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– ¿De mí?

– El padre.

Para su vergüenza, Faith se había olvidado de Victor. Se llevó la mano al vientre.

– ¿Te refieres al padre de mi hijo? -Sara se permitió una sonrisa-. Buscaba una madre, no una novia.

– Vaya, Jeffrey nunca tuvo ese problema. Sabía cuidar de sí mismo muy bien. -Tenía la mirada perdida-. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida.

– Sara…

La médica se puso a mirar en los cajones del escritorio y encontró un glucosómetro.

– Vamos a ver cómo tienes el azúcar.

Esta vez Faith estaba demasiado arrepentida para protestar. Extendió la mano, dispuesta a recibir el pinchazo. La doctora siguió hablando mientras le medía el azúcar.

– No intento recuperar a mi marido. Créeme, si fuera tan sencillo como entrometerme en la investigación de un caso mañana mismo me inscribiría en la academia de policía. -Faith hizo una mueca al notar el pinchazo-. Solo quiero volver a sentirme útil. -Su voz adquirió un tono de confidencia-. Quiero sentir que estoy haciendo algo más para ayudar a la gente que prescribir pomadas para una erupción que probablemente se curará por sí sola o remendar a un puñado de matones para que puedan salir a la calle de nuevo y seguir acribillándose unos a otros.

Faith no se había planteado que las motivaciones de Sara pudieran ser tan altruistas. Imaginó que no decía mucho en su favor el que siempre diera por supuesto que todo el mundo se comportaba de forma egoísta en la vida.

– Por cómo hablas de él parece que tu marido era… perfecto -comentó Faith.

Sara se echó a reír mientras manipulaba la tira reactiva.

– Dejaba la cartuchera colgando del pomo de la puerta del baño, nada más casarnos se acostaba con cualquiera (cosa que descubrí personalmente un día al llegar del trabajo) y tenía un hijo ilegítimo del que no supo nada hasta los cuarenta años. -Sara leyó el resultado y, a continuación, se lo mostró a Faith-. ¿Qué te parece? ¿Zumo o insulina?

– Insulina -confesó Faith-. Me quedé sin insulina a la hora de comer.

– Me lo imaginaba. -Cogió el teléfono y llamó a una de las enfermeras-. Tienes que mantener esto bajo control.

– Este caso es…

– Este caso es el que te ocupa ahora, pero es exactamente igual que los demás casos en los que has trabajado y trabajarás. Estoy segura de que el agente Trent podrá pasarse sin ti un par de horas mientras te ocupas de esto. -Sara volvió a centrarse en el niño-. Se llama Balthazar -le dijo.

– Y yo aquí pensando que le habíamos salvado nosotros.

Sara tuvo la delicadeza de reírse, pero habló completamente en serio.

– Soy especialista en medicina pediátrica, Faith. Me gradué entre los primeros de mi promoción en la Universidad de Emory, y he dedicado los últimos veinte años de mi vida a ayudar a la gente, ya sea en vida o después de muerta. Puedes cuestionar mis motivos todo lo que quieras, pero no cuestiones mi profesionalidad como médica.

– Tienes razón. -Faith estaba aún más arrepentida ahora-. Lo siento. Ha sido un día muy duro.

– Pues tener ese nivel de azúcar no ayuda. -Alguien llamó a la puerta y Sara fue a coger los lápices de insulina que le traía la enfermera-. Tienes que tomártelo en serio.

– Lo sé.

– Posponerlo no va a servir de nada. Cógete un par de horas y vete a ver a Delia para que te ponga en orden y puedas concentrarte en tu trabajo.

– Lo haré.

– Cambios de humor, ataques de furia… Todo eso son síntomas de la enfermedad que padeces.

Faith se sentía como si su madre le acabara de echar una regañina, pero quizá era precisamente eso lo que necesitaba ahora mismo.

– Gracias.

Sara apoyó las manos en el moisés.

– Te dejo para que te pongas la insulina.

– Espera -le dijo Faith-. Tú tratas a chicas jóvenes, ¿no?

Sara se encogió de hombros.

– Tenía más trato con ellas antes, cuando tenía mi consulta. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Te suena de algo la palabra «thinspo»?

– No sé mucho -admitió Sara-, solo que así es como llaman a la propaganda pro-anorexia, generalmente la que se hace por Internet.

– Tres de nuestras víctimas tienen relación con ello.

– Anna sigue estando muy delgada -comentó Sara-. El hígado y los riñones le funcionan muy mal, pero yo pensé que tenía que ver con todo lo que ha sufrido, no que se lo hubiera hecho ella misma.

– ¿Podría ser anoréxica?

– Es posible. No me lo planteé por la edad que tiene; la anorexia es un problema más típico de la adolescencia. Aunque Pete hizo algún comentario en ese sentido durante la autopsia de Jacquelyn Zabel. Estaba muy delgada, pero es que la tuvieron privada de agua y comida durante al menos dos semanas. Di por supuesto que sería una mujer delgada antes del secuestro. Se la veía muy menuda. -Se inclinó sobre Balthazar y le dio unos golpecitos en la mejilla-. Anna no podría haber tenido un niño si fuera anoréxica. No sin arriesgarse a sufrir complicaciones muy serias.

– Quizá logró mantenerlo bajo control el tiempo suficiente como para tener al niño -aventuró Faith-. Nunca estoy muy segura de qué es cada cosa: ¿anorexia es cuando vomitan?

– Eso es bulimia. Los anoréxicos dejan de comer. Hay anoréxicos que usan laxantes, pero no se purgan. Cada vez hay más indicios que apuntan a un condicionamiento genético: anomalías cromosómicas que predisponen a sufrir ese tipo de desórdenes. Por lo general son los factores ambientales los que funcionan como desencadenantes.

– ¿Como el abuso o los malos tratos?

– Podría ser. A veces es el abuso, a veces dismorfia corporal. Algunos les echan la culpa a las revistas y a las estrellas de cine, pero es demasiado complicado como para poder achacarlo a una sola causa. Cada vez se ven más casos de anorexia masculina. Es francamente difícil de tratar, por el componente psicológico.

Faith pensó en sus víctimas.

– ¿Esos desórdenes están asociados a un cierto tipo de personalidad?

Sara se quedó pensando unos segundos antes de responder.

– Lo único que te sé decir es que a los pocos pacientes a los que yo he podido tratar les producía un inmenso placer el privarse de comer. Hace falta mucha fuerza de voluntad para dominar el imperativo fisiológico. A veces sienten que su vida está completamente fuera de control, y que lo único que pueden controlar es lo que ingieren. Además, el cuerpo responde al hecho de matarse de hambre: mareos, euforia, a veces incluso alucinaciones. Puede producir un efecto similar al de los opiáceos, y llegar a ser una sensación muy adictiva.

Faith intentó recordar cuántas veces había bromeado sobre lo feliz que sería si tuviera la fuerza de voluntad necesaria para volverse anoréxica por una semana.

– El problema más grande que plantea el tratamiento de esta clase de desórdenes es que estar demasiado delgada es mejor aceptado por la sociedad que el tener sobrepeso.

– Todavía no he conocido a una sola mujer que esté satisfecha con su peso.

Sara se rio con tristeza.

– Pues yo sí: mi hermana.

– ¿Qué es, una santa o algo así?

Faith lo había dicho en plan de broma pero, para su sorpresa, Sara le respondió.

– Casi. Es misionera. Se casó con un predicador hace unos años. Están en África, trabajando con bebés que nacen con SIDA.

– Vaya por Dios, ya la odio y ni siquiera la conozco.

– También tiene sus defectos, créeme -le confesó Sara-. Has dicho tres víctimas. ¿Significa eso que ha desaparecido otra mujer?

Faith se percató entonces de que el caso de Olivia Tanner todavía no había saltado a los medios.

– Sí. Pero guárdame el secreto si puedes.

– Desde luego.

– Al parecer dos de ellas tomaban muchas aspirinas. La última tenía seis frascos de tamaño familiar en su casa. Jacquelyn Zabel también tenía un frasco grande en la mesilla de noche.

Sara asintió, como si aquello tuviera sentido para ella.