Выбрать главу

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas sin poder hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un gemido y se limpió con el dorso de la mano. Desde que vio el signo positivo en el test de embarazo no había pasado un solo día sin que su cerebro encontrara alguna excusa para hacer que rompiera a llorar.

Volvió a concentrarse en el bolso. Iba buscando a tientas algún papel -un cuaderno, un diario, un billete de avión- cuando oyó unos gritos que venían del otro extremo de la casa. Faith se encontró a Will en la cocina y a una mujer corpulenta muy enfadada gritándole a escasos centímetros de su cara.

– ¡No tenéis ningún derecho a estar aquí, cerdos!

Faith pensó que la mujer parecía una de esas viejas hippies que se dirigían a los policías con ese apelativo cariñoso: «cerdos». Llevaba el pelo recogido en una trenza y llevaba un chal hecho con una manta de montar que le hacía las veces de camiseta. Imaginó que la mujer debía de ser la última de su especie en el vecindario, cuya casa pronto sería la más cutre de la calle. No tenía pinta de ser una de esas mamás adictas al yoga que seguramente vivían en mansiones recién estrenadas.

Will permanecía llamativamente sereno, apoyado contra la nevera con una mano en el bolsillo.

– Señora, haga el favor de tranquilizarse.

– Que te den. Y a ti también -dijo al ver aparecer a Faith.

Ahora que la veía más de cerca, calculó que tendría unos cuarenta y tantos años. No obstante, tampoco resultaba fácil calcular su edad, porque su cara estaba roja y bastante desfigurada por el enfado. Sus facciones parecían estar especialmente diseñadas para expresar ira.

– ¿Conocía usted a Gwendolyn Zabel? -le preguntó Will.

– No tienes derecho a interrogarme sin que haya un abogado presente.

Faith puso los ojos en blanco, regodeándose en lo infantil del gesto. Will se comportó de forma algo más madura.

– ¿Podría decirme su nombre?

La mujer se puso a la defensiva de nuevo.

– ¿Por qué?

– Me gustaría saber cómo debo dirigirme a usted.

La mujer se quedó meditando sus opciones.

– Candy.

– Muy bien, Candy. Soy el agente especial Trent, del DIG, y ella es la agente especial Faith Mitchell. Siento tener que comunicarle que la hija de la señora Zabel ha sufrido un accidente.

Candy se arrebujó en el chal.

– ¿Iba borracha?

– ¿Conocía usted a Jacquelyn? -le preguntó Will.

– Jackie. -Candy se encogió de hombros-. Estuvo viviendo aquí un par de semanas o tres para recoger las cosas de su madre y vender la casa. Hablamos de vez en cuando.

– ¿Contrató a algún agente inmobiliario, o pensaba venderla ella directamente?

– Llamó a un agente local. -La mujer cambió de postura para no ver a Faith-. ¿Está bien Jackie?

– Me temo que no. Murió a consecuencia del accidente.

Candy se llevó la mano a la boca.

– ¿Ha visto a alguien merodeando por los alrededores de la casa? ¿Alguien sospechoso?

– Por supuesto que no. Habría llamado a la policía.

Faith contuvo un bufido. Los que despotricaban contra los «cerdos» eran los primeros en llamar a la policía en cuanto intuían el menor problema.

– ¿Tenía Jackie algún familiar con el que podamos ponernos en contacto? -le preguntó Will.

– ¿Estás ciego o qué te pasa? -replicó Candy, señalando hacia la nevera con un gesto de la cabeza.

Faith vio una lista de nombres y números de teléfono pegada en la puerta de la nevera donde estaba apoyado Will. Las palabras NÚMEROS DE EMERGENCIA encabezaban la lista impresa en negrita, a menos de quince centímetros de su cara.

– Dios, ¿es que no os enseñan a leer en la academia?

Will parecía estar pasándolo fatal, y Faith habría abofeteado a Candy si la hubiera tenido más cerca. Sin embargo, se limitó a decir:

– Señora, voy a necesitar que vaya al centro para hacer una declaración formal.

Will la miró y meneó la cabeza, pero Faith estaba tan furiosa que le costaba hablar sin que le temblara la voz.

– Un coche patrulla la llevará hasta el edificio Este del Ayuntamiento. Será cuestión de un par de horas.

– ¿Por qué? -preguntó Candy-. ¿Para qué necesitáis que…?

Faith sacó su móvil y marcó el número de su antiguo compañero del departamento de policía de Atlanta. Leo Donelly le debía un favor -más bien muchos favores- y pensaba cobrárselos para hacerle la vida imposible a aquella mujer.

– Hablaré con vosotros aquí. No hace ninguna falta que me llevéis al centro.

– Su amiga Jackie está muerta -dijo Faith en tono cortante-. Usted elige: o nos ayuda con la investigación o la acuso de obstrucción.

– Vale, vale -dijo la mujer alzando las manos en señal de rendición-. ¿Qué queréis saber?

Faith miró de reojo a Will, que se miraba fijamente los pies. Pulsó el botón de colgar y se ahorró la llamada a Leo.

– ¿Cuándo vio usted a Jackie por última vez? -le preguntó.

– El fin de semana pasado. Vino buscando un poco de compañía.

– ¿Qué clase de compañía?

Candy respondió con evasivas y Faith empezó a marcar el número de Leo otra vez.

– Está bien -gruñó Candy-. Por dios, estuvimos fumando un poco de marihuana. Estaba hasta las narices de toda esta mierda. Llevaba bastante tiempo sin visitar a su madre; ninguno nos habíamos dado cuenta de lo mal que estaba.

– ¿A quién se refiere cuando dice «ninguno de nosostros»?

– A mí y a un par de vecinos más que le echábamos un ojo a Gwen de vez en cuando. Es una mujer muy mayor. Sus dos hijas viven fuera del estado.

Muy atentos no debían de estar si no se habían dado cuenta de que estaba viviendo en un vertedero.

– ¿Conoce usted a la otra hija?

– Joelyn -respondió Candy, señalando con un gesto de la cabeza hacia la lista que había en la nevera-. Ella nunca venía por aquí. Al menos yo no la he visto en los diez años que llevo viviendo en este barrio.

Faith miró de reojo a Will una vez más. Este tenía la mirada perdida en un punto indefinido por encima del hombro de Candy.

– Así que vio a Jackie por última vez la semana pasada, ¿no?

– Eso es.

– ¿Y qué hay de su coche?

– Lo tenía aparcado delante de la casa hasta hace un par de días.

– ¿Un par de días quiere decir dos días?

– En realidad hace más bien cuatro o cinco días. Tengo una vida. No me dedico a observar las idas y venidas de mis vecinos.

Faith pasó por alto el sarcasmo.

– ¿Ha visto usted a alguien de aspecto sospechoso merodeando por aquí?

– Ya te he dicho que no.

– ¿Quién era su agente inmobiliario?

Mencionó el nombre de uno de los mejores agentes inmobiliarios de la ciudad, un hombre que se anunciaba en todas las paradas de autobús.

– Jackie ni siquiera le conocía en persona; lo negociaron todo por teléfono. El tipo tenía la casa vendida antes de poner el cartel en el jardín. Hay un promotor que está comprando todas las parcelas del vecindario, y cierra el trato en diez días con dinero en efectivo.

Faith sabía que era una práctica bastante extendida. Incluso a ella le habían llegado varias ofertas por su humilde casa en los últimos años, si bien no había aceptado ninguna porque con el dinero de la venta no hubiera podido permitirse comprar una casa nueva en la misma zona.

– ¿Y qué me dice de la empresa de mudanzas?

– Mire todas estas porquerías. -Golpeó con la palma de la mano un montón de periódicos viejos-. Lo último que me dijo Jackie fue que iba a pedir un contenedor de esos que se utilizan en la construcción.