Faith no respondió. Sacó su cuaderno y repasó la lista de todas las llamadas que había hecho esa mañana.
– Pedí que enviaran a nuestros laboratorios las astillas que Sara encontró bajo las uñas de Anna. Y, antes de nada, he mandado a un técnico al hospital para tomarle las huellas. He pasado un aviso a todas las comisarías del estado para que miren a ver si tienen alguna mujer desaparecida que encaje con la descripción de Anna; van a intentar mandar a un dibujante para que le haga un retrato. Su cara está bastante amoratada, no creo que nadie pudiera reconocerla en una foto tal como está.
Pasó la página y echó un vistazo a las notas.
– He hablado con el CNIC (Centro Nacional de Información Criminal) y con el PDCV (Programa para la Detención de Criminales Violentos) a ver si tienen constancia de algún caso similar, y aunque el FBI no tiene abierto ningún caso como este, he introducido los detalles en la base de datos por si saltaba la liebre. -Pasó a la página siguiente-. Tenemos controladas las tarjetas de crédito de Jacquelyn Zabel por si alguien intenta utilizarlas. He llamado al anatómico; la autopsia está programada para las once. También he hablado con los Coldfield, el matrimonio que iba en el Buick que atropelló a Anna, y me han dicho que podemos localizarles en el refugio donde trabaja ella como voluntaria, aunque ya le habían contado a ese detective tan simpático, Galloway, todo lo que sabían. Y hablando de ese gilipollas: he llamado a Jeremy esta mañana y le he pedido que dejara un mensaje en el buzón de voz de Galloway identificándose como inspector de Hacienda y diciéndole que había encontrado algunas irregularidades. -Will se echó a reír-. Estamos esperando a que la policía de Rockdale nos envíe por fax los informes de la escena del crimen y las declaraciones de los testigos. Aparte de eso, no tenemos nada más. -Faith cerró su libreta-. Y tú, ¿qué has hecho esta mañana?
Will señaló el posavasos con la barbilla.
– Te he traído chocolate caliente.
Faith miró el vaso de plástico con expresión golosa; se moría de ganas de lamer la espuma de nata que rebosaba por debajo de la tapa. Le había mentido descaradamente a Sara cuando le describió su dieta. La última vez que Faith se dio una carrera fue desde su coche a la puerta delantera del restaurante de comida rápida Zesto para poder comprarse un batido antes de que cerraran. Su desayuno habitual consistía en un pastelito relleno y una Coca-Cola Light, pero esa mañana se había comido un huevo duro y una tostada seca, que debía de ser lo que desayunaban los presos en la cárcel. El azúcar del chocolate podía matarla, así que se apresuró a decir: «No gracias», antes de que cambiara de opinión.
– Oye, si estás intentando perder peso, podría…
– Will -le interrumpió-, llevo a dieta los últimos dieciocho años. Si quiero dejarme, estoy en mi derecho.
– Yo no he dicho…
– Además, solo he subido dos kilos y medio -mintió-. Tampoco estoy como para que me pongan el logo de Michelin en el culo.
Sin abrir la boca, Will miró de reojo el bolso que tenía en el regazo. Cuando por fin se decidió a hablar, dijo:
– Lo siento.
– Gracias.
– Si no vas a… -dejó la frase sin terminar y cogió el chocolate del posavasos.
Faith puso la radio para no tener que oírle tragar. El volumen estaba bajo, y por los altavoces se oía el murmullo de un locutor dando las noticias. Fue cambiando de emisora hasta que encontró algo suave e inocuo que no la exasperara.
Notó cómo se tensaba el cinturón de seguridad cuando Will frenó para no atropellar a un peatón que se cruzó de improviso en su camino. Faith no tenía excusa para ponerse así con él, y Will no era ningún idiota; evidentemente sabía que algo no iba bien, pero, como de costumbre, no quería presionarla. Faith sintió una punzada de culpabilidad por guardar secretos, si bien su compañero tampoco era lo que se dice extrovertido. Había descubierto que era disléxico por casualidad; al menos lo que ella creía que era dislexia. Desde luego tenía serias dificultades con la lectura, pero a saber a qué se debían. Observándole, Faith se había dado cuenta de que podía leer algunas palabras, pero tardaba una eternidad, y la mayor parte de las veces no interpretaba bien lo que leía. Cuando le preguntó si le habían dado algún diagnóstico, Will se hizo el sueco con tal naturalidad que Faith se puso como un tomate, avergonzada por haberse atrevido a preguntar siquiera.
Odiaba tener que admitir que hacía bien en ocultar su problema. Faith llevaba en el cuerpo el tiempo suficiente como para saber que la mayoría de los oficiales de policía tenían la inteligencia de una ameba. Eran un grupo bastante conservador, de mente no muy abierta. Seguramente el pasarse la vida entre lo peorcito que puede ofrecer la sociedad les hacía rechazar instintivamente cualquier cosa que se saliera mínimamente de lo normal en sus compañeros. Sea como fuere, Faith sabía que si se corría el rumor de que Will era disléxico, ningún policía se lo perdonaría. Si ya tenía problemas para ser aceptado, eso lo convertiría en un apestado.
Will giró a la derecha en la avenida Moreland y Faith se preguntó cómo sabía hacia dónde debía girar si distinguir la derecha y la izquierda le resultaba prácticamente imposible. Era muy hábil ocultando su problema: por si no le bastaba con su prodigiosa memoria, llevaba siempre una grabadora digital en el bolsillo que le hacía las veces de libreta. Alguna vez se equivocaba pero, por lo general, se las arreglaba tan bien que dejaba a Faith con la boca abierta. Will había logrado terminar sus estudios sin que nadie se diera cuenta de que tenía un problema. Además, crecer en un orfanato no era lo que se dice entrar con buen pie en la vida. Tenía muchos motivos para sentirse orgulloso, y eso hacía aún más triste que tuviera que ocultar su dificultad.
Estaban en mitad de Little Five Points, una parte bastante ecléctica de la ciudad donde los garitos más cutres convivían con tiendas de moda demasiado caras para la ropa que vendían.
– ¿Estás bien? -se decidió a preguntarle Will.
– Solo estaba pensando -respondió Faith, pero no quiso contarle lo que de verdad pasaba por su cabeza-. ¿Qué sabemos de las víctimas?
– Las dos morenas, en forma, muy atractivas. Creemos que la mujer del hospital se llama Anna. Según el carné de conducir, la que encontramos colgando del árbol se llama Jacquelyn Zabel.
– ¿Y qué hay de las huellas?
– Hallamos una huella latente en la navaja, de Zabel. Sin embargo, no hemos podido identificar la que había en el carné: no es de Zabel y no encontramos ninguna coincidencia en el ordenador.
– Deberíamos compararla con las huellas de Anna para ver si coincide. Si esta tocó el carné podríamos demostrar que estuvieron juntas en la cueva.
– Buena idea.
A Faith le fastidiaba tener que sacarle la información con cuchara pero, teniendo en cuenta que últimamente andaba de un humor de perros, no podía culparle.
– ¿Has podido averiguar algo más sobre Zabel?
Will se encogió de hombros como si no supiera mucho más, pero se puso a recitar:
– Jacquelyn Zabel tenía treinta y ocho años, era soltera y sin hijos. El departamento de policía de Florida nos echará una mano: registrarán la casa, revisarán los registros telefónicos y tratarán de encontrar a algún familiar aparte de la madre que viva en Atlanta. El sheriff dice que no hay nadie que conociera bien a Zabel en la ciudad. Tenía cierta relación con una vecina que le regaba las plantas, pero esta no sabe nada de ella. El vecindario anda algo soliviantado con algunos vecinos que sacan sus contenedores de basura a la calle. El sheriff dice que Zabel les dio la lata en los últimos seis meses, se quejaba de que las fiestas en las piscinas eran demasiado ruidosas y la gente aparcaba el coche delante de su casa.
Faith reprimió el impulso de preguntarle por qué no le había contado todo eso desde el principio.