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La mujer tenía los dientes de color rosado, lo que indicaba que tenía alguna herida abierta en la boca, pero Sara imaginó que se habría mordido la lengua. Su rostro estaba lleno de arañazos, como si le hubieran dado un zarpazo. Pensó que quizá tuviera que intubarla e inmovilizarla, por lo que esta sería su última oportunidad de hablar.

Esa era la razón de que Will Trent no quisiera marcharse. Le había preguntado a la víctima cómo estaba para sentar las bases para una declaración in articulo mortis. La víctima tenía que ser consciente de que se estaba muriendo para que su declaración fuera admitida como prueba ante un tribunal. Incluso ahora, Trent seguía allí, apoyado contra la pared, observándolo todo por si tenía que declarar en el juicio.

– Señora, ¿puede decirme cómo se llama? -le preguntó Sara. Al ver que la mujer movía los labios esperó unos segundos, pero de su boca no salía ningún sonido-. Empecemos con algo más fácil. Dígame solo cuál es su nombre de pila, ¿de acuerdo?

– Aa… Aa…

– ¿Anne?

– Na… Na…

– ¿Anna?

La mujer cerró los ojos y asintió levemente con la cabeza. Su respiración se había acelerado a consecuencia del esfuerzo.

– Y ahora su apellido -la animó Sara.

La mujer no respondió.

– Muy bien, Anna. Lo está haciendo muy bien. Quédese conmigo – dijo Sara mirando a Will Trent, que se lo agradeció con un gesto de la cabeza.

Volvió a centrarse en su paciente; examinó sus pupilas y le palpó el cráneo para ver si había alguna fractura.

– Tiene sangre en los oídos, Anna. Se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. -Cogió una torunda húmeda y limpió la sangre seca de su rostro-. Sé que sigue usted ahí, Anna. Aguante un poco más, quédese conmigo.

Con mucho cuidado, Sara pasó los dedos por el cuello y el hombro y notó que la clavícula se movía. Siguió examinando la parte inferior de los hombros por delante y por detrás, y continuó con las vértebras. La mujer presentaba signos evidentes de desnutrición; sus huesos sobresalían de tal manera que prácticamente se le veía el esqueleto entero. La piel estaba desgarrada, como si le hubieran clavado anzuelos o ganchos y se los hubieran arrancado después. Tenía cortes superficiales por todo el cuerpo, y la larga y profunda incisión en el pecho seguía oliendo a infección; llevaba así varios días.

– La vía ya está lista y le he abierto del todo la llave del salino -dijo Mary.

Sara se volvió hacia Will Trent.

– ¿Ve el directorio que hay junto al teléfono? -Él asintió-. Llame a Phil Anderson. Dígale que le necesitamos aquí abajo de inmediato.

Will vaciló un momento.

– Mejor voy a buscarlo.

– Será más rápido llamarle al busca. Su extensión es la 392 -dijo Mary mientras fijaba la vía con esparadrapo en el dorso de la mano. Le preguntó a Sara-: ¿Vas a pautarle más morfina?

– Vamos a terminar con el diagnóstico primero.

Intentó examinar el torso de la mujer; no quería mover el cuerpo hasta saber exactamente lo que tenía entre manos. Presentaba un agujero en el costado izquierdo, entre las costillas once y doce, lo que explicaba por qué la mujer gritó de esa manera cuando intentaron enderezarla: con el músculo y el cartílago desgarrados, el dolor debía de ser insoportable.

El TES le había puesto un torniquete y una férula neumática en la pierna y el brazo derechos. Sara retiró el vendaje estéril de la pierna, y vio que el hueso asomaba por la herida. La pelvis parecía algo inestable también. Eran heridas recientes. El coche debía de haberla golpeado por el lado derecho, doblándola por la mitad.

Sacó unas tijeras del bolsillo, cortó el esparadrapo que la sujetaba a la camilla, y le explicó:

– Anna, voy a tumbarte sobre la espalda. -Sujetó a la mujer por los hombros y el cuello, mientras Mary le sujetaba la pelvis y las piernas-. Mantendremos las piernas dobladas, pero tenemos que…

– ¡No-no-no! -suplicó Anna-. ¡No, por favor! ¡No, por favor!

Sara y Mary continuaron con la maniobra, y Anna profirió tales gritos que Sara sintió escalofríos. No había oído nada tan aterrador en su vida.

– ¡No! -aullaba la mujer-. ¡No! ¡Por favor! ¡Nooooo!

Empezó a sufrir violentas convulsiones. Rápidamente, Sara se inclinó sobre la camilla para sujetar a Anna y que no se cayera al suelo. La oía resoplar entre convulsión y convulsión, pues cada vez que se movía era como si le clavaran un cuchillo en el costado.

– Cinco miligramos de Ativan -ordenó, esperando poder controlar así los ataques-. Quédate conmigo, Anna. No te me vayas.

De nada sirvieron las palabras de Sara. La mujer había perdido la conciencia a consecuencia de los ataques o del mismo dolor. Un rato después de que el calmante surtiera su efecto, los músculos seguían espásticos y su cabeza y sus piernas se convulsionaban de forma sincopada.

– Aquí viene la máquina de rayos -anunció Mary, urgiendo al técnico para que entrara en la sala-. Voy a ortopedia, a buscar a Sanderson.

– Macon -se presentó el técnico de rayos.

– Sara -respondió ella-. Yo te ayudo.

El técnico le dio un delantal de plomo y luego se puso a preparar la máquina. Sara acariciaba la frente de Anna, apartándole el oscuro cabello de la cara. La mujer seguía convulsionando cuando Sara y Macon la tumbaron de espaldas, con las rodillas flexionadas para hacerle el menor daño posible. Sara se dio cuenta entonces de que Will Trent seguía en la sala.

– Tengo que pedirle que salga mientras hacemos esto.

Sara ayudó a Macon a sacar las placas; los dos se movieron lo más rápido que podían. Rezó para que la paciente no despertara y se pusiera a gritar de nuevo. Seguía oyendo aquellos alaridos, como los de un animal que hubiera caído en una trampa. Aquello bastaría para establecer que la mujer era perfectamente consciente de que iba a morir. Nadie podía gritar así a menos que hubiera perdido hasta la última esperanza.

Macon ayudó a Sara a poner a Anna de costado y, a continuación, se fue para revelar las placas. Ella se quitó los guantes, se arrodilló junto a la camilla una vez más y acarició la mejilla de Anna.

– Siento haberle empujado -le dijo a Will Trent.

Al volverse lo vio a los pies de la camilla, mirando fijamente las piernas de la víctima, las plantas de sus pies. Tenía la mandíbula apretada, pero Sara no sabía si era de espanto, de rabia o de ambas cosas a la vez.

– Los dos tenemos un trabajo que hacer -replicó Trent.

– Aun así lo siento.

Trent se inclinó y tocó suavemente la planta del pie derecho de Anna, probablemente convencido de que era lo único que podía tocar sin hacerle daño. A la doctora le sorprendió el gesto, casi tierno.

– ¿Sara? -dijo Phil Sanderson desde la puerta, con sus guantes de cirujano recién lavados.

Se incorporó y, apoyando suavemente los dedos en el hombro de Anna, le dijo:

– Tenemos dos fracturas abiertas y una pelvis destrozada. Hay una profunda incisión junto a la mama derecha y una herida penetrante en el costado izquierdo. Desde el punto de vista neurológico, no sé muy bien qué decirte: las pupilas no están reactivas, pero ha hablado de forma coherente.

Phil se acercó a la paciente y comenzó a examinarla. No hizo comentario alguno sobre el estado en que se encontraba, totalmente concentrado en lo que podía arreglar: las fracturas abiertas y la pelvis destrozada.

– ¿No la has intubado?

– Las vías respiratorias están despejadas.

Era evidente que Phil no estaba de acuerdo con su decisión; en realidad, a los cirujanos ortopédicos les importaba muy poco que sus pacientes pudieran hablar o no.

– Y el corazón, ¿qué tal?

– Bien. La presión arterial es normal. Está estable.

En ese momento llegó el equipo de Phil y se pusieron a preparar el traslado de la paciente. Mary volvió con las placas ya reveladas y se las dio a Sara.