– ¿Y cómo es que nadie reparó en su desaparición? -preguntó Faith-. Sara dijo que Anna había estado secuestrada como mínimo cuatro días.
– ¿Quién es Sara?
– Sara Linton.
Will se encogió de hombros y Faith estudió detenidamente su expresión. Will nunca olvidaba un nombre. Nunca olvidaba nada.
– La médica que me atendió ayer.
– ¿Ese es su nombre? -Faith se mordió la lengua para no soltar: «Venga ya»-. ¿Y cómo sabe el tiempo que estuvo retenida Anna?
– Fue forense de un condado que queda un poco más al sur.
Will alzó las cejas. Aminoró la velocidad para leer otro letrero.
– ¿Forense? Qué raro.
Cómo si él no fuera raro.
– Era forense y pediatra.
Will murmuró, intentando descifrar el letrero.
– Y yo que pensé que era bailarina.
– Woodland -leyó en voz alta Faith-. ¿Bailarina? Pero si mide como seis metros.
– También hay bailarinas altas.
Faith apretó los dientes para no soltar la carcajada.
– Bah. -Will no añadió nada más, y usó esa palabra para indicar que daba por finalizada esa parte de la conversación.
Mientras giraba el volante, Faith se quedó mirando el perfil de su compañero con la misma intensidad que él miraba fijamente al frente. Will era un hombre atractivo, incluso guapo, pero se comportaba como si no lo fuera. Su mujer, Angie Polaski, debió de ver algo más allá de sus rarezas, entre las cuales estaba su incapacidad para mantener una charla insustancial y los anacrónicos ternos que insistía en vestir. Will, por su parte, decidió pasar por alto el hecho de que Angie se hubiera acostado con la mitad del cuerpo de policía de Atlanta, incluyendo además -de ser ciertas las pintadas en el lavabo de señoras de la tercera planta- a un par de mujeres. Se habían conocido en el Hogar para Niños de Atlanta, y Faith imaginaba que era eso lo que tenían en común. Ambos eran huérfanos, abandonados por sus padres. Como en todo lo que se refería a su vida personal, Will no le había contado los detalles. Faith ni siquiera se había enterado de que Will y Angie estaban casados hasta que lo vio aparecer un día con una alianza en el dedo.
Y hasta ahora jamás le había visto mirar a ninguna otra mujer, ni tan siquiera de reojo.
– Aquí es -dijo Will torciendo a la derecha por una calle estrecha y arbolada.
Faith vio la furgoneta blanca de la policía científica aparcada frente a una casa muy pequeña. Charlie Reed estaba en la acera, examinando el cubo de la basura junto con dos de sus ayudantes. Quien hubiera sacado la basura debía de ser la persona más ordenada del mundo. Había varias cajas apiladas cuidadosamente junto al bordillo, tres pilas de dos, todas ellas con una etiqueta que identificaba el contenido. Junto a estas, varias bolsas de basura negras puestas en fila, como si montaran guardia. Al otro lado del buzón había un colchón y un canapé alineados con esmero, y un par de muebles que los traperos del vecindario no habían recogido aún. Detrás de la furgoneta de Charlie había dos coches patrulla vacíos de la policía de Atlanta, por lo que Faith supuso que los dos agentes que había pedido Will estarían preguntando ya por el vecindario.
– Su marido era policía -dijo-. Parece que murió en acto de servicio. Espero que frieran al cabrón en la silla.
– ¿El marido de quién?
Will sabía perfectamente de quién estaba hablando.
– El de Sara Linton. La médica-bailarina.
Will aparcó y apagó el motor.
– Le pedí a Charlie que nos esperara para que podamos echar un vistazo a la casa. -Sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta y le pasó uno a Faith-. Imagino que estará todo en cajas por la mudanza, pero nunca se sabe.
Faith se bajó del coche. Charlie tendría que precintar la casa en cuanto empezara a recoger pruebas. Si dejaba que echaran un vistazo antes, no tendrían que esperar a que procesaran todas las pruebas para empezar a seguir las posibles pistas.
– Hola, chicos -gritó Charlie, en tono casi jovial, saludándoles con la mano. Señaló las bolsas de basura-. Llegáis justo a tiempo. Cuando llegamos, los de Goodwill estaban a punto de llevárselas.
– ¿Qué tenéis?
Les señaló las etiquetas que había en las bolsas.
– La mayor parte es ropa, menaje de cocina, unas licuadoras viejas…, ese tipo de cosas -dijo esbozando una sonrisa-. Un descanso después de haber estado en ese espeluznante agujero.
– ¿Cuándo crees que tendremos los resultados de las pruebas que recogiste en la cueva? -preguntó Will.
– Amanda les ha dicho que tiene prioridad absoluta. Había un montón de mierda ahí abajo, en sentido literal y también metafórico. Hemos dado preferencia a las pruebas que consideramos más importantes. Ya sabéis que el ADN de los fluidos tardará cuarenta y ocho horas; las huellas las están metiendo en el ordenador directamente. Si hay alguna prueba decisiva ahí abajo, lo sabremos mañana por la mañana, a más tardar. -Simuló un teléfono con la mano y se la llevó a la oreja-. Seréis los primeros en enteraros.
Will señaló las bolsas de basura.
– ¿Habéis encontrado algo que nos sea útil?
Charlie le pasó un paquete de cartas. Will le quitó la goma y miró los sobres uno por uno antes de pasárselos a Faith.
– El matasellos es reciente -comentó. Le resultaba casi imposible descifrar las palabras, pero leía los números sin problemas; era una de sus muchas argucias para disimular su problema. Además, se le daba bien reconocer los logos de las empresas-. La factura del gas, la de la luz, la de televisión por cable…
Faith leyó en voz alta el nombre del destinatario.
– Gwendolyn Zabel. Un nombre anticuado pero muy bonito.
– Como Faith -dijo Will, y a ella le sorprendió oír de sus labios un comentario tan personal. Él se apresuró a desviar su atención-. Y vivía en una casa anticuada pero muy bonita.
«Bonito» no era el adjetivo que hubiera utilizado Faith para describir aquel pequeño bungaló, pero sí tenía un aire muy pintoresco con sus tablillas grises y sus adornos rojos. La casa no había sido reformada, ni siquiera se habían hecho trabajos de mantenimiento. Los canalones estaban combados por el peso de las hojas acumuladas durante años y, desde lejos, el tejado parecía el lomo de un camello. El césped estaba cortado con pulcritud, pero no estaban los parterres ni los setos esculpidos tan típicos de los jardines de Atlanta. Menos una, todas las demás casas de la calle habían añadido una planta más o habían sido directamente derribadas a fin de dejar libre la parcela para una mansión. La de Gwendolyn Zabel debía de ser una de las últimas casas de la zona que aún conservaban intacto su aspecto original; la única con dos dormitorios y un solo baño. Faith se preguntó si los vecinos se habrían alegrado de que la anciana se mudara. Su hija debía de estar encantada de poder embolsarse el cheque de la venta. Una casa como esa debía de haber costado unos treinta mil dólares cuando se construyó. Ahora, solo la parcela debía de valer alrededor de medio millón.
– ¿Habéis tenido que desmontar la cerradura? -le preguntó Will a Charlie.
– La puerta no estaba cerrada con llave. Los chicos y yo hemos echado un vistazo por los alrededores y no hemos visto nada raro, pero si surge algo seréis los primeros en saberlo. -Charlie señaló el montón de basura que tenía delante-. Esto es solo la punta del iceberg. Tenemos trabajito para rato.
Will y Faith intercambiaron miradas de camino a la casa. Inman Park estaba lejos de Mayberry; nadie dejaba la puerta abierta a menos que esperara una indemnización de su seguro.
Faith abrió la puerta principal, y cruzar el umbral fue como viajar a los años setenta. La moqueta verde tenía el pelo tan largo que casi le cubría las deportivas, y el papel irisado de las paredes le recordó con mucha delicadeza que había engordado siete kilos en el último mes.
– ¡Uau! -exclamó Will, echando un vistazo rápido a la habitación. Había una ingente cantidad de porquerías por todas partes: pilas de periódicos viejos, libros encuadernados en rústica, revistas-. No puede ser bueno para la salud vivir aquí.