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– Es una abreviatura de Amanda.

Will asintió con aire pensativo, y Faith se preguntó si también tenía problemas con las abreviaturas de los nombres. Tenía sentido: había que saber cómo se escribía un nombre para poder abreviarlo.

– ¿Sabías que el dieciséis por ciento de los asesinos en serie que conocemos eran adoptados?

Ella arrugó el ceño.

– Eso no puede ser verdad.

– Joel Rifkin, Kenneth Bianchi, David Berkowitz. Y a Ted Bundy lo adoptó su padrastro.

– ¿Y cómo es que de repente te has convertido en un experto en asesinos en serie?

– El Canal Historia -respondió Will-. Es muy útil, confía en mí.

– ¿De dónde sacas tiempo para ver tanta televisión?

– No tengo lo que se dice una agitada vida social.

Faith volvió a mirar por la ventana, pensando en el encuentro que había tenido Will esa mañana con Sara Linton. De lo que había leído en el informe sobre Jeffrey Tolliver, Faith había deducido que era un policía diametralmente opuesto a Wilclass="underline" muy físico, con iniciativa, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para resolver un caso. No es que su compañero no fuera también un policía tenaz, pero era más de quedarse mirando al sospechoso hasta que confesaba que de sacarle la confesión a golpes. Su instinto le decía que Will no era el tipo de Sara Linton, y esa era la razón de que hubiera sentido lástima por él esa mañana, viendo lo nervioso que lo ponía la doctora. Él también debía de estar pensando en lo de esa mañana, porque de repente le dijo:

– No sé qué número es el de su apartamento.

– ¿Te refieres a Sara?

– Vive en los Milk Lofts, en Berkshire.

– Imagino que a la entrada habrá un di… -Faith se interrumpió-. Puedo apuntarte su apellido para que lo mires en el directorio. No creo que haya muchos vecinos.

Will se encogió de hombros, algo avergonzado.

– También podemos mirarlo en Internet.

– No creo que aparezca su dirección.

La puerta se abrió y apareció la secretaria rubia de bote. Detrás de ella había un hombre exageradamente alto, exageradamente bronceado y exageradamente guapo vestido con el traje más bonito que Faith había visto en su vida.

– Morgan Hollister -se presentó, tendiéndoles la mano mientras cruzaba el vestíbulo-. Siento haberles hecho esperar tanto tiempo. Estaba en medio de una videoconferencia con un cliente de Nueva York. Este asunto de Pauline ha sido como un jarro de agua fría, como se suele decir.

Faith no sabía muy bien quién solía decir eso, pero le perdonó y le estrechó la mano. Era a un tiempo el hombre más atractivo y más gay que había conocido en mucho tiempo. Y teniendo en cuenta que estaban en Atlanta, la capital gay del Sur, eso era mucho decir.

– Soy el agente Trent y ella es la agente Mitchell -dijo Will, ignorando el vivo interés que su persona parecía despertar en Morgan Hollister.

– ¿Va usted al gimnasio?

– Entreno con mancuernas, más que nada. Y de vez en cuando utilizo el banco de pesas.

Morgan le dio un cachete en el brazo.

– Puro acero.

– Le agradezco que nos permita echar un vistazo a las cosas de Pauline -dijo Will, aunque Morgan aún no les había dado permiso para nada-. Sé que la policía de Atlanta ya ha estado por aquí. Espero no causarle mucha molestia.

– De ningún modo. -Morgan puso su mano en el hombro de Will mientras le conducía hacia la puerta-. Estamos destrozados por lo de Pauline. Era una chica estupenda.

– Corre el rumor de que no resultaba fácil trabajar con ella.

Morgan se rio, lo que Faith entendió como un «como todas las mujeres». Le alegraba comprobar que el machismo también calaba hondo entre la comunidad gay.

– ¿Le suena de algo el nombre de Jacquelyn Zabel? -le preguntó Will.

Morgan negó con la cabeza.

– Conozco a todos nuestros clientes. Estoy casi seguro de que lo recordaría, pero puedo mirarlo en el ordenador. -Adoptando una expresión de tristeza, añadió-: Pobre Paulie. Ha sido un shock tremendo para nosotros.

– Le hemos buscado a Felix un acomodo temporal -le comunicó Will.

– ¿Felix? -Morgan parecía algo confuso, pero enseguida cayó-. Ah, sí, el pequeñín. Seguro que estará bien, es un campeón.

Morgan los llevó por un pasillo muy largo. A su derecha estaban los cubículos con las mesas de los empleados, con ventanas al fondo que daban a la interestatal. Las mesas estaban llenas de muestras de tela y bocetos. Faith miró una serie de fotocopias de planos extendidas sobre la mesa de reuniones y sintió una oleada de nostalgia.

De niña quería ser arquitecta, un sueño al que tuvo que renunciar con catorce años cuando la expulsaron del colegio por estar embarazada. Ahora las cosas eran muy distintas, pero en aquella época lo que se esperaba de una adolescente embarazada era que desapareciera del mapa, nadie volvía a mencionar su nombre salvo en relación con el chico que se la había tirado, y en ese caso se referían a ella como «ese putón que estuvo a punto de arruinarle la vida quedándose preñada».

Morgan se detuvo frente a la puerta cerrada de uno de los despachos. Tenía un letrero con el nombre de Pauline McGhee. Sacó una llave.

– ¿El despacho se cierra siempre con llave? -le preguntó Will.

– Pauline solía hacerlo, sí. Una de sus manías.

– ¿Tenía muchas manías?

– Le gustaba hacer las cosas a su manera -respondió Morgan, encogiéndose de hombros-. Yo la dejaba a su aire. Se le daba bien el papeleo y sabía mantener a raya a los de las subcontratas.

– Dejó de sonreír-. Aunque acabó metiéndome en un lío. Metió la pata con un pedido muy importante y su error le costó al estudio mucho dinero. De hecho, no estoy muy seguro de que siguiera trabajando aquí si no hubiera sucedido esto.

Si Will se preguntaba por qué Morgan hablaba de Pauline en pasado, no expresó sus dudas en voz alta. Se limitó a poner la mano para coger la llave.

– Cerraremos con llave al salir.

Morgan vaciló un momento. Obviamente había dado por supuesto que estaría presente mientras registraban el despacho.

– Se la devolveré cuando hayamos terminado, ¿de acuerdo? -dijo Will y le dio un cachete en el brazo-. Gracias.

Le dio la espalda y entró en el despacho. Faith entró detrás de él y cerró la puerta tras de sí.

– ¿No te molesta? -preguntó.

– ¿Morgan? -Will se encogió de hombros-. Sabe que no me interesa.

– Pero aun así…

– En el orfanato había muchos chavales gays. La mayoría eran infinitamente más agradables que los heteros.

No podía imaginar siquiera que un padre pudiera deshacerse de su propio hijo por ninguna razón, y mucho menos por esa en particular.

– Qué barbaridad.

Era evidente que Will no tenía ganas de hablar del asunto. Echó un vistazo al despacho y dijo:

– Yo diría que es bastante austero.

Faith estaba de acuerdo con él. Parecía como si hubiera estado siempre desocupado. No había ni una sola nota sobre su escritorio. Las bandejas de entrada y salida estaban vacías. Los libros de diseño que había en las estanterías estaban colocados por orden alfabético, con los lomos perfectamente alineados. Las revistas estaban como nuevas y perfectamente ordenadas en cajas de colores. Hasta el monitor parecía estar colocado en un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados con la esquina del escritorio. El único objeto personal que se veía por allí era una foto de Felix en los columpios.

– «Es un campeón» -dijo Will, burlándose de la expresión que había utilizado Morgan para referirse al hijo de Pauline-. Hablé con la trabajadora social anoche. Felix no lo lleva nada bien.

– ¿En qué sentido?

– Se pasa el día llorando. No quiere comer.

Faith contempló la fotografía, la alegría en los ojos del niño sonriendo a su madre. Pensó en Jeremy cuando tenía esa misma edad, tan bonito que le daban ganas de comérselo como si fuera un caramelo. Ella acababa de graduarse en la academia de policía y se trasladaron a un apartamento barato más allá de Monroe Drive; la primera vez que vivían lejos de Evelyn. Sus vidas se habían entrelazado de un modo que Faith jamás habría imaginado que fuera posible. Jeremy formaba parte de ella hasta tal punto que apenas podía soportar tener que dejarle en la guardería. Por la noche se ponía a colorear mientras ella redactaba sus informes en la mesa de la cocina. Le cantaba con esa vocecita chillona mientras ella le preparaba la cena y el almuerzo para el día siguiente. A veces se metía en su cama y se acurrucaba bajo su brazo como un gatito. Nunca se había sentido tan importante ni tan necesitada; ni antes, ni mucho menos después.