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Se sintió aturdido cuando llegó al apartamento de Sara, como si ni siquiera tuviera un corazón latiendo dentro de su pecho. Se puso a pensar en todos los hombres que le habían enseñado los puños cuando era pequeño, en toda la violencia que había visto, en todo el dolor que había tenido que soportar. Y él era tan mala persona como ellos por haberle pegado una paliza al portero.

En parte le había contado el incidente a Sara Linton porque quería ver la decepción en sus ojos, saber con una sola mirada que jamás le daría el visto bueno. Pero lo que había obtenido había sido… comprensión. Sara reconoció que Will había cometido un error, pero no había dado por supuesto que eso pudiera definir su carácter. ¿Qué clase de persona hacía algo así? Nadie a quien Will hubiera conocido. No la clase de mujer que Will podía llegar a comprender.

Sara tenía razón en que resultaba más fácil hacer algo por segunda vez. Will lo veía continuamente en su trabajo: reincidentes que habían salido impunes una vez y decidían que merecía la pena volver a probar suerte. Quizá formaba parte de la naturaleza humana el intentar traspasar esos límites. Un tercio de los conductores detenidos por superar los límites de alcohol volvían a conducir borrachos. Más de la mitad de los delincuentes violentos que arrestaban habían pasado antes por la cárcel. Los violadores tenían una de las tasas de reincidencia más elevadas del sistema penitenciario.

Will había aprendido mucho tiempo atrás que lo único que podía controlar en cualquier situación era a sí mismo. No era una víctima, no era esclavo de su temperamento. Podía elegir ser buena persona. Eso era lo que le había dicho Sara. Y ella hacía que pareciera fácil.

Y entonces él había forzado ese momento incómodo, cuando estaban sentados en el sofá, mirándola fijamente como si fuera el asesino del hacha.

– Idiota -se frotó los ojos, deseando poder borrar así el recuerdo de ese momento. No tenía sentido pensar en Sara Linton. A fin de cuentas no conducía a ningún lado.

Will vio a un grupo de mujeres merodeando por la acera. Iban disfrazadas: de colegiala, de stripper, un transexual que se parecía mucho a la madre de Los problemas crecen. Will bajó la ventanilla y ellas intercambiaron miradas para ponerse de acuerdo sobre quién se acercaba. Conducía un Porsche 911 reconstruido pieza a pieza. Le había llevado casi una década restaurarlo, y las prostitutas tardaron una década en decidir a quién enviar.

Por fin se acercó una de las colegialas. Se asomó por la ventanilla, pero retrocedió de forma igualmente precipitada.

– Ah, no -le dijo-. Ni hablar. No pienso follarme a un perro.

Will sacó un billete de veinte dólares.

– Estoy buscando a Lola.

La prostituta torció el gesto y cogió el billete tan rápido que Will sintió que el papel le quemaba los dedos.

– Sí, esa zorra sí que se follará a tu perro. Está en la Dieciocho. Por la zona de la antigua oficina de correos.

– Gracias.

La chica volvió con su grupo.

Will subió la ventanilla y dio la vuelta. Vio a las chicas por el retrovisor. La colegiala le había dado los veinte dólares a su gorila, que a su vez se lo pasaría a su chulo. Will sabía por Angie que las chicas no solían quedarse con el dinero. Sus chulos se ocupaban de alojarlas, darles de comer, comprarles la ropa. Lo único que tenían que hacer ellas era jugarse la vida y la salud todas las noches tirándose a cualquiera que les ofreciera el dinero suficiente. Era la moderna esclavitud, lo cual resultaba irónico, teniendo en cuenta que la mayoría de los chulos, si no todos, eran negros.

Will giró por la calle Dieciocho y aminoró al toparse con un sedán aparcado bajo una farola. El conductor estaba al volante con la cabeza echada hacia atrás. Will esperó unos minutos y una cabeza se alzó desde el regazo del hombre. Se abrió la puerta y una mujer intentó bajarse del coche, pero el hombre la agarró del pelo.

– Mierda -murmuró Will, saliendo del coche de un brinco. Cerró la puerta con el control remoto, echó a correr hacia el coche y abrió la puerta.

– ¿Qué coño? -gritó el hombre, que aún tenía agarrada por los pelos a la mujer.

– Hola, cielo -dijo Lola, alargando su mano hacia Will. Él la agarró sin pensar y ella salió del coche, dejando su peluca en las manos del hombre. Este soltó un improperio, la arrojó a la calle y se apartó del bordillo a tal velocidad que la puerta del coche se cerró sola.

– Tenemos que hablar -dijo Will.

Ella se agachó para recoger su peluca, y a causa de la farola Will le vio hasta las amígdalas.

– Tengo un negocio que atender aquí.

– La próxima vez que necesites ayuda… -dijo Will.

– Fue Angie la que me ayudó, no tú. -Se colocó bien la falda-. ¿Es que no ves las noticias? La policía encontró en ese apartamento coca suficiente para enseñar a cantar al mundo entero. Soy una puta heroína.

– Balthazar se va a poner bien. Me refiero al bebé.

– ¿Baltha-qué? -preguntó frunciendo el ceño-. Dios, ese crío no tenía mucho futuro.

– Tú le cuidaste. Significaba algo para ti.

– Sí, bueno. -Lola se puso la peluca intentando que quedara derecha-. Tengo dos hijos, ¿sabes? Los tuve en el trullo. Tenía que pasar un tiempo con ellos antes de que el estado me los quitara.

Tenía los brazos muy flacos, y a Will le recordó a las chicas de los videos thinspo que había visto en el ordenador de Pauline. Esas chicas pasaban hambre porque querían estar delgadas; Lola porque no tenía dinero para comer.

– Así -dijo Will enderezándole la peluca.

– Gracias.

Echó a andar para reunirse con su grupo. Se veía la mezcla habitual de colegialas y golfas, pero eran mayores, más resabiadas. La calle acababa endureciéndolas. Dentro de nada, Lola y su pandilla estarían en la Veintiuno, una calle tan degradada que en el orden del día de la comisaría del distrito figuraba como algo rutinario el envío de ambulancias para recoger a las que morían durante la noche.

– Podría arrestarte por obstrucción a la justicia -la amenazó.

Lola siguió caminando.

– Pues tampoco me importaría volver a la cárcel. Hace mucho frío esta noche para andar por la calle.

– ¿Angie sabía lo del bebé? -Lola se detuvo-. Dímelo.

Muy despacio, la prostituta se dio la vuelta. Buscó los ojos de Will con la mirada, no tratando de encontrar la respuesta adecuada, sino intentando descubrir lo que Will quería oír.

– No.

– Mientes.

La expresión del rostro de Lola se mantuvo impasible.

– ¿De verdad se va a poner bien?

– Ahora está con su madre. Creo que sí.

Lola se puso a buscar algo dentro del bolso y sacó una cajetilla de tabaco y una caja de cerillas. Will esperó a que se encendiera el cigarrillo y le diera una calada.

– Estaba en una fiesta. Un tío que conozco me dijo que habían montado un tenderete en un ático de lujo y que el portero hacía la vista gorda; la gente entraba y salía como Pedro por su casa. Era un rollo para pijos, ya sabes, gente que necesita un sitio agradable para un par de horas donde nadie haga preguntas. Se monta una buena juerga, al día siguiente viene la chacha y lo limpia todo. Los que viven allí vuelven de Palm Beach o de donde sea y no se enteran de nada. -Se quitó un poco de tabaco de la lengua-. Pero esa vez la cosa no salió bien. Simkov, el portero, le tocó las pelotas a alguien del edificio. Le dijeron que en quince días le daban la patada y él empezó a dejar pasar a lo peor de lo peor.

– ¿Como tú? -Lola alzó la barbilla-. ¿Cuánto se llevaba el portero?

– Tienes que hablar de eso con los chicos. Yo me limito a ir y a follar.

– ¿Qué chicos?

Lola exhaló una larga bocanada de humo. Will esperó, sabía que no debía presionarla demasiado.

– ¿Conocías a la dueña del apartamento?

– Ni la he visto, ni la conozco, ni he oído hablar de ella.