cara? Volvió a oír algo que se movía, dientes que castañeteaban.

– No se mueva -dijo Will por fin.

Apuntaba al frente con el revólver, y lo movió de un lado a otro por si había alguien. Con mano temblorosa metió la mano en su pantalón para sacar la linterna. El jadeo había vuelto, un ruido embarazoso que retumbaba entre las paredes de la cueva.

– Nunca… -murmuró una voz masculina.

Will tenía la mano empapada en sudor, pero sostenía con firmeza la linterna. Apretó con fuerza el botón y la luz se encendió.

Tres grandes ratas negras, con la barriga hinchada y garras afiladas, salieron corriendo. Dos de ellas fueron directas hacia Will, que instintivamente retrocedió, se empotró en la escalera y sus pies se enredaron en la cuerda. Se cubrió la cara con los brazos y las ratas treparon por su cuerpo, clavándole las garras. Will fue presa del pánico, y notó que la linterna se le caía al suelo; la recuperó de inmediato y escudriñó la cueva para comprobar si había alguien más.

Nadie.

– Mierda… -exclamó. Se dejó caer al suelo exhalando un suspiro.

El sudor le empañaba los ojos. Las ratas le habían dejado los brazos llenos de arañazos y tuvo que vencer el impulso de huir por el mismo camino.

Recorrió la cueva con el haz de la linterna, espantando a las cucarachas y demás insectos. No sabía por dónde se había ido la otra rata, pero tampoco iba a ponerse a buscarla. El espacio principal de la cueva estaba en desnivel, el suelo era unos noventa centímetros más bajo. Aquella depresión le daba cierta ventaja.

Se agachó lentamente, enfocando hacia delante la linterna para evitar más sorpresas. El espacio era más grande de lo que esperaba. Debían de haber tardado semanas en excavarlo, sacando la tierra en cubos y bajando vigas de madera para poder sujetar el techo. Calculó que debía de tener al menos tres metros de profundidad y uno ochenta de anchura. El techo tenía una altura de casi dos metros; lo suficiente como para que pudiera ponerse de pie, aunque en ese momento no se fiaba mucho de sus rodillas. El haz de la linterna no podía iluminarlo todo de una vez, así que el espacio parecía aún más opresivo. Si a aquella atmósfera inquietante le añadías la repugnante mezcla de olores del barro de Georgia, la sangre y los excrementos, todo parecía aún más pequeño y oscuro.

Pegado a una de las paredes había un catre hecho a base de madera reciclada. Encima, un estante con provisiones: jarras de agua, latas de sopa y varios instrumentos de tortura que Will solo había visto en libros. El colchón era fino, y por las rajas de la funda negra sobresalía el relleno de espuma manchado de sangre. Había pegotes de carne pegados a la funda, algunos en proceso de putrefacción. Los gusanos se amontonaban alrededor formando una especie de remolino. Había cabos de cuerda tirados en el suelo, al lado de la cama, y cuerda suficiente como para maniatar a cualquiera de pies a cabeza, casi como una momia. Los laterales de la cama estaban llenos de arañazos. Había agujas de coser, anzuelos, cerillas. En el mugriento suelo se veía un charco de sangre que se extendía por debajo de la cama como un lento goteo introduciéndose en un grifo.