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– ¿Qué más tenemos? -preguntó-. Estamos esperando a que lleguen los resultados del ADN de Jacquelyn Zabel, a ver qué dicen los informáticos del portátil de Zabel y del ordenador del despacho de Pauline y a ver si encuentran más pruebas forenses en la casa de al lado de Olivia.

Will oyó un zumbido y Faith sacó su BlackBerry. Siguió manejando el volante con una sola mano mientras leía el mensaje.

– Es el registro de llamadas de Olivia Tanner. El mismo número cada mañana a eso de las siete. Es un número de Houston, Texas.

– Las siete de aquí son las seis en Houston -dijo Will-. ¿Es el único número al que llamaba?

Faith asintió.

– Desde hace meses. Probablemente usaba más el móvil. -Volvió a guardar la BlackBerry en el bolsillo-. Amanda está intentando conseguir una orden para el banco. Han tenido la deferencia de mirar en sus bases de datos a ver si aparecían los nombres de las demás víctimas y no han encontrado nada, pero no nos van a permitir que toquemos el ordenador, el teléfono ni el correo electrónico de Olivia así como así. Por no sé qué de la legislación bancaria federal. Tenemos que entrar en ese chat.

– Yo creo que si formaba parte de algún grupo en Internet tendría que poder acceder desde casa.

– Su hermano dice que está todo el día en la oficina.

– Quizá se conocían en persona. Como en Alcohólicos Anónimos o en un grupo de costura.

– Hombre, no es la clase de anuncio que puedas poner en un tablero. «¿Disfrutas matándote de hambre? ¡Únete a nosotras!»

– ¿Y de qué podían conocerse entonces?

– Jackie es agente inmobiliaria, Olivia trabaja en un banco que no concede hipotecas, Pauline es diseñadora de interiores y Anna se dedicará a lo que se dedique, que sin duda estará igualmente bien pagada. -Faith exhaló un profundo suspiro-. Tiene que ser el chat, Will. ¿De qué otro modo pudieron conocerse?

– ¿Y por qué tendrían que conocerse? -replicó Will-. Al único que por fuerza tienen que conocer es al secuestrador. ¿Quién podría relacionarse con mujeres que trabajan en campos tan diferentes?

– Un conserje, el técnico que instala el cable, un basurero, un exterminador…

– Amanda ya se ha encargado de comprobar todo eso. Si hubiera alguna conexión a estas alturas ya lo sabríamos.

– Perdóname si no soy muy optimista. Han tenido dos días y ni siquiera han sido capaces de encontrar a Jake Berman.

Faith giró el volante y se metió por la avenida North. Dos coches de la policía de Atlanta bloqueaban el acceso a la escena del crimen. Vieron a Leo agitando las manos frenéticamente mientras le gritaba a un pobre chaval de uniforme.

El móvil de Faith volvió a sonar y se lo echó al bolso antes de bajarse del coche.

– Ahora mismo Leo no me puede ni ver. Quizá sería mejor que hablaras tú.

Will coincidió en que era lo mejor, sobre todo porque en ese momento parecía estar algo más que furioso. Seguía gritándole al policía cuando se acercaron a él. Una de cada dos palabras que pronunciaba era «joder» y tenía la cara tan congestionada que Will se preguntó si no estaría sufriendo un ataque al corazón.

Un helicóptero sobrevolaba la zona, lo que los agentes locales llamaban un «pájaro del gueto». Volaba tan bajo que a Will le palpitaban los tímpanos. Leo esperó a que se marchara antes de preguntarles:

– ¿Qué coño hacéis vosotros aquí?

– Olivia Tanner, la mujer desaparecida de la que nos hablaste -le dijo Will-. Encontramos puntos de una Taser en la escena del crimen que nos han llevado hasta un cartucho adquirido por Pauline Seward.

– Joder -murmuró Leo.

– También encontramos una prueba en el despacho de Pauline McGhee que la relaciona con la cueva.

La curiosidad de Leo pudo más que el enfado.

– ¿Creéis que Pauline es la persona que buscáis?

Will ni siquiera se había planteado esa posibilidad.

– No, creemos que la secuestró el mismo hombre que secuestró a las demás. Tenemos que averiguar todo lo que podamos…

– No hay mucho que contar -le interrumpió Leo-. He hablado con la policía de Michigan esta mañana. Me lo estaba guardando porque tu compañera últimamente es como un puto rayito de sol.

Faith abrió la boca, pero Will alzó la mano para detenerla.

– ¿Qué has averiguado?

– Hablé con un veterano que atiende a los denunciantes. Se llama Dick Winters. Lleva treinta años en el oficio y le ponen a contestar teléfonos. ¿Te lo puedes creer?

– ¿Se acordaba de Pauline?

– Sí, se acordaba. Era una chica muy guapa. Me dio la impresión de que al viejo le ponía.

A Will no le interesaban en absoluto los devaneos de un carcamal con una jovencita.

– ¿Qué pasó?

– La pilló un par de veces por pequeños hurtos, bebía demasiado y se iba de la lengua. No llegó a detenerla nunca, se limitaba a llevarla de vuelta a su casa y a echarle un sermón. Era menor de edad, pero cuando cumplió los diecisiete empezó a ser difícil hacer la vista gorda. El propietario de una tienda se puso legalista y presentó cargos por hurto. Entonces el viejo policía fue a visitar a la familia para echarles una mano, y se dio cuenta de que algo no iba bien, de modo que se guardó la polla en los pantalones y se puso a hacer su trabajo. La chica tenía problemas en el colegio, y también en casa. Le dijo al policía que estaban abusando de ella.

– ¿Llamó a los de servicios sociales?

– Sí, pero la pequeña Pauline desapareció antes de que pudieran hablar con ella.

– ¿Recordaba los nombres de los padres? ¿Algo?

Leo negó con la cabeza.

– Nada. Solo Pauline Seward. -Chasqueó los dedos-. Sí dijo algo de un hermano que no estaba muy bien de la cabeza, ya sabéis lo que quiero decir. Un tío algo rarito, vamos.

– ¿Raro en qué sentido?

– Pues eso: raro. Ya sabéis, un tío de esos que te dan mal rollo.

Will tuvo que preguntar de nuevo.

– ¿Pero el policía no recuerda su nombre?

– El expediente está sellado porque la chica era menor. Y el tribunal de menores no nos va a dar facilidades. Vais a necesitar una orden judicial para que los de Michigan puedan desbloquearlo. Han pasado veinte años. El viejo me ha dicho que hubo un incendio o no sé qué en el archivo hace diez. A lo mejor ni siquiera existe ya el expediente.

– ¿Hace veinte años exactamente? -le preguntó Faith.

Leo la miró de reojo.

– Hará veinte años en Pascua.

Will quería dejar esto claro.

– ¿Este domingo, el Domingo de Pascua, hará exactamente veinte años que desapareció Pauline McGhee, o Seward?

– No -dijo Leo-. Hace veinte años la Pascua cayó en marzo.

– ¿Lo has comprobado? -le preguntó Faith.

Leo se encogió de hombros.

– Siempre es el domingo siguiente a la primera luna llena tras el equinoccio de primavera.

Will tardó unos segundos en darse cuenta de que Leo estaba hablando en su mismo idioma. Era parecido a oír ladrar a un gato.

– ¿Estás seguro?

– ¿De verdad creéis que soy idiota? -preguntó-. No hace falta que respondáis. El viejo estaba seguro. Pauline se largó el veintiséis de marzo, Domingo de Pascua.

Will intentó echar las cuentas pero Faith se le adelantó.

– Hace dos semanas. Eso podría encajar con las fechas en que pudieron secuestrar a Anna, según los cálculos de Sara.

Volvió a sonar su móvil.

– Dios -murmuró mientras miraba la pantalla para ver quién era. Esta vez atendió la llamada-. ¿Qué quieres?

La expresión de Faith fue cambiando paulatinamente: irritación, sorpresa y finalmente incredulidad.

– Oh, Dios mío -exclamó, llevándose la mano al pecho. Will pensó que se trataba de Jeremy, el hijo de Faith-. ¿Cuál es la dirección? -Se quedó boquiabierta- Beeston Place.

– Ahí es donde Angie… -dijo Will.

– Vamos para allá. -Faith cerró el móvil-. Era Sara. Anna se ha despertado. Está hablando.