Las pruebas físicas eran igualmente endebles. Las bolsas de basura que encontraron dentro del cuerpo de las víctimas eran comunes y corrientes, como las que se pueden comprar en cualquier tienda. A los objetos encontrados en la cueva, desde la batería de barco hasta los instrumentos de tortura, tampoco podían seguirles la pista. Había muchas huellas y fluidos que podían compararse con sus bases de datos, pero no había saltado ninguna coincidencia. Los depredadores sexuales eran muy astutos e imaginativos. Casi el ochenta por ciento de los crímenes que se resolvían gracias al ADN eran principalmente robos, no asesinatos. Un cristal roto, un cuchillo de cocina manejado con torpeza, una barra de cacao que se caía de un bolsillo; todo ello conducía directamente al ladrón, que por lo general ya tenía una larga lista de antecedentes. Pero en una violación a manos de un extraño, donde la víctima no había tenido contacto previo con el asaltante, era como buscar una aguja en un pajar.
Betty se detuvo para olisquear unas hierbas junto al lago. Will alzó la vista y vio a una corredora que se dirigía hacia ellos. Llevaba mallas negras, una chaqueta de color verde fluorescente y el cabello recogido bajo una gorra qa juego. Iba flanqueada por dos galgos grises que llevaban la cabeza erguida y el rabo tieso; unos perros muy bonitos, elegantes, fuertes y con las patas largas. Exactamente igual que su dueña.
– Mierda -murmuró Will cogiendo a Betty en brazos y escondiéndola a su espalda.
Sara Linton se detuvo a unos metros de distancia y los perros se pararon también como comandos bien adiestrados. Will solo había podido enseñar a Betty a comer.
– Hola -dijo Sara visiblemente sorprendida. Al ver que no respondía, preguntó-: Eres Will, ¿no?
– Hola -dijo él mientras Betty le lamía la palma de la mano.
Sara se quedó mirándole.
– ¿Es un chihuahua eso que tienes ahí detrás?
– No, es que me alegro de verte.
Un poco confusa, Sara le sonrió; él, algo reticente, le mostró a Betty.
Los perros se saludaron y se olisquearon mutuamente, y Will se preparó para oír la pregunta habitual.
– ¿Es de tu mujer?
– Sí -mintió-. ¿Vives por aquí?
– En Milk Lofts, pasada la avenida Norte.
Vivía a menos de dos manzanas de su casa.
– No te pega vivir en un loft.
Sara se quedó algo confundida de nuevo.
– ¿Y qué me pega?
Will nunca había sido muy ducho en el arte de la conversación, y desde luego no sabía cómo expresar lo que, según él, le iba bien a Sara Linton; no sin quedar como un idiota, al menos.
Se encogió de hombros y dejó a Betty en el suelo. Los perros de Sara se alborotaron un poco y ella chasqueó la lengua una sola vez para llamarles al orden.
– Será mejor que me vaya -dijo Will-. He quedado con Faith en la cafetería al otro lado del parque.
– ¿Te importa si te acompaño?
– preguntó sin esperar respuesta. Los perros se levantaron y Will cogió a Betty para ir más deprisa. Sara era alta, casi tan alta como él. Intentó calcularlo sin que se notara demasiado. Angie casi podía apoyar la barbilla en su hombro si se ponía de puntillas, y Sara podría hacerlo sin demasiado esfuerzo. Podría acercarle la boca a la oreja si quisiera hacerlo.
– He estado pensando en lo de las bolsas de basura -dijo ella mientras se quitaba la gorra y se apretaba la coleta.
Will la miró de soslayo.
– ¿Y has llegado a alguna conclusión?
– Es un mensaje muy potente.
A Will no se le había ocurrido que pudieran ser un mensaje; más bien un horror.
– Cree que sus víctimas son basura.
– Y lo que les hace: privarlas de sus sentidos. -Will la miró de nuevo-. Quedaos ciegas, sordas y mudas ante la maldad.
Will asintió, preguntándose por qué no se le habría ocurrido mirarlo de esa manera.
– Me he estado preguntando si podría haber un cierto componente religioso en todo esto. En realidad fue algo que dijo Faith la primera noche lo que me llevó a planteármelo. Dios le quitó a Adán una costilla para crear a Eva.
– Vesalius -murmuró Will.
Sara se echó a reír sorprendida.
– No había vuelto a oír ese nombre desde mi primer año en la facultad de medicina.
Will se encogió de hombros, agradeciéndole mentalmente a Dios el haberse tropezado con la semana de los grandes hombres de la ciencia en el canal de historia. Andreas Vesalius era un anatomista que, entre otras cosas, demostró que los hombres y las mujeres tenían el mismo número de costillas; el Vaticano estuvo a punto de meterlo en prisión por su descubrimiento.
– Pero también está el número once -continuó Sara-: once bolsas de basura, la undécima costilla. Tiene que tener alguna relación.
Will se paró.
– ¿Qué?
– Las mujeres. Las dos tenían once bolsas de basura en el interior de su cuerpo. Y la costilla que le arrancaron a Anna fue la número once.
– ¿Crees que el asesino está obsesionado con el número once?
Sara echó a andar y Will caminó a su lado.
– Si piensas en cómo se manifiestan las conductas compulsivas, como el abuso de sustancias, los desórdenes alimenticios, los trastornos obsesivo-compulsivos en los que un individuo siente la necesidad de comprobar las cosas una y otra vez (si ha dejado la puerta bien cerrada, el horno o la plancha apagados) entonces tiene sentido que un asesino en serie, alguien que siente la necesidad de matar, siga una determinada pauta o, como en este caso, un número específico que tiene un significado para él. Por eso el FBI tiene una base de datos, para poder comparar los métodos y buscar pautas. Quizá podríais buscar algún hecho significativo que esté relacionado con el número once.
»Ni siquiera estoy segura de si se puede hacer una búsqueda con ese criterio. Lo que se registra en esa base está más relacionado con objetos: cuchillos, navajas, etc. Tiene que ver con lo que hacen, no con cuántas veces lo hacen, a menos que sea algo muy ostensible.
»Deberíais consultar la Biblia. Averiguar si el número once tiene algún significado religioso, de ese modo quizá podríais descubrir cuál es el móvil del asesino. -Sara se encogió de hombros, como si hubiera concluido su exposición, pero añadió-: El próximo es Domingo de Pascua. Eso también podría formar parte de la pauta.
– Once apóstoles -dijo Will.
Ella le miró con extrañeza.
– Tienes razón. Judas traicionó a Jesús, de modo que solo quedaron once apóstoles. Luego hubo uno que vino a reemplazarlo… ¿Dídimo? No me acuerdo. Seguro que mi madre lo sabe. -Sara se encogió de hombros otra vez-. A lo mejor no es más que una pérdida de tiempo.
Will creía firmemente en que las coincidencias eran, por lo general, pistas.
– Es una posibilidad que podemos explorar.
– ¿Qué hay de la madre de Felix?
– De momento no es más que un caso de desaparición.
– ¿Habéis localizado al hermano?
– La policía de Atlanta lo está buscando.
Will no quería revelarle muchos más datos. Sara trabajaba en el Grady y la policía andaba todo el día entrando y saliendo de urgencias con sospechosos y testigos.
– Ni siquiera estamos seguros de que tenga algo que ver con nuestro caso -añadió.
– Por el bien de Felix espero que no. No puedo siquiera imaginar lo que debe de ser verse abandonado de esa manera, atrapado en uno de esos espantosos hogares del estado.