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– Henry era viajante -les informó Judith-. Y antes de eso ya había viajado mucho. Su padre era militar, estuvo en el ejército treinta años.

Faith volvió a la carga, intentando encontrar el modo de conectar con Henry.

– Mi abuelo también era militar.

Judith terció de nuevo.

– Henry tenía una prórroga y no participó en la guerra. -Will imaginó que se refería a Vietnam-. Pero tenemos amigos que fueron movilizados, y nuestro hijo estuvo en las fuerzas aéreas, lo cual es un orgullo para nosotros. ¿Verdad, Tom?

Will no se había dado cuenta de que Tom ya estaba allí. El hijo de los Coldfield sonrió con aire de disculpa.

– Lo siento, no hay más sillas. Los niños las han cogido para construir un puente.

– ¿Dónde estuvo destinado? -le preguntó Faith.

– En Keesler, dos veces -respondió Tom-. Primero hice la instrucción y luego fui ascendiendo hasta llegar a sargento mayor a cargo de la torre, en el escuadrón 334. Hablaban de trasladarme a la base de Altus cuando solicité la licencia del ejército.

– Iba a preguntarle por qué dejó usted el ejército, pero claro, acabo de caer en que Keesler está en Mississippi y nadie querría vivir en ese agujero.

Tom se puso colorado como un tomate y rio, avergonzado.

– Cierto, sí.

Faith se volvió hacia Henry, pues supuso que no le sacarían mucho a Judith sin obtener antes la bendición de su marido.

– ¿Han viajado alguna vez al extranjero?

– No, nunca hemos salido de Estados Unidos.

– Tiene usted acento de militar -comentó la agente, y Will imaginó que se refería a su falta de acento.

Finalmente pareció que su esfuerzo empezaba a dar frutos.

– Uno va adonde le dicen que tiene que ir.

– Eso mismo dijo mi hermano cuando lo mandaron a Alemania -dijo Faith inclinándose hacia adelante-. Si le digo la verdad, yo creo que a él le gusta pasarse la vida de un lado a otro, sin echar raíces en ninguna parte.

Henry empezó a abrirse un poco más.

– ¿Está casado?

– No.

– ¿Una mujer en cada puerto?

– Dios, espero que no -replicó Faith riéndose-. En lo que a mi madre respecta, eran las fuerzas aéreas o el sacerdocio.

Henry se echó a reír.

– Sí, casi todas las madres quieren lo mismo para sus hijos -dijo apretando la mano de su esposa, quien miraba a Tom sonriendo con orgullo.

– ¿Dijo usted que era controlador aéreo? -le preguntó al hijo.

– Eso es. Trabajo en Charlie Brown -dijo refiriéndose al aeropuerto civil situado al oeste de Atlanta-. Llevo allí unos diez años, y me gusta. Algunas noches dirigimos también el tráfico de Dobbins. -Una base militar situada en las afueras de la ciudad-. Seguro que su hermano ha pasado por allí más de una vez.

– No me extrañaría nada -replicó Faith, mirándole a los ojos el tiempo suficiente como para que el hombre se sintiera halagado-. ¿Vive usted en Conyers?

– Sí, señora -sonrió Tom, mostrando sus grandes dientes de conejo. Parecía más cómodo ahora, con ganas de hablar-. Me mudé a Atlanta cuando dejé Keesler. -Señaló a su madre con un gesto de la cabeza-. Mis padres me dieron una alegría cuando se vinieron a vivir aquí.

– Ellos viven en la calle Clairmont, ¿verdad?

Tom, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza.

– Lo suficientemente cerca como para no tener que traer maleta cuando vienen a verme.

Parecía que a Judith no le agradaba la repentina complicidad que se había establecido entre ellos y se apresuró a intervenir.

– A la mujer de Tom le encanta la jardinería -dijo mientras buscaba algo en el bolso-. Mark, su hijo, es un fanático de los aviones. Cada día se parece más a su padre.

– Mamá, no hace falta que les enseñes…

Pero ya era demasiado tarde. Judith sacó una fotografía y se la pasó a Faith, que no olvidó proferir las exclamaciones de rigor antes de pasársela a Will.

Este contempló la foto de la familia con gesto impasible. Sin duda, los genes de los Coldfield eran dominantes: tanto el niño como la niña eran clavaditos a su padre. Para más inri, Tom no se había buscado una mujer atractiva que compensara un poco la herencia genética: su mujer tenía el pelo rubio y grasiento y una mueca de resignación que parecía indicar que eso era lo más a lo que podía aspirar.

– Darla -les informó Judith-. Llevan casados casi diez años, ¿verdad, Tom?

El hombre se encogió de hombros con expresión avergonzada, como si fuera un niño.

– Bonita familia -dijo Will devolviéndole la foto a Judith.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Judith a Faith.

– Uno, sí -replicó sin entrar en más detalles-. ¿Tom es su único hijo?

– Sí -respondió Judith con una sonrisa que volvió a ocultar con su mano-. Henry y yo pensamos que nunca podríamos… -Sin terminar la frase, miró a Tom con orgullo y añadió-: Fue un auténtico milagro.

El hombre se encogió de hombros una vez más, visiblemente avergonzado. Faith cambió sutilmente de tercio para abordar el asunto que los había llevado hasta allí.

– ¿Iban ustedes a visitar a Tom el día del accidente?

Judith asintió.

– Quería hacer algo especial para celebrar nuestros cuarenta años de casados, ¿verdad, Tom? -Su voz adquirió entonces un tono distante-. Qué cosa más horrible. No creo que pueda evitar recordarlo en los aniversarios que nos queden por delante…

– No entiendo cómo pudo suceder algo así. Cómo pudo esa mujer… -dijo Tom meneando la cabeza- No tiene sentido. ¿Quién coño podría hacer algo tan espantoso?

– Tom -exclamó Judith-, esa lengua.

Faith miró a Will dándole a entender que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no poner los ojos en blanco. Pero reaccionó de inmediato y habló directamente a los padres.

– Sé que ya se lo contaron todo al detective Galloway, pero vamos a repasarlo desde el principio. Ustedes iban por la carretera cuando vieron a la mujer, ¿y entonces?

– Al principio pensamos que era un ciervo -comenzó Judith-. Hemos visto algunos al lado de la carretera otras veces. De noche, Henry conduce más despacio por si se nos cruza alguno.

– Al ver los faros se quedan petrificados -explicó Henry, como si un ciervo en la carretera fuera algo insólito.

– Pero solo empezaba a atardecer. Y entonces vi que había algo en la carretera. Abrí la boca para avisar a Henry, pero ya era demasiado tarde. Ya lo habíamos atropellado. La habíamos atropellado, quiero decir. -La mujer sacó un pañuelo de su bolso y se secó los ojos-. Esos hombres tan amables intentaron socorrerla, pero creo que no… Lógicamente, después de…

Henry apretó de nuevo la mano de su esposa.

– Sigue en el hospital -les explicó Faith-. Aunque no saben si saldrá del coma.

– Dios bendito -susurró Judith casi como si rezara-. Espero que no.

– Mamá… -protestó Tom, sorprendido.

– Ya sé que suena fatal, pero espero que no tenga que recordarlo nunca.

La familia se quedó unos instantes en silencio. Tom miró a su padre. Henry tragó saliva, y Will se dio cuenta de que el hombre estaba recordándolo todo de golpe.

– Creí que me estaba dando un ataque al corazón -dijo.

Judith bajó el tono, como si quisiera confiarles un secreto sin que Henry, que estaba justo a su lado, se enterara.

– Henry padece del corazón.

– Nada grave -aclaró él-. El dichoso airbag me saltó al pecho. Dispositivo de seguridad, dicen; ese invento del demonio casi me mata.

– Señor Coldfield, ¿vio usted a la mujer en la carretera? -le preguntó Faith.

Henry asintió.

– Pero es lo que dice Judith, ya era demasiado tarde para frenar. No iba deprisa. Iba dentro del límite de velocidad. Vi algo… pensé que era un ciervo, como ha dicho. Pisé el freno a fondo. Apareció de repente, no sé de dónde salió, de dónde demonios salió. No me di cuenta de que era una mujer hasta que me bajé del coche y la vi allí tirada. Un horror. Un auténtico horror.