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Amanda hizo un gesto con la mano rechazando cualquier queja que pudiera formular Faith.

– Vamos a partir desde ahí hasta que vuelva a mordernos el culo otra vez, ¿puede ser?

– Siento mucho todo esto. -Faith se había disculpado más veces en los últimos diez minutos que en toda su vida.

Amanda meneó la cabeza, dejando claro que no estaba dispuesta a discutir lo estúpido de aquella situación.

– El portero ha pedido un abogado. Tenemos una reunión con él a primera hora de la mañana.

– ¿Le has arrestado?

– Detenido. Resulta obvio que es un inmigrante. La Ley Patriótica nos permite retenerle durante veinticuatro horas mientras comprobamos su situación. Con un poco de suerte podremos poner patas arriba su apartamento y encontrar algo más contundente que podamos utilizar en su contra.

Faith no era quién para discutir sobre la recta interpretación de la ley.

– ¿Qué hay de los vecinos de Anna? -preguntó Amanda.

– Es un edificio muy tranquilo. El apartamento que está debajo del ático lleva meses vacío. Podrían haber lanzado una bomba atómica desde el piso de arriba y nadie se habría enterado.

– ¿Y el muerto?

– Un traficante. Sobredosis de heroína.

– ¿Nadie echó de menos a Anna en su lugar de trabajo?

Faith le contó lo poco que había podido averiguar.

– Trabaja para un bufete de abogados, Bandle y Brinks.

– Santo Dios, esto no hace más que empeorar. ¿Sabes algo de ese bufete? -Amanda no le dio tiempo para responder-. Están especializados en demandas contra organismos municipales: policía, servicios sociales; se agarran a cualquier cosa, se abalanzan sobre ti y te ponen una demanda por el doble del presupuesto municipal. Han demandado al estado con éxito más veces de las que soy capaz de contar.

– No se mostraron muy dispuestos a colaborar. No nos entregarán sus archivos sin una orden judicial de por medio.

– En otras palabras, actúan como abogados. -Amanda se puso a pasear por la habitación-. Tú y yo vamos a hablar con Anna ahora mismo, luego volveremos a su casa y la pondremos patas arriba antes de que en su bufete se enteren de lo que estamos haciendo.

– ¿Cuándo tenemos la entrevista con el portero?

– Mañana a las ocho en punto. ¿Crees que podrás hacerle un hueco en tu apretada agenda?

– Sí, señora.

Amanda volvió a menear la cabeza como si fuera la madre de Faith; frustrada y algo disgustada.

– Imagino que esta vez el padre tampoco pinta nada en todo esto.

– Estoy ya un poco mayor para intentar algo nuevo.

– Enhorabuena -dijo Amanda abriendo la puerta. Habría sido un bonito detalle de no ser por el «idiota» que murmuró según salía al pasillo.

Faith no se había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración hasta que su jefa salió de la habitación. Exhaló un profundo suspiro, y por primera vez desde que le comunicaron que era diabética, se clavó la aguja a la primera. Tampoco dolía tanto, o a lo mejor estaba tan aturdida que ya no sentía nada.

Se quedó mirando fijamente la pared de enfrente, intentando centrarse en la investigación. Cerró los ojos y empezó a visualizar las fotos de la autopsia de Jacquelyn Zabel y de la cueva en la que Jacquelyn y Anna habían estado encerradas. Repasó todas las cosas horribles que habían tenido que pasar aquellas mujeres: la tortura, el dolor. Se puso la mano sobre el vientre otra vez. ¿Sería una niña? ¿A qué clase de mundo la iba a traer Faith? A un lugar en el que las niñas eran violadas por sus propios padres, en el que las revistas les repetían constantemente que nunca serían lo suficientemente perfectas, en el que un sádico podía apartarte de tu vida, de tu propio hijo, en un abrir y cerrar de ojos y condenarte a vivir en el infierno el resto de tu vida?

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se puso en pie y abandonó la habitación.

Los dos policías que vigilaban la puerta de Anna se hicieron a un lado. Faith sintió frío al entrar y cruzó los brazos sobre su pecho. Anna estaba en la cama, con Balthazar en sus huesudos brazos. Tenía los hombros muy pronunciados, igual que las chicas que había visto Faith en los vídeos del ordenador de Pauline McGhee.

– La agente Mitchell acaba de entrar en la habitación -comunicó Amanda-. Es la encargada de averiguar quién le hizo esto.

Anna tenía los ojos velados, como si tuviera cataratas. Miró hacia la puerta sin ver. Faith sabía que no había ningún protocolo para una situación como aquella. Había llevado casos de violación y abusos, pero ninguno así. Tenía que traducir el procedimiento habitual. No era necesario entablar una charla insustancial. No había que preguntarles cómo se encontraban, porque la respuesta era obvia.

– Sé que está atravesando por un momento muy difícil. Solo queremos hacerle algunas preguntas -le dijo Faith.

– La señora Lindsey me estaba contando que acababa de terminar con un caso importante y había cogido unas semanas de vacaciones para poder estar con su hijo -le explicó Amanda.

– ¿Sabía alguien más que se iba de vacaciones? -preguntó Faith.

– Le dejé una nota al portero. Mis compañeros de trabajo lo sabían: mi secretaria, los socios. No tengo trato con los vecinos del edificio.

Faith percibió que Anna Lindsey se había rodeado de un alto muro. Había algo en la mujer que resultaba tan frío que parecía imposible establecer ninguna conexión. Se ciñó a las preguntas cuya respuesta necesitaban.

– ¿Puede decirnos qué sucedió cuando la raptaron?

Anna se pasó la lengua por sus deshidratados labios y cerró los ojos. Cuando habló, su voz era poco más que un susurro.

– Estaba en mi apartamento vistiendo a Balthazar para bajar al parque a dar un paseo. Es lo último que recuerdo.

Faith sabía que las descargas de la Taser producían amnesia.

– ¿Qué vio usted cuando recobró la conciencia?

– Nada. No he vuelto a ver nada desde entonces.

– ¿Recuerda algún sonido, alguna sensación?

– No.

– ¿Reconoció a su atacante?

Anna negó con la cabeza.

– No, no recuerdo nada.

Faith dejó pasar unos segundos y trató de contener la frustración que sentía.

– Voy a darle una serie de nombres. Necesito que me diga si alguno de ellos le suena de algo.

Anna asintió y deslizó la mano por las sábanas buscando la boca de su bebé. El niño empezó a succionarle el dedo, haciendo ruiditos con la garganta.

– Pauline McGhee.

Anna dijo que no con la cabeza.

– Olivia Tanner.

De nuevo dijo que no.

– Jacquelyn, o Jackie, Zabel.

No.

Faith había preferido guardarse a Jackie para el final. Las dos mujeres habían estado juntas en la cueva. Ese era el único hecho que podían dar por seguro.

– Encontramos una huella dactilar suya en el permiso de conducir de Jackie Zabel.

– No -replicó Anna, con voz firme-. No la conozco.

Amanda miró a Faith arqueando las cejas. ¿Sería amnesia traumática? ¿O se trataba de algo más?

– ¿Y qué me dice de algo llamado «thinspo»? -preguntó Faith.

Anna se enderezó.

– No -dijo, esta vez de inmediato y con voz más fuerte.

Faith le concedió unos segundos más para dejar que reflexionara.

– Encontramos algunas notas en el lugar donde la tuvieron retenida. Solo había una frase repetida una y otra vez: «No voy a sacrificarme». ¿Tiene esa frase algún significado para usted?

Una vez más, Anna dijo que no.

Faith se esforzó en que su voz no delatara su desesperación.

– ¿Puede decirnos algo de su agresor? ¿Recuerda que oliera de un modo especial, a gasolina o a aceite? ¿Notó usted si tenía vello en la cara o algún otro rasgo físico…?

– No -susurró Anna, palpando el cuerpo del niño con las manos para cogerle la manita-. No puedo decirles nada. No recuerdo nada. Nada.

Faith abrió la boca para decir algo, pero Amanda le ganó por la mano.