¿Cómo se le ocurría meterse en esa cueva sin nadie más que Fierro para guardarle las espaldas? ¿Por qué demonios no la había llamado para que le ayudara a buscar a la segunda víctima? ¿Por qué, por el amor de Dios, pensaba que estaba haciéndole un favor impidiendo que hiciera su trabajo? ¿Acaso pensaba que no era capaz de hacerlo, que no era lo suficientemente buena? Faith no era una simple mascota. Su madre era policía. Había empezado como agente y ascendido a detective más rápido que cualquier otro miembro de su brigada. No venía de recoger margaritas cuando Will entró en su vida; no era el maldito Watson de Sherlock Holmes.
Se obligó a respirar hondo. Estaba lo suficientemente cuerda como para darse cuenta de que su ira podía ser algo desproporcionada. Pero únicamente cuando se sentó a la mesa de la cocina y se midió el azúcar supo el por qué. De nuevo rondaba el ciento cincuenta que, según Vivir con diabetes, podía aumentar el nerviosismo y la irritabilidad. Y tener que inyectarse la insulina no le ayudaba precisamente a calmar el nerviosismo y la irritabilidad.
Tenía el pulso firme cuando giró el dial para seleccionar la dosis -esperando haber elegido la correcta-, pero su pierna empezó a temblar cuando intentó pincharse, de modo que parecía un perro rascándose con ganas. Debía de haber algo en su inconsciente que hacía que su mano se paralizara sobre su tembloroso muslo, algo que le impedía infligirse daño alguno de forma deliberada. Probablemente eso mismo era lo que le impedía embarcarse en una relación estable con un hombre.
– A tomar por saco -dijo con determinación, se clavó el bolígrafo y empujó el émbolo. La aguja quemaba como el fuego del infierno, por más que el folleto que le habían dado asegurara que era prácticamente indoloro. A lo mejor después de pincharte seis mil millones de veces a la semana, clavarte una aguja en el muslo o en el abdomen resultara relativamente indoloro, pero Faith no había llegado aún a ese punto, ni siquiera era capaz de imaginárselo. Cuando extrajo la aguja sudaba de tal manera que tenía las axilas pegajosas.
La hora siguiente la pasó entre el teléfono e Internet, hablando con diversas organizaciones gubernamentales para avanzar un poco en la investigación mientras se ponía de los nervios buscando información en Google sobre la diabetes de tipo 2. Los diez primeros minutos estuvo esperando a que la atendieran los del departamento de policía de Atlanta, y se entretuvo buscando un posible diagnóstico alternativo por si Sara Linton se había equivocado. Al final todo quedó en un sueño imposible, y para cuando la pusieron en espera en el laboratorio del DIG en Atlanta ya había encontrado su primer blog para diabéticos. Luego descubrió otro, y otro: miles de personas explayándose sobre las dificultades que entraña vivir con una enfermedad crónica.
Faith estuvo leyendo acerca de bombas y glucosómetros, de la retinopatía diabética, los problemas de circulación, el descenso de la libido y un montón de cosas maravillosas que venían de regalo con la diabetes. Había curas milagrosas, reseñas sobre artilugios y un pirado que decía que la enfermedad era una excusa que se había inventado el gobierno de Estados Unidos para recaudar subrepticiamente miles de millones de dólares que le permitían financiar la guerra por el petróleo.
Después de familiarizarse con las teorías conspiranoicas en torno a la diabetes, Faith estaba dispuesta a creer cualquier cosa que pudiera librarla de tener que pasarse el resto de su vida midiéndolo todo. Se había pasado la vida probando absolutamente todas las dietas adelgazantes del Cosmo, y eso le había enseñado a controlar los carbohidratos y las calorías, pero no soportaba la idea de convertirse en un acerico. Profundamente deprimida -y esperando a que alguien de Equifax se pusiera al teléfono-, pasó rápidamente a las páginas de los laboratorios farmacéuticos con sus fotos de risueños diabéticos de aspecto saludable montando en bicicleta, haciendo yoga o jugando con cachorritos, gatitos, niños pequeños y cometas; a veces combinaciones de los cuatro. Seguramente la mujer que correteaba tras ese bebé tan adorable no sufría de sequedad vaginal.
Teniendo en cuenta que llevaba toda la mañana al teléfono, Faith podría haber llamado a la consulta de la doctora Wallace y pedido una cita para esa misma tarde. Tenía el número que Sara le había anotado, y naturalmente ya había comprobado los antecedentes de Delia Wallace para saber si le habían puesto alguna demanda por mala praxis o tenía alguna multa por conducir bajo los efectos del alcohol. Faith conocía al detalle el currículum de la médica y su expediente de tráfico, pero seguía sin ser capaz de hacer la llamada.
Sabía que se iba a pasar una buena temporada trabajando en la oficina por culpa del embarazo. Amanda fue novia de Ted, el tío de Faith, pero la relación empezó a deteriorarse cuando esta empezó el instituto, y Amanda la Jefa era muy diferente de la Tía Amanda. Le iba a hacer la vida imposible como solo una mujer puede hacérsela a otra por la clase de cosas a la que se dedican la mayoría de las mujeres. Faith estaba preparada para afrontar esa clase de infierno, pero ¿le permitirían volver a su puesto cuando se enteraran de que padecía diabetes?
¿Sería capaz de volver a salir a la calle con un arma a perseguir a los malos sabiendo que sus niveles de glucosa podían desplomarse en cualquier momento? El ejercicio intenso podía provocar una caída de la glucosa. ¿Qué pasaría si le daba un bajón y se desmayaba mientras perseguía a un sospechoso? Las emociones intensas también podían comprometer sus niveles de glucosa. ¿Y si un día estaba entrevistando a un testigo y no se daba cuenta de que estaba fuera de control hasta que intervinieran los de asuntos internos? ¿Y Will? ¿Podía confiar en ella para cubrirle las espaldas? Por más que se quejara de su compañero, Faith sentía una profunda devoción por él. Era a un tiempo su copiloto, su parachoques contra el mundo y su hermana mayor. ¿Cómo iba a protegerle si ni siquiera podía protegerse a sí misma?
Tal vez ni siquiera dependía de ella.
Se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, pensando en buscar en Internet cuál era la política oficial en cuanto a los diabéticos en las fuerzas de seguridad. ¿Los arrinconaban tras una mesa de despacho hasta que se atrofiaban o dimitían? ¿Los despedían? Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la H sin pensar y sintió que rompía a sudar de nuevo. Cuando sonó el teléfono se llevó un susto de muerte.
– Buenos días -dijo Will-. Estoy afuera, sal cuando estés lista.
Faith cerró el portátil. Cogió las notas que había ido tomando al teléfono, metió toda su parafernalia para diabéticos en el bolso y salió por la puerta principal sin mirar atrás.
Will conducía un Dodge Charger negro sin distintivo policial, lo que en su jerga se denominaba un vehículo G, perteneciente al parque móvil del Gobierno. Esta belleza de coche en particular tenía una raya hecha con una llave sobre una de las ruedas traseras y una gran antena montada sobre un muelle para que el escáner pudiera captar cualquier señal en un radio de ciento sesenta kilómetros. Hasta un niño ciego de tres años lo habría identificado como un vehículo policial.
Según abría la puerta del coche, Will le informó:
– Tengo la dirección de Jacquelyn Zabel en Atlanta.
Se refería a la segunda víctima, la mujer que habían encontrado colgada de un árbol.
Faith subió al coche y se abrochó el cinturón de seguridad.
– ¿Cómo?
– El sheriff de Walton Beach me llamó esta mañana. Estuvieron hablando con sus vecinos. Al parecer, acababa de ingresar a su madre en una residencia y Jacquelyn estaba viviendo allí mientras recogía sus cosas para poner la casa en venta.
– ¿Dónde está la casa?
– En Inman Park. Charlie se reunirá con nosotros allí, y he llamado a la policía de Atlanta para que nos envíen a alguien. Dicen que pueden prestarnos dos agentes un par de horas. -Dio la vuelta para salir y miró a Faith de reojo-. Tienes mejor aspecto. ¿Has podido dormir?