– «Todos los donativos se pueden desgravar.» «El dinero recaudado se destina íntegramente a ayudar a mujeres y niños sin hogar.» «Dios bendice a quienes bendicen al prójimo.»
Will se percató de que le dolía la mandíbula de tan abierta como tenía la boca. Afortunadamente no tuvo mucho tiempo para recrearse en el dolor: un hombre apareció detrás del mostrador vestido como un granjero de película.
– ¿En qué puedo ayudarles?
Sobresaltada, Faith se llevó una mano al pecho.
– ¿Quién coño es usted?
El hombre se puso tan colorado que Will casi pudo sentir su calor en la cara.
– Lo siento -dijo limpiándose la mano en la pechera de su camiseta. Unas sombras negras indicaban que repetía ese mismo gesto a menudo-. Soy Tom Coldfield. He venido a ayudar a mi madre con…
Señaló el suelo de detrás del mostrador. Will vio que estaba arreglando un cortador de césped y tenía el motor parcialmente desmontado. Parecía que intentaba cambiar la correa del ventilador, pero eso no justificaba que hubiera despiezado el carburador.
– Hay un… -comenzó Will.
– Soy la agente especial Faith Mitchell -le interrumpió ella-. Y este es mi compañero Will Trent. Venimos a hablar con Judith y Henry Coldfield. ¿Es usted familiar suyo?
– Son mis viejos -explicó el hombre. Sonrió a Faith mostrando sus grandes dientes de conejo-. Están ahí detrás. Parece que a mi padre no le hace mucha gracia perderse su partida de golf.
El hombre pareció reparar en lo absurdo que debía de resultar para ellos este comentario.
– Disculpen, ya sé que lo que le ocurrió a esa mujer es espantoso. Es solo que… En fin… Que ya le contaron a ese otro detective todo lo que vieron.
Faith continuó sin perder la amabilidad.
– Estoy segura de que no tendrán inconveniente en volver a contárnoslo a nosotros.
Tom Coldfield no parecía muy de acuerdo con ella, pero les hizo un gesto para que le acompañaran a la trastienda. Will le cedió el paso a Faith y fueron abriéndose camino entre las múltiples cajas que había por el suelo. Will dedujo que Tom debía de haber sido bastante atlético, pero su complexión había cambiado al superar la barrera de los treinta y ahora tenía una amplia cintura y los hombros caídos. La pequeña calva que lucía en la coronilla parecía la tonsura de un monje franciscano. Sin necesidad de preguntar imaginó que debía de tener un par de críos: su aspecto era el de un padre devoto. Probablemente conducía una furgoneta familiar y jugaba al fútbol online.
– Disculpen el desorden -dijo Tom-. Andamos cortos de voluntarios.
– ¿Trabaja usted aquí? -le preguntó Faith.
– Oh, no, me volvería loco si tuviera que hacerlo -dijo riendo ante la expresión de sorpresa de Faith-. Soy controlador aéreo. Mi madre me chantajea para que venga a echarle una mano cuando andan cortos de gente.
– ¿Estuvo usted en el ejército?
– En las fuerzas aéreas… Seis años. ¿Cómo lo ha adivinado? Faith se encogió de hombros.
– Es la forma más fácil de conseguir la titulación -respondió-. Mi hermano está en las fuerzas aéreas, destinado en Alemania.
Tom apartó una caja que les estorbaba el paso.
– ¿En Ramstein?
– En Landstuhl. Es cirujano.
– Las cosas andan feas por allí. Su hermano debe de ser un buen hombre.
Faith dejó a un lado sus opiniones personales y volvió a su faceta de policía.
– Sí lo es.
Tom se detuvo frente a una puerta cerrada y llamó con los nudillos. Will miró hacia el pasillo y vio el mostrador donde les había atendido la mujer. Faith se dio cuenta y, mirando a Will, puso los ojos en blanco. El hombre abrió la puerta.
– Mamá, estos son el detective Trent y… Perdone, ¿Mitchell?
– Sí -respondió Faith.
Les presentó a sus padres, aunque no había necesidad alguna, pues en la habitación no había más que dos personas. Judith estaba sentada tras un escritorio, encima del cual tenía abierto un libro de contabilidad. Henry estaba sentado en una silla, junto a la ventana, leyendo un periódico, y se tomó su tiempo para cerrarlo y doblarlo cuidadosamente antes de atender a los agentes. Tom no había mentido al decir que a su padre no le había hecho ninguna gracia perderse su partido de golf. Henry Coldfield era como una parodia del típico viejo gruñón.
– ¿Traigo más sillas? -preguntó Tom, y desapareció sin esperar respuesta.
La oficina era de tamaño normal, lo suficientemente grande como para albergar a cuatro personas sin que sus codos se rozaran. No obstante, Will se quedó en la puerta mientras Faith tomaba asiento en la única silla que quedaba libre. Normalmente se ponían de acuerdo de antemano sobre quién llevaría la voz cantante, pero esta vez no habían preparado nada. Cuando miró a Faith esta se limitó a encogerse de hombros. Resultaba difícil saber por dónde respiraban los Coldfield, de modo que no tenían más remedio que improvisar. Al interrogar a un testigo, lo primero y más importante era hacer que se sintiera cómodo; la gente no suele abrirse de forma espontánea, y no proporciona información relevante hasta que no le dejas claro que no eres el enemigo. Puesto que era Faith la que se había sentado más cerca de ellos, fue ella la primera en hablar.
– Antes de nada, quisiera agradecerles que hayan accedido a hablar con nosotros. Sé que han hablado ya con el detective Galloway, pero lo que vieron la otra noche debió de resultar muy traumático, y a veces hacen falta unos días para recordar los detalles con claridad.
– La verdad es que nunca nos había pasado nada parecido -dijo Judith Coldfield.
Will se preguntó si aquella mujer creía que los demás mortales atropellaban todos los días a una mujer que previamente había sido violada y torturada en una cueva subterránea. Al parecer su marido pensaba lo mismo.
– Judith…
– Oh, qué tontería -dijo la mujer llevándose la mano a la boca para ocultar una sonrisa avergonzada.
Will supo entonces de quién había heredado Tom los dientes de conejo y la facilidad para ruborizarse.
– Quiero decir que es la primera vez que hablamos con la policía -se explicó la mujer acariciando la mano de su marido-. A Henry le multaron por exceso de velocidad una vez, pero nada más. ¿Cuándo fue, te acuerdas?
– En el verano del 83 -respondió Henry. A juzgar por el modo en que apretó la mandíbula no guardaba un buen recuerdo de aquella experiencia. Miró a Will como si únicamente un hombre pudiera entenderlo-. Siete millas por encima del límite.
Will buscó una fórmula que le permitiera solidarizarse con él, pero tenía la mente en blanco.
– ¿Son ustedes del norte? -preguntó a Judith.
– ¿Tanto se nota? -rio la señora, tapándose la boca de nuevo para ocultar su sonrisa. Sus dientes debían de acomplejarla mucho-. Somos de Pennsylvania.
– ¿Vivían allí antes de jubilarse?
– Oh, no. Nos mudábamos con frecuencia por el trabajo de Henry. Vivimos en Oregón, en el estado de Washington, en California… Aquello no nos gustó demasiado, ¿verdad? -Henry emitió un gruñido-. También vivimos en Oklahoma, pero por poco tiempo. ¿Ha estado allí alguna vez? Es todo muy llano.
Faith decidió ir al grano.
– ¿Y en Michigan?
Judith meneó la cabeza, pero Henry dijo:
– Estuve en un partido de fútbol americano en Michigan en el 71. Michigan contra Ohio. Quedaron diez a siete. Hacía un frío de mil demonios.
Faith aprovechó la oportunidad para tirarle de la lengua.
– ¿Le gusta el fútbol americano?
– Lo detesto -respondió Henry, y su ceño parecía indicar que no guardaba un buen recuerdo de aquello, aunque muchos matarían por asistir en directo a un partido tan reñido.