– Estupendo -respondió Sara, pero en realidad tenía la cabeza en el apartamento y en lo que estaba haciendo antes de que sonara el interfono. Hacía tanto tiempo que no podía recordar cómo era estar con Jeffrey que quería recrearse en ello, meterse en la cama y dejar que su mente volara hacia aquellos recuerdos tan dulces.
– Que tengas un buen día, Sara. -Armando hizo ademán de marcharse, pero recordó algo y se volvió de nuevo hacia ella-. Ah, hay un tipo raro merodeando por el portal.
Vivía en una gran ciudad; aquello no era algo insólito.
– ¿Raro sin más o raro como para llamar a la policía?
– Yo creo que es un policía. No es que lo parezca, pero he visto su placa.
– Gracias -le dijo.
Armando se despidió con un gesto de la cabeza y se fue hacia el ascensor. Sara dejó la pizza sobre la encimera y fue hasta el otro extremo del pasillo. Abrió la ventana y se asomó. Seis pisos más abajo vio una mancha que se parecía sospechosamente a Will Trent.
– ¡Eh! -le gritó. Will no respondió y ella le observó ir y venir unos segundos, pues no estaba segura de si la había oído. Volvió a intentarlo, gritando como una hincha en un partido de fútbol-. ¡Eh!
Por fin Will alzó la vista y Sara le dijo:
– En el sexto.
Le vio entrar en el edificio, cruzándose en la puerta con Armando, que la saludó con la mano y le dijo algo de volver a verse pronto. Sara cerró la ventana, rezando para que Will no hubiera oído a Armando o para que al menos tuviera la delicadeza de fingirlo. Echó un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hubiera nada fuera de lugar que llamara demasiado la atención. Había dos sofás en el salón, uno lleno de perros y el otro lleno de cojines. Sara los ahuecó y los colocó esperando que dieran la impresión de haber sido arreglados con cierta gracia.
Después de haberse pasado dos horas frotando con esmero la cocina estaba reluciente, incluso la placa de cobre del frontal, que parecía muy bonita hasta que descubrías que había que utilizar dos productos distintos para limpiarla. Pasó junto al televisor de pantalla plana de la pared y se paró en seco. Se había olvidado de limpiar la pantalla. Se estiró la manga de la blusa y la limpió lo mejor que pudo.
Para cuando abrió la puerta, Will ya estaba saliendo del ascensor. Sara solo le había visto unas cuantas veces, pero tenía un aspecto espantoso, como si llevara semanas sin dormir. Vio su mano izquierda y se fijó en que tenía los nudillos despellejados de un modo que daba la impresión de que le había partido la boca a alguien a puñetazos.
De vez en cuando Jeffrey volvía a casa con esas mismas heridas. Sara siempre le preguntaba, y él siempre mentía. Ella se obligaba a aceptar sus mentiras porque no se sentía cómoda pensando que su marido podía estar traspasando los límites de la ley; deseaba creer que era un buen hombre en todos los aspectos. Parte de ella quería pensar que Will era también un buen hombre, así que se dispuso a creer cualquier cosa que le contase cuando le preguntara.
– ¿Y esa mano?
– Le he pegado a uno. Al portero del edificio donde vive Anna.
Su sinceridad pilló a Sara fuera de juego, y tardó unos segundos en responder.
– ¿Por qué?
Una vez más Will respondió con total sinceridad.
– Me sacó de quicio.
– ¿Te va a causar eso problemas con tu jefa?
– Parece que no.
Sara se dio cuenta de que lo tenía en el pasillo, así que se hizo a un lado para dejarle pasar.
– Ese bebé tiene mucha suerte de que lo hayas encontrado. No sé si habría podido resistir un día más.
– Sí, es una excusa muy oportuna. -Will echó un vistazo a su alrededor, rascándose distraídamente el brazo-. Nunca había golpeado a un sospechoso. Había amenazado con hacerlo, pero es la primera vez que lo hago de verdad.
– Mi madre siempre me decía que existe una línea muy fina entre el nunca y el siempre. -Will parecía confuso, así que Sara se lo explicó-. Una vez que has hecho algo malo es más fácil volver a hacerlo otra vez, y luego otra, y sin darte cuenta empiezas a hacerlo de manera habitual sin que la conciencia te remuerda por ello.
Will se quedó mirándola durante casi un minuto. Sara se encogió de hombros.
– Depende de ti. Si no te gusta cruzar esa línea, no vuelvas a hacerlo. No permitas que se vuelva fácil.
La expresión de Will pasó de la sorpresa al alivio. Pero en lugar de reconocer lo que acababa de ocurrir, le dijo:
– Espero que Betty no te haya causado muchas molestias.
– Se ha portado muy bien. No ladra nada.
– No pretendía endilgártela de esta manera.
– No pasa nada -le tranquilizó Sara, aunque tenía que admitir que Faith Mitchell tenía razón esta mañana en cuanto a los motivos que tenía. Se había ofrecido a cuidar de la perra porque quería saber cómo iba el caso. Quería ayudarles en la investigación, volver a sentirse útil.
Will estaba de pie en medio del salón, con el terno arrugado y el chaleco un poco holgado, como si hubiera perdido peso últimamente. No había visto a nadie tan perdido en su vida.
– Siéntate, por favor -le dijo.
Will parecía indeciso, pero finalmente se sentó en el sofá encarado al de los perros. No lo hacía como la mayoría de los hombres, con las piernas separadas y los brazos abiertos apoyados en el respaldo. Era un hombre grande, pero daba la impresión de que se esforzaba mucho en no ocupar demasiado sitio.
– ¿Has cenado? -preguntó Sara.
Will dijo que no con la cabeza y Sara puso la pizza sobre la mesita de café. Los perros estaban muy interesados en sus movimientos, así que se sentó con ellos en el sofá para mantenerlos a raya. Esperó a que Will cogiera una porción, pero se quedó sentado ahí, con las manos sobre las rodillas.
– ¿Es esa la alianza de tu marido? -le preguntó.
Desconcertada, se volvió hacia el anillo, que estaba sobre la reluciente repisa de caoba. La carta estaba en el otro extremo de la repisa y a Sara le preocupó que Will pudiera adivinar lo que contenía.
– Perdona -se disculpó-. No debería preguntar esas cosas.
– Sí, es su alianza -dijo ella, percatándose de que con los nervios había estado apretando y dando vueltas a su propio anillo.
– ¿Y eso que…? -preguntó Will llevándose la mano al pecho.
Sara imitó el gesto y se sintió como si la hubieran pillado en falta al descubrir que se refería al sello que llevaba colgado del cuello y que se transparentaba bajo la fina tela de su blusa.
– Otra cosa -dijo sin entrar en detalles.
Will asintió y continuó mirando a su alrededor.
– A mí también me encontraron en el cubo de la basura. -Habló de forma algo brusca, como si a él mismo le sorprendieran sus palabras-. Al menos eso es lo que dice el expediente.
Sara no supo qué decir, sobre todo cuando él se echó a reír como si acabara de contar un chiste verde en una fiesta parroquial.
– Perdona. No sé por qué he dicho eso. -Cogió una porción de pizza y puso la otra mano debajo para recoger el queso que goteaba.
– No pasa nada -dijo ella poniendo una mano sobre la cabeza de Bob, que parecía querer lanzarse sobre la mesita. Ni siquiera podía comprender lo que le acababa de contar Will. Igual podría haberle dicho que había nacido en la luna.
– ¿Qué edad tenías? -le preguntó.
Terminó de masticar y tragó antes de responder.
– Cinco meses.
Cogió otra porción de pizza y Sara le observó mientras masticaba. Trató de imaginar a Will Trent con cinco meses. Habría empezado a mantener la espalda derecha por sí solo y a reconocer sonidos. Él dio otro bocado y masticó con aire pensativo.
– Mi madre me dejó allí.
– ¿En el cubo de la basura?
Asintió.
– Alguien irrumpió en la casa, un hombre. Ella sabía que iba a matarla y que probablemente me mataría a mí también. Me escondió en el cubo de la basura, debajo del fregadero, y el hombre no me encontró. Imagino que supe que debía quedarme callado. -Esbozó una media sonrisa-. Hoy he estado en el apartamento de Anna y he buscado en todos los cubos de basura. No podía dejar de pensar en lo que me dijiste esta mañana, eso de que el asesino les metía esas bolsas dentro para enviar un mensaje, porque quería decirle al mundo que eran mierda, que no valían nada.