– En grandes dosis es un emético. Eso explicaría por qué Zabel tenía el estómago tan ulcerado. También explicaría por qué seguía sangrando cuando Will la encontró. Deberías decírselo: estaba muy abatido por no haber llegado a tiempo.
Will tenía muchos más motivos para sentirse abatido ahora mismo. Aun así, Faith recordó algo.
– Necesita el número de tu apartamento.
– ¿Por qué? -preguntó Sara, pero enseguida cayó en la cuenta-. Ah, el perro de su mujer.
– Exacto -dijo Faith, pensando que aquella mentira era lo menos que le debía.
– El doce. Está en el directorio. -Volvió a apoyar las manos en el moisés-. Voy a llevar a este niño con su madre.
Faith le sujetó la puerta y Sara cogió el moisés. El rumor del pasillo zumbó en los oídos de la agente hasta que volvió a cerrar la puerta. Se sentó en el taburete que había junto al mostrador y se levantó la falda, buscando un punto que no estuviera ya amoratado por los pinchazos. El folleto sobre la diabetes decía que había que ir cambiando el lugar del pinchazo, así que Faith exploró su vientre, donde encontró un prístino y blanco michelín que pellizcó con el índice y el pulgar.
Tenía el bolígrafo de insulina a unos centímetros de su barriga, pero no se pinchó. En alguna parte, detrás de todos aquellos bollos de mermelada, había un bebé diminuto con sus pequeñas manitas y sus piececitos, y ojos, y una boca; un bebé que respiraba cuando ella respiraba, que hacía pis cada diez minutos cuando ella salía corriendo hacia el baño. Las palabras de Sara le habían abierto los ojos, pero ver a Balthazar Lindsey había despertado en Faith algo que nunca antes había sentido. Por más que quisiera a Jeremy, su nacimiento no fue precisamente algo para celebrar. Los quince no eran una edad muy adecuada para una fiesta premamá, y hasta las enfermeras del hospital la habían mirado con lástima.
Sin embargo, esta vez sería diferente. Faith tenía edad más que suficiente para ser madre. Podría pasearse por el centro comercial con su bebé en brazos sin preocuparse porque la gente pudiera pensar que era la hermana mayor de su propio hijo. Podría llevarlo al pediatra y rellenar todos los impresos sin que su madre tuviera que firmarlos también. Podría mandar al cuerno a sus profesores en las reuniones del AMPA sin tener que preocuparse de que la mandaran directa al despacho del director. Qué demonios, ahora tenía edad para conducir.
Esta vez podría hacerlo bien. Podría ser una buena madre de principio a fin. Bueno, quizá no desde el principio. Faith se puso a pensar en todas las cosas que le había hecho a su hijo tan solo en esa semana: lo había ignorado, había negado su existencia, se había desmayado en un garaje, había pensado en abortar, lo había expuesto a lo que pudiera tener Sam Lawson, se había caído de un porche y había arriesgado las vidas de ambos intentando evitar que Will le reventara la cabeza a un portero yugoslavo contra la elegante moqueta del descansillo del ático de Beeston Place.
Y ahí estaban los dos ahora, madre e hijo en la UCI del hospital Grady, y ella a punto de clavarle una aguja en la cabeza.
La puerta se abrió.
– ¿Qué coño estás haciendo? -preguntó Amanda, pero enseguida se lo figuró-. Oh, por el amor de Dios. ¿Cuándo pensabas hablarme de esto?
Faith se bajó la falda, pensando que era un poco tarde para andarse con remilgos.
– En cuanto te dijera que estoy embarazada.
Amanda intentó cerrar dando un portazo, pero el mecanismo hidráulico se lo impidió.
– Joder, Faith. Nunca llegarás a ninguna parte si tienes que ponerte a criar un bebé.
Faith se indignó.
– Pues he llegado hasta aquí criando a uno.
– Eras una cría de uniforme que ganaba dieciséis mil dólares al año. Ahora tienes treinta y tres tacos.
– Imagino que esto significa que no me vas a dar una fiesta premamá -replicó Faith.
– ¿Lo sabe tu madre? -le preguntó Amanda con una mirada que podría cortar un cristal.
– Pensé que era mejor dejar que disfrutara de sus vacaciones.
La jefa se dio una palmada en la frente, un gesto que habría resultado cómico de no ser porque tenía la vida de Faith en sus manos.
– Un disléxico corto de luces con problemas para controlar su genio y una diabética fértil y gorda que carece de las nociones más básicas sobre el control de la natalidad. -Le clavó el dedo en la cara-. Espero que te guste trabajar con tu compañero, porque vas a seguir emparejada con Will Trent lo que te quede de vida.
Faith trató de ignorar la parte en que la había llamado «gorda» que, en honor a la verdad, era lo que más le había molestado de todo.
– Se me ocurren cosas mucho peores que tener de compañero a Will Trent el resto de mi vida.
– Deberías alegrarte de que no hubiera cámaras de seguridad que pudieran grabar su rabieta.
– Will es un buen policía, Amanda. A estas alturas no lo tendrías trabajando para ti si no lo creyeras tú también.
– Bueno… Quizá cuando no saca a relucir sus problemas de abandono.
– ¿Está bien?
– Sobrevivirá -replicó Amanda sin demasiada convicción-. Le he mandado a buscar a esa prostituta, Lola.
– ¿No está en la cárcel?
– Había de todo en aquel apartamento: heroína, metanfetamina, coca. Angie Polasky ha logrado que la suelten por el soplo -dijo Amanda encogiéndose de hombros. No siempre podía controlar todo el departamento de policía de Atlanta.
– ¿Crees que es buena idea enviar a Will a buscar a Lola, teniendo en cuenta lo cabreado que está por dejar solo al bebé?
Amanda volvió a ser la Amanda que no permitía que discutieran sus decisiones.
– Tenemos a dos mujeres desaparecidas y a un asesino en serie que sabe muy bien qué hacer con ellas. Si no obtenemos resultados pronto, el caso se nos irá de las manos. El tiempo se agota, Faith. Ahora mismo podría estar vigilando a su próxima víctima.
– Se suponía que tenía que reunirme hoy con Rick Sigler, el TES que atendió a Anna.
– Envié a alguien hace una hora a su casa. Su esposa estaba con él. Negó rotundamente conocer a ningún Jake Berman. Apenas admitió que había pasado por esa carretera aquella noche.
Faith no se le ocurrió peor manera de interrogar al hombre.
– Es gay. La mujer no tiene ni idea.
– Nunca tienen ni idea -replicó Amanda-. En cualquier caso no tenía muchas ganas de hablar, y no tenemos motivos suficientes para llevárnoslo a comisaría.
– No estoy muy segura de que no sea un sospechoso.
– Todo el mundo es sospechoso en lo que a mí respecta. Leí el informe de la autopsia; vi lo que le han hecho a Anna. A nuestro chico malo le gusta experimentar. Y va a seguir haciéndolo hasta que lo detengamos.
Faith había seguido funcionando en las últimas horas a base de adrenalina, y al oír a Amanda se le volvió a disparar.
– ¿Quieres que vigile a Sigler?
– Tengo a Leo Donnelly aparcado frente a su casa en este momento. Algo me dice que no quieres pasarte la noche atrapada con él en un coche.
– No señora -respondió Faith, y no solo porque Leo fuera un fumador empedernido. Probablemente culparía a Faith de haberle puesto en la lista negra de Amanda. Y tenía razón.
– Alguien tiene que ir a Michigan y buscar los archivos relativos a la familia de Pauline Seward. La orden está en camino, pero por lo visto los expedientes de hace más de quince años no están digitalizados. Tenemos que encontrar a alguien que la conociera en aquella época y tenemos que encontrarlo ya; a los padres o, con un poco de suerte, al hermano, si no resulta ser nuestro misterioso Jake Berman. Por razones más que evidentes no puedo mandar a Will a leer expedientes.
Faith dejó el lápiz de insulina sobre el mostrador.
– Yo me ocupo.
– ¿Tienes esa diabetes bajo control? -La expresión de Faith debió de responder a su pregunta-. Enviaré a otro de mis agentes, uno que pueda hacer su trabajo.