– Aquí está usted a salvo, señora Lindsey. Hay dos guardias armados vigilando su puerta desde que llegó. Nadie puede hacerle daño ya.
Anna volvió la cabeza hacia su hijo, arrullándolo para tranquilizarlo.
– No tengo miedo de nada.
A Faith le desconcertó la seguridad con la que hablaba la mujer. Puede que cuando uno logra sobrevivir a todo lo que había pasado Anna acabe creyendo que puede soportar cualquier cosa.
– Creemos que ahora mismo tiene secuestradas a otras dos mujeres -le explicó Amanda-. Que les está haciendo lo mismo que le hizo a usted. Una de ellas tiene un niño, señora Lindsey. Se llama Felix. Tiene seis años y quiere estar con su madre. Estoy segura de que esa mujer, allá donde esté, estará pensando en él, deseando volver a abrazarle.
– Espero que sea una mujer fuerte -murmuró Anna. Habló más alto-. Como ya he dicho varias veces, no recuerdo nada. No sé quién lo hizo, ni dónde me secuestraron o por qué. Solo sé que por fin se acabó, y ahora tengo que olvidarme de ello para poder seguir con mi vida. -Faith percibió que Amanda se sentía tan frustrada como ella-. Necesito descansar.
– Podemos esperar -le dijo Faith-. Quizá podamos volver dentro de unas horas.
– No -la expresión de Anna se endureció-. Conozco perfectamente mis obligaciones legales. Firmaré una declaración, o haré un garabato, o lo que sea que hace una persona ciega, pero si quieren volver a hablar conmigo tendrán que concertar una cita con mi secretaria cuando me reincorpore al trabajo.
Faith lo intentó una vez más.
– Pero Anna…
Ella volvió la cabeza hacia su bebé. La ceguera de Anna le impedía poder verlas, pero su actitud les impedía que pudieran acceder a sus pensamientos.
Capítulo dieciocho
Finalmente Sara se las arregló para terminar de limpiar su apartamento. No recordaba cuándo fue la última vez que tuvo tan buen aspecto; quizá cuando se vio con el agente de la inmobiliaria antes de mudarse. Los Milk Lofts habían sido en tiempos una vaquería, abastecida por las granjas que había en la zona este de la ciudad. El edificio tenía seis plantas, y en cada una había dos apartamentos separados por un largo pasillo con grandes ventanales en ambos extremos. La zona principal de la casa de Sara era un espacio diáfano que incluía la cocina y un enorme salón. Una de las paredes era un ventanal que iba desde el suelo hasta el techo -mantenerlo limpio exigía un esfuerzo ímprobo-, y tenía unas magníficas vistas del centro cuando estaban abiertas las persianas. En la parte de atrás había tres dormitorios con baño incorporado. Naturalmente, Sara dormía en el principal, pero nadie había dormido nunca en la habitación de invitados. El tercer dormitorio lo utilizaba como despacho y trastero.
Nunca se había planteado vivir en un loft, pero cuando se trasladó a Atlanta quería que su nueva vida fuera tan distinta de la antigua como fuera posible. En lugar de elegir una bonita casa en una de las calles antiguas y arboladas de la ciudad optó por un espacio que era poco más que una caja vacía. El mercado inmobiliario de Atlanta estaba tocando fondo, y Sara tenía dinero más que de sobra. Todo estaba nuevo cuando se mudó, pero de todos modos renovó la casa de arriba a abajo. Solo con lo que le había costado la cocina habría bastado para alimentar a una familia de tres miembros durante un año. Si a eso le añadimos los baños, dignos de un palacio, resultaba casi embarazoso pensar en la ligereza con la que Sara había tirado de su chequera.
En su vida anterior, siempre había sido cuidadosa con el dinero, no se permitía más lujo que el de estrenar un BMW cada cuatro años. Tras la muerte de Jeffrey, se había encontrado con el dinero de su seguro de vida, su pensión, sus ahorros y el dinero de la venta de la casa. Lo había dejado todo en el banco, pues tenía la sensación de que gastarse ese dinero era como admitir que Jeffrey estaba muerto y no volvería. Incluso se había planteado renunciar a la exención de impuestos que le ofrecía el estado por ser la viuda de un oficial de policía muerto en acto de servicio, pero su contable se mostró reacio y ella no quiso discutir.
Más tarde, el dinero que enviaba todos los meses a Sylacauga, Alabama, para ayudar a la madre de Jeffrey, salía de su propio bolsillo mientras que el dinero de su marido seguía ingresado en el banco local generando unos exiguos intereses. Sara pensaba a menudo en entregárselo al hijo de Jeffrey, pero eso habría sido demasiado complicado. Al niño nunca le habían contado quién era su verdadero padre. No podía arruinarle la vida y luego regalarle una pequeña fortuna a un chaval que estaba todavía en la universidad.
De modo que el dinero de Jeffrey seguía en el banco, de la misma manera que la carta seguía en la repisa de la chimenea de Sara. Se quedó junto a esta, acariciando el borde del sobre, preguntándose por qué no lo había vuelto a guardar en su bolso o en el bolsillo de su bata. En lugar de eso, durante el zafarrancho de limpieza se había limitado a levantarlo para limpiar el polvo de la repisa.
Sara vio la alianza de Jeffrey en el otro extremo. Ella aún llevaba puesta la suya -un anillo de oro blanco igual que el de su marido-, pero el sello de la universidad de Jeffrey, de oro y con la insignia de la Universidad de Auburn grabada, era más importante. La piedra azul estaba arañada y era demasiado grande para ella, así que lo llevaba colgado al cuello con una cadena larga, como las placas de identificación que llevan los soldados. No lo llevaba a la vista, sino siempre por dentro de la blusa, cerca de su corazón, para poder sentirlo cerca.
Cogió la alianza de Jeffrey y la besó antes de volver a dejarla sobre la repisa. Con el paso de los años, de algún modo su mente había trasladado a Jeffrey a otro lugar. Era como si estuviera haciendo el luto de nuevo, pero esta vez en la distancia. En lugar de despertarse desolada, como en los últimos tres años, sentía una profunda tristeza. Tristeza al darse la vuelta en la cama y no verle a su lado. Tristeza al pensar que nunca volvería a verle sonreír. Tristeza al saber que nunca volvería a abrazarle o a sentirlo dentro de ella. Pero ya no se sentía completamente desolada. Ya no sentía que cada movimiento, cada pensamiento, le exigía un enorme esfuerzo. Ya no sentía que quería morirse. Ya no sentía que no había luz al final del túnel.
Y había algo más: Faith Mitchell había sido muy cruel con ella hoy, pero Sara había sobrevivido, no se había quedado deshecha. No se había desmoronado ni se había roto en pedazos. Se había mantenido entera. Lo curioso era que, en cierto modo, Sara se sentía ahora más cerca de su marido a consecuencia de ello. Se sentía más fuerte, más cerca de la mujer de la que él se había enamorado que de la que se había hundido sin él. Cerró los ojos y casi pudo sentir su aliento en la nuca, sus labios acariciando su piel con tal suavidad que notó un cosquilleo en la espalda. Se imaginó la mano de Jeffrey alrededor de su cintura, y se sorprendió al poner allí su mano y no sentir nada más que el calor de su propia piel.
Sonó el interfono y los perros se soliviantaron, igual que Sara. Se fue hacia el aparato para abrir al chico que le traía la pizza y tranquilizó a los perros. Billy y Bob, sus dos galgos, habían adoptado de inmediato a Betty, la perra de Will Trent. Un rato antes, cuando estaba limpiando, los tres perros se acomodaron en el sofá, y solo la miraban de vez en cuando, cuando entraba en la habitación o hacía demasiado ruido. Ni siquiera la aspiradora logró que se movieran de allí.
Sara abrió la puerta y esperó a Armando, que le traía una pizza al menos dos veces por semana. Ella fingía que era completamente normal que se tutearan, y por lo general le daba una buena propina para que el repartidor no diera importancia al hecho de verla más a menudo que a sus propios hijos.
– ¿Todo bien? -le preguntó mientras intercambiaban pizza y dinero.