– ¿Nena?
Ella abrió la bolsa nueva de una sacudida.
– Estoy cansada, de mal humor y parece que no te enteras de que no voy a darte ningún titular.
– No quiero un titular. -El tono de Sam había cambiado. Faith alzó la vista para mirarle, sorprendida al ver una sonrisa bailando en sus labios-. Estás…
Se le vinieron a la cabeza muchas formas de terminar la frase: hinchada, sudorosa, como una ballena.
– Preciosa -dijo Sam para sorpresa de ambos. Nunca había sido muy proclive al halago, y desde luego Faith no estaba acostumbrada a escucharlos.
Salió de detrás del mostrador y se acercó a ella.
– Te veo distinta -dijo tocándole el brazo. La rugosidad de su palma hizo que una oleada de calor y de deseo recorriera todo el cuerpo de ella-. No sé, pareces tan…
Estaba muy cerca y miraba fijamente sus labios, como si quisiera besarlos.
– Oh -exclamó Faith-. No, Sam.
Se apartó bruscamente. Ya le había pasado con su primer embarazo: a los hombres les daba por tirarle los tejos, por decirle que estaba preciosa, aunque tuviera la barriga tan grande que no podía ni atarse los cordones de los zapatos. Debían de ser las hormonas, las feromonas, o algo así. Con catorce le daba un poco de grima, pero ahora, con treinta y tres, simplemente le molestaba.
– Estoy embarazada.
Sus palabras quedaron flotando entre los dos como un globo de plomo. Faith cayó en la cuenta entonces de que era la primera vez que las pronunciaba en alto.
Sam intentó quitarle hierro al asunto haciendo una broma.
– Vaya, y ni siquiera he tenido que quitarme los pantalones.
– Lo digo en serio. Estoy embarazada.
– ¿Y eso…? -A Sam parecía costarle encontrar las palabras-. ¿El padre?
Faith pensó en Víctor; aún tenía calcetines suyos en el cubo de la ropa sucia.
– No lo sabe.
– Deberías decírselo. Tiene derecho a saberlo.
– ¿Desde cuándo eres el más indicado para decidir lo que es moral o inmoral en una relación?
– Desde que mi mujer se sometió a un aborto sin decirme nada. -Sam se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros. Levantó los suyos-. Gretchen pensaba que no estaba preparado. Probablemente tenía razón, pero aún así…
Faith se mordió la lengua. Pues claro que Gretchen tenía razón: hasta un dingo le habría sido de más ayuda para criar a un hijo.
– ¿Fue mientras salías conmigo?
– Después -respondió Sam bajando la vista. Apretó el brazo de Faith y recorrió con los dedos el cuello de su blusa-. Todavía no había tocado fondo.
– No estabas en situación de tomar una decisión responsable.
– Todavía estamos intentando entender lo que pasó.
– ¿Por eso estás aquí?
Sam la besó apasionadamente. Faith sintió la aspereza de su barba y el sabor de la canela del chicle que había estado mascando. La subió encima del mostrador y sus lenguas se entrelazaron. A Faith no le desagradó, y cuando las manos de Sam se deslizaron por sus muslos y le subieron la falda no se resistió. De hecho le ayudó, aunque probablemente no debería haberlo hecho, porque eso precipitó el final de manera innecesaria.
– Perdona -se disculpó Sam meneando la cabeza y casi sin aliento-. No pretendía… Yo solo…
A Faith le daba igual. Pese a que con los años había logrado quitárselo de la cabeza, por lo visto su cuerpo recordaba cada centímetro del de Sam. Era tan condenadamente agradable volver a estar en sus brazos, volver a sentir la cercanía de alguien que lo sabía todo de su familia, de su trabajo y de su pasado… incluso aunque ese cuerpo no le sirviera de mucho ahora mismo.
Faith besó sus labios con mucha ternura.
– No pasa nada.
Sam se apartó. Estaba demasiado avergonzado para darse cuenta de que no importaba.
– Sammy…
– Todavía no le he cogido el tranquillo a esto de estar sobrio.
– No pasa nada -repitió Faith, e intentó besarle de nuevo.
Él se apartó bruscamente, mirando por encima de su hombro para no mirarla a los ojos.
– ¿Quieres que…? -dijo, señalando su entrepierna sin demasiada convicción.
Faith exhaló un profundo suspiro. ¿Por qué todos los hombres de su vida la decepcionaban siempre? Dios sabía que sus expectativas no eran muy altas.
Sam miró su reloj.
– Gretchen debe de estar esperándome. Últimamente estoy trabajando hasta tarde.
Faith se rindió y apoyó la cabeza en el armario que tenía detrás. Pero aún podía sacar partido de aquella situación.
– ¿Te importa llevarte la basura al salir?
Capítulo doce
– Maldita sea -murmuró Pauline, e inmediatamente se preguntó por qué no lo gritaba a voz en cuello-. ¡Joder! -aulló, con todas sus fuerzas.
Agitó las manos, sujetas con esposas, y tiró con fuerza, pese a que sabía que no le serviría de nada. Era como si la hubieran metido en la cárceclass="underline" las esposas estaban fuertemente atadas a un cinturón de cuero, de modo que aunque lograra doblar su cuerpo hasta hacerlo una bola no podía ni tocarse la barbilla con la punta de los dedos. Tenía los pies encadenados y los gruesos eslabones tintineaban a cada paso que daba. Había practicado tanto el yoga que podía ponerse los pies detrás de la cabeza pero ¿de qué le servía? ¿Para qué demonios servía la postura del arado cuando era tu vida lo que estaba en juego?
La venda que le cubría los ojos solo empeoraba las cosas, aunque había logrado desplazarla un poco frotando su cara contra los bloques de cemento situados a lo largo de una de las paredes. Estaba muy apretada. Milímetro a milímetro, había conseguido aflojarla, aunque para ello había tenido que despellejarse media cara. La habitación estaba a oscuras, pero Pauline sentía que había avanzado algo, que estaría preparada cuando la puerta se abriera y pudiera ver algo de luz por debajo de la venda.
Pero de momento, todo estaba a oscuras. Oscuridad era todo cuanto podía ver. No había ventanas, ni luz, ni nada que pudiera servirle para medir el paso del tiempo. Pensándolo bien, aunque no podía verlo, bien podía ser que alguien la estuviera vigilando, o grabándola, o peor aún, que se estuviera volviendo loca. Qué demonios, ya estaba empezando. Estaba empapada en sudor. Las gotas brotaban de su cuero cabelludo y le hacían cosquillas al deslizarse por la nariz. Resultaba enloquecedor, y la maldita oscuridad lo hacía aún más difícil.
A Felix le gustaba la oscuridad. Le encantaba que se metiera en la cama con él y le contara cuentos. Le gustaba esconderse entre las sábanas y taparse la cabeza con la manta. Quizá le había mimado demasiado cuando era más pequeño. Nunca le permitía irse a donde ella no pudiera verlo. Le daba miedo que alguien lo secuestrara, que alguien se diera cuenta de que en realidad ella no debería ser madre, de que no estaba capacitada para amar a un niño de la forma en que necesita ser amado. Pero lo quería: adoraba a su hijo. Lo quería tanto que pensar en él era lo único que le impedía hacerse una bola, enrollarse las cadenas alrededor del cuello y suicidarse.
– ¡Socorro! -gritó, sabiendo que no serviría de nada. Si alguien pudiera oírla la habrían amordazado.
Unas horas antes había recorrido la habitación y calculado que debía de medir unos seis metros de largo por un poco más de cuatro. Una de las paredes estaba hecha de bloques de cemento, las demás de yeso, y había también una puerta metálica que estaba cerrada por fuera. En un rincón había un colchón de vinilo y un cubo con tapa para hacer sus necesidades. El cemento estaba frío bajo sus pies desnudos. Se oía un zumbido que venía de la habitación de al lado: un calentador de agua, algo mecánico. Estaba en un sótano, bajo tierra, y eso le hacía sentir pavor. Odiaba estar bajo tierra. Ni siquiera dejaba el coche en el garaje cuando iba a la oficina, hasta ese punto lo detestaba.