– Dios Santo -exclamó Faith-, es la cosa más idiota que he oído en la vida.
– ¿Se lo extirparon o no? -Leo parecía decepcionado.
Faith no respondió, y Will no pensaba darle a Leo ninguna información para que tuviera algo de que hablar cuando volviera a comisaría.
– ¿Ha dicho algo Felix? -preguntó Will.
Leo negó con la cabeza y mostró su placa para que les dejaran pasar a la sala de urgencias.
– Ni una sola palabra. He llamado a los de servicios sociales, pero tampoco han sido capaces de hacerle hablar. Ya sabes cómo son a esa edad. El pobre debe de ser un poquito retrasado.
Faith se enfadó.
– Probablemente está hecho polvo porque vio cómo secuestraban a su madre. ¿Qué esperabas?
– ¡Y yo qué coño sé! Tú tienes un crío. Me imaginé que tú sabrías cómo hablar con él.
Will tuvo que preguntar.
– ¿Tú no tienes hijos?
Leo se encogió de hombros.
– ¿Te parezco la clase de hombre que mantiene una buena relación con sus hijos?
Aquella pregunta no necesitaba respuesta.
– ¿Le han hecho algo al niño?
– La médica dice que está bien. -Dio un codazo a Will-. Por cierto, está para mojar pan. Qué barbaridad, qué bellezón. Pelirroja, y las piernas le llegan hasta aquí.
Faith sonrió con malicia y a Will le dieron ganas de volver a preguntarle por Víctor Martínez, pero no iba a hacerlo delante de Leo, que le estaba clavando el codo en todo el hígado.
En ese momento se oyó un pitido que provenía de una de las habitaciones, y un grupo de enfermeras y médicos pasó corriendo por delante de ellos, chocando con los carritos y con los estetoscopios. Will notó que se le hacía un nudo en el estómago al percibir esos sonidos y esas imágenes tan familiares. Siempre le habían dado miedo los médicos, especialmente los del Grady, que eran los que atendían a los niños del orfanato en el que se había criado. Cada vez que le sacaban de un hogar de acogida, la policía lo llevaba al hospital. Cada arañazo, cada corte, cada cardenal, cada quemadura: todo tenía que ser fotografiado y catalogado. Las enfermeras lo habían hecho tantas veces que sabían que había que tomar un poco de distancia, pero los médicos no tenían tanto callo. Les gritaban como locos a los de servicios sociales y te hacían pensar que, por una vez, todo iba a ser distinto, pero un año más tarde te encontrabas otra vez de vuelta en el hospital, con otro médico indignado gritando las mismas cosas.
Ahora que Will era policía entendía que tenían las manos atadas, pero seguía haciéndosele el mismo nudo en el estómago cada vez que entraba en las urgencias del Grady. Como si tuviera una especie de sexto sentido para empeorar las cosas, Leo le dio unas palmaditas en el brazo y le dijo:
– Siento que Angie y tú os hayáis separado, tío. Puede que haya sido para bien.
Faith no dijo nada, pero Will pensó que tenía mucha suerte de que no pudiera lanzar llamas con los ojos.
– Voy a ver dónde anda la doctora -dijo Leo-. Se han llevado al niño a la salita, a ver si se tranquilizaba un poco.
Se fue, y el prolongado silencio de Faith mientras miraba fijamente a Will no pudo ser más elocuente. Este hundió las manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared. No había tanto ajetreo en la sala de urgencias como la noche anterior pero, aun así, había demasiada gente por allí como para mantener una conversación con un mínimo de privacidad. Por lo visto a Faith no le importaba.
– ¿Cuánto hace que se fue Angie?
– Poco menos de un año.
Se le cortó la respiración.
– Solo habéis estado casados nueve meses.
– Sí, bueno. -Will miró a su alrededor, no quería hablar de eso ni allí ni en ninguna otra parte-. En realidad solo se casó conmigo para demostrar que estaba dispuesta a casarse conmigo. -Pese a las circunstancias no pudo reprimir una sonrisa-. Tenía más ganas de ganar la pelea que de casarse.
Faith meneó la cabeza como si lo que decía no tuviera ningún sentido, y Will no estaba muy seguro de poder ayudarla. Él mismo no había entendido nunca la relación que tenía con Angie Polaski. La conocía desde que tenía ocho años y no había logrado entender mucho más en los años siguientes, excepto que en el momento en el que se sintió demasiado cerca de él cogió la puerta y se marchó. Pero siempre volvía, y Will había llegado a apreciar esa pauta por su simplicidad.
– Se pasa la vida dejándome, Faith -le explicó-. Tampoco es que me cogiera de sorpresa.
La agente mantuvo la boca cerrada, y él no sabía muy bien si estaba cabreada o solo demasiado estupefacta para hablar.
– Quiero subir a ver a Anna antes de marcharnos -dijo Will.
Faith asintió y su compañero volvió a intentarlo.
– Amanda me preguntó anoche qué tal estabas.
De repente ella le prestó toda su atención.
– ¿Y qué le dijiste?
– Qué estás perfectamente.
– Bien, porque lo estoy.
Se la quedó mirando fijamente como había hecho ella pocos minutos antes: él no era el único que se reservaba información.
– Estoy perfectamente -insistió Faith-. Al menos lo estaré pronto, ¿vale? Así que deja ya de preocuparte por mí.
Faith se quedó callada y Will apretó los hombros contra la pared. El murmullo de fondo de la sala de urgencias empezó a hacerle el mismo efecto que la nieve del televisor: al cabo de un par de minutos tenía que esforzarse mucho para mantener los ojos abiertos. Se había acostado alrededor de las seis de la mañana, pensando que podría dormir un par de horas antes de pasar a recoger a su compañera. Había ido repasando mentalmente y reduciendo, a medida que pasaban las horas, sus actividades matutinas, pensando primero que podía ahorrarse el sacar a pasear al perro, sacando luego el desayuno de la lista y, finalmente, su habitual café. Las horas fueron pasando con desesperante lentitud, cosa que pudo comprobar cada veinte minutos, al despertarse con el corazón en la garganta y pensando que seguía atrapado en aquella cueva.
Will notó que el brazo volvía a picarle, pero no se rascó por miedo a que Faith reparara en el gesto. Cada vez que pensaba en la cueva, en aquellas ratas usando la carne de sus brazos como escalera, se le ponía la carne de gallina. Teniendo en cuenta todas las cicatrices que tenía en su cuerpo, era absurdo obsesionarse con un par de arañazos que se curarían sin dejar siquiera marcas, pero no podía evitar preocuparse y, cuanto más lo hacía, más le picaba.
– ¿Crees que los informativos habrán difundido ya esa historia del Asesino del Riñón? -le preguntó a Faith.
– Y si no, espero que haya salido a la luz cuando se conozca la verdadera historia. Así esos cretinos de la policía de Rockdale quedarán como lo que son: una panda de gilipollas.
– ¿Te conté lo que Fierro le dijo a Amanda?
Faith negó con la cabeza y Will le explicó lo de la inoportuna alusión al arma del jefe Peterson. Se quedó tan perpleja que apenas logró susurrar:
– ¿Y qué le hizo Amanda?
– Ni idea, pero Fierro se volatilizó -respondió Will sacando su móvil-. No sé adónde se fue, pero no he vuelto a verle desde entonces. -Miró la hora en la pantalla del móvil-. La autopsia empieza dentro de una hora. Si no le sacamos nada al niño será mejor que nos vayamos al anatómico a ver si podemos meterle prisa a Pete para que empiece cuanto antes.
– Se supone que hemos quedado con los Coldfield a las dos. Puedo llamarles e intentar adelantarlo a las doce.
Will sabía que Faith odiaba estar presente en las autopsias.
– ¿Quieres que nos dividamos?
Estaba claro que a ella no le hacía mucha gracia la idea.
– Vamos a ver si podemos cambiar la hora de la cita. De todos modos, nuestra participación en el postmórtem no debería llevarnos mucho tiempo.