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– ¿Ha tenido problemas con los niveles de azúcar alguna vez? ¿Hay antecedentes de diabetes en su familia?

– No y no, que yo sepa.

El glucosómetro emitió un pitido y acto seguido apareció en la pantalla el 152.

Mary silbó, sorprendida de lo mucho que se había acercado. En una ocasión, Sara le había preguntado por qué no estudió medicina, a lo que le respondió que las enfermeras eran las que realmente sabían de medicina.

– Tiene usted diabetes -le dijo Sara a Faith.

Mary vaciló un momento antes de preguntar:

– ¿Qué?

– Yo diría que seguramente hace ya un tiempo que es usted prediabética. Tiene el colesterol y los triglicéridos muy altos. Y la tensión también está un poco alta. El embarazo y esos kilos que ha cogido de repente (cinco kilos es mucho para nueve semanas de embarazo), sumados a los malos hábitos dietéticos, han sido la gota que ha colmado el vaso.

– Pero en mi primer embarazo todo fue perfectamente.

– Entonces era usted muy joven. -Sara le dio una gasa para detener la sangre-. Quiero que vaya a ver a su médico mañana a primera hora. Tenemos que asegurarnos de no pasar por alto ninguna otra cosa. Mientras tanto, procure controlar sus niveles de azúcar. De lo contrario, desmayarse en un aparcamiento no es lo peor que le podría suceder.

– ¿Y no será simplemente…? Últimamente no estoy comiendo como Dios manda, en eso tiene razón, y…

Sara cortó en seco sus divagaciones.

– Cualquier cifra por encima de 140 se considera síntoma indiscutible de diabetes. De hecho, en el primer análisis la cifra no era tan alta.

Faith se tomó un tiempo para asimilar la información.

– ¿Y es crónica?

Era un endocrino quien debía responder a esa pregunta.

– Tendrá que hablar con su médico para que le siga haciendo pruebas.

No obstante, en su opinión, y según su experiencia, el pronóstico de Faith no era muy alentador. Siempre podía ser gestacional, pero no le parecía el caso.

Sara miró su reloj.

– Yo la dejaría esta noche en observación, pero para cuando terminemos de hacer el ingreso y de buscarle una habitación, su médico ya estará pasando consulta. De todos modos, algo me dice que usted no quiere quedarse aquí. -Había pasado suficiente tiempo entre policías como para saber que, a la menor oportunidad, Faith saldría pitando del hospital. Continuó hablando-: Tiene que prometerme que llamará a su médico a primera hora… y a primera hora quiere decir exactamente eso. Una de nuestras enfermeras le enseñará cómo utilizar el glucosómetro y cuándo debe usted inyectarse, pero mañana mismo tiene que ver a su médico.

– ¿Tendré que pincharme yo misma? -preguntó, bastante alarmada.

– La medicación oral está contraindicada durante el embarazo. Precisamente por eso debe usted ver a su doctor cuanto antes. Hay mucho de ensayo y error en esto. Su peso y sus niveles hormonales sufrirán cambios a lo largo del embarazo. Su médico será su mejor amigo durante los próximos ocho meses, al menos.

Faith parecía avergonzada.

– La verdad es que no tengo médico de cabecera.

Sara sacó su cuadernillo de recetas y escribió el nombre de la doctora con la que había hecho las prácticas.

– Delia Wallace pasa consulta en las afueras de Emory. Tiene una doble especialidad en ginecología y endocrinología. La llamaré esta noche para que le hagan un hueco mañana.

Faith no parecía muy convencida.

– ¿Cómo es posible que me haya pasado esto así, de repente? Sé que he cogido algunos kilos, pero no estoy gorda.

– No es necesario que esté gorda -le explicó Sara-. Ahora es usted mayor. El embarazo afecta a su sistema hormonal y a su capacidad para producir insulina. Además, últimamente no ha comido usted bien. Todos estos factores han precipitado la aparición de la enfermedad.

– Es por culpa de Will -masculló Sara-. Come como si tuviera doce años. Donuts, pizza, hamburguesas. Siempre que para en una gasolinera tiene que comprar unos nachos o un perrito caliente.

Sara volvió a sentarse en el borde de la cama.

– Faith, esto no es el fin del mundo. Está usted en buena forma. Y tiene un buen seguro médico. Se las arreglará perfectamente.

– Pero ¿y si…? -Faith se puso pálida y bajó la mirada-. ¿Y si no estuviera embarazada?

– No estamos hablando de una diabetes gestacional, sino de una diabetes en toda regla, de tipo dos. Un aborto no haría que desapareciera como por arte de magia. Mire, probablemente hace tiempo que empezó a desarrollarla; el embarazo simplemente ha hecho que se le declare antes. Al principio será todo un poco más complicado, pero nada más.

– Yo solo… -Faith no parecía capaz de terminar una sola frase.

Sara le dio unos golpecitos en la mano y se puso en pie.

– La doctora Wallace es una excelente profesional. Y sé que trabaja con el seguro médico municipal.

– Estatal -la corrigió Faith-. Pertenezco al DIG.

Sara imaginó que el seguro del Departamento de Investigación de Georgia sería muy parecido, pero aceptó la corrección. Era evidente que a Faith le estaba costando asimilar la noticia, y ella no se lo había puesto precisamente fácil. Pero lo hecho, hecho está. Le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:

– Mary le pondrá una inyección. Se sentirá usted mejor enseguida. -Se dispuso a marcharse, no sin antes recordarle-: Hablaba en serio con lo de la doctora Wallace. Quiero que llame a su consulta mañana a primera hora, y tiene que dejar de alimentarse a base de bollitos pringosos. Una dieta baja en hidratos, sin grasas, y cinco comidas sanas al día, ¿estamos?

Faith asintió, un poco aturdida aún, y Sara salió de la habitación sintiéndose como una bruja. Sin duda, en los últimos años había perdido la costumbre de tratar a los pacientes, pero esta vez había sido especialmente torpe. ¿No era precisamente el anonimato lo que la había llevado a aceptar ese puesto en el Grady? Excepto por algunos vagabundos y prostitutas, raras veces veía al mismo enfermo dos veces. Eso era lo que realmente le atraía de aquel trabajo, que no tenía ocasión de involucrarse personalmente con los pacientes. En ese punto de su vida no quería establecer vínculos con nadie. Cada caso era una oportunidad para empezar de nuevo. Si tenía suerte -y si Faith se cuidaba un poco-, probablemente nunca volvería a verla.

En lugar de ir hacia la sala de médicos para terminar sus informes, Sara pasó por el puesto de enfermeras, atravesó la puerta de doble hoja, la sala de espera abarrotada de gente y, por fin, salió a la calle.

Había un par de terapeutas cardiorrespiratorios fumando un cigarrillo junto a la salida, así que Sara siguió caminando hacia la parte trasera del edificio. Se sentía culpable por no haber sabido comunicarle la noticia a Faith Mitchell como es debido, y buscó el número de Delia Wallace en su móvil antes de que se le olvidara. Dejó un mensaje en el contestador exponiéndole brevemente el caso de Faith y, al colgar, se sintió más tranquila.

Se había encontrado con Delia Wallace hacía un par de meses, cuando vino a visitar a uno de sus pacientes ricos, ingresado en el Grady tras un grave accidente de tráfico. Delia y Sara se habían graduado juntas en la facultad de medicina de Emory, y fueron las únicas mujeres incluidas en el cinco por ciento de los estudiantes que obtuvieron las mejores calificaciones. En aquella época existía una ley no escrita según la cual las mujeres que terminaban medicina solo tenían dos opciones: ginecología o pediatría. Delia se había inclinado por la primera, Sara por la segunda. A ambas les faltaba un año para cumplir los cuarenta. Delia parecía tenerlo todo; Sara la sensación de que no tenía nada.

La mayoría de los médicos -incluida Sara- eran arrogantes en mayor o menor medida, pero Delia siempre había sabido venderse muy bien. Mientras tomaban café en la sala común, Delia la había puesto al corriente de su vida: tenía una próspera consulta con dos despachos, un marido bróker y tres niños que sobresalían en casi todo. Le había enseñado a Sara algunas fotos, y parecían la familia perfecta, como sacados de un catálogo de Ralph Lauren.