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Se tumbó de lado, con los brazos pegados a las caderas, haciendo fuerza con los pies para elevar el tronco, estirando el cuello para poder enderezarse. Se mantuvo en esa posición, con los músculos en tensión, sudando, con la venda raspándole la piel, mientras se concentraba en el objetivo. Las cadenas que llevaba en las muñecas tintineaban al moverse y, sin pensarlo, echó la cabeza hacia atrás y la golpeó contra la pared.

Un intenso dolor bajó por su cuello. Vio estrellas -literalmente- flotando ante sus ojos. Cayó sobre su espalda jadeando, tratando de no hiperventilar, deseando no desmayarse.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó la otra mujer.

¿La muy zorra había estado tendida de espaldas como un cadáver las últimas doce horas, inmóvil, indiferente, y ahora se ponía a hacer preguntas?

– Cállate -le espetó Pauline.

No tenía tiempo para esa mierda. Rodó una vez más sobre el costado, poniendo su espalda en paralelo a la pared, moviéndose unos centímetros más. Contuvo la respiración, cerró los ojos con fuerza y volvió a golpear la cabeza contra la pared.

– ¡Joder! -gritó, le dolía tanto la cabeza que parecía que iba a estallar.

Volvió a tumbarse sobre la espalda. Tenía sangre en la frente, empezaba a gotear por debajo de la venda y se le estaba metiendo en los ojos. No podía parpadear, no podía limpiársela. Sentía como si tuviera una araña paseándose por sus párpados, filtrándose hasta sus globos oculares.

– No -dijo Pauline, y se encontró envuelta en una alucinación, con arañas caminando sobre su rostro, metiéndose dentro de su piel, poniendo huevos en sus ojos-. ¡No!

Se volvió a sentar rápidamente, y la cabeza le dio vueltas por el repentino movimiento. Estaba jadeando otra vez y colocó la cabeza entre las rodillas, tocando sus muslos con el pecho. Tenía que serenarse. No podía ceder a la sed. No podía dejar que la demencia se instalara de nuevo en su cerebro y le hiciera olvidar dónde estaba.

– ¿Qué estás haciendo? -le susurró la extraña, asustada.

– Déjame en paz.

– Te va a oír. Va a bajar.

– No -le espetó Pauline. Entonces, para demostrarlo, se puso a gritar-. ¡Baja aquí, hijo de puta! -Tenía la garganta tan irritada que el esfuerzo le hizo toser, pero continuó gritando-: ¡Estoy intentando escapar! ¡Ven a detenerme, cabrón, hijo de puta!

Se quedaron esperando. Pauline contaba los segundos. No se oyeron pisadas en la escalera. No se encendió ninguna luz. No se abrió ninguna puerta.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó la extraña-. ¿Cómo sabes lo que está haciendo?

– Está esperando a que una de las dos se desmorone -le dijo Pauline-. Y no voy a ser yo.

La mujer le hizo otra pregunta, pero Pauline la ignoró y se colocó otra vez junto a la pared. De nuevo intentó golpear su cabeza contra la pared, pero no pudo hacerlo. No podía hacerse daño deliberadamente otra vez. No en ese momento. Más tarde. Descansaría unos minutos y volvería a intentarlo.

Rodó sobre su espalda, llorando. No abrió la boca porque no quería que su compañera supiera que estaba llorando. Pero la otra mujer la oyó, y oyó que se deslizaba por encima de su propio pis. Aquel espectáculo se había terminado. Ya no se venderían más entradas.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó la desconocida.

– ¡No es asunto tuyo! -ladró Pauline. No quería hacer amigos. Quería salir de allí como fuera, y si para eso tenía que pasar por encima del cadáver de aquella mujer lo haría sin el menor reparo-. Cállate ya.

– Dime qué es lo que estás haciendo, a lo mejor puedo ayudarte.

– Tú no puedes ayudarme, ¿te enteras? -Pauline se retorció para volverse hacia la desconocida, pese a que estaban en medio de la más absoluta oscuridad-. Escúchame bien, zorra: solo una de las dos va a salir de aquí con vida y no vas a ser tú. ¿Me has entendido? La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que huela a cloaca cuando todo esto acabe, ¿vale?

La desconocida guardó silencio. Pauline se echó sobre su espalda, mirando hacia arriba en la oscuridad y tratando de acercarse a la pared de nuevo.

– Tú eres Delgada de Atlanta, ¿verdad? -le preguntó la mujer en un susurro.

A Pauline se le cerró la garganta como si le hubieran puesto una soga al cuello.

– ¿Qué?

– «La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que acabe oliendo a cloaca» -repitió la mujer-. Lo dices muy a menudo. -Pauline se mordió el labio-. Yo soy Mia-Tres.

«Mia», una forma coloquial de referirse a la bulimia. Pauline reconoció el nombre de usuario, pero siguió en sus trece.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Enseñaste ese correo electrónico a la gente del trabajo?

Pauline abrió la boca para respirar un poco. Se puso a pensar en qué más cosas había dicho en aquel grupo Pro-Ana en Internet, todos aquellos pensamientos desesperados que de algún modo había acabado tecleando en su ordenador. Era casi como purgarse, solo que en lugar de vaciar el estómago se vaciaba tu cerebro. Contarle a alguien todos aquellos pensamientos horribles, saber que ellas también los tenían, hacía que fuese un poco más fácil levantarse por la mañana.

Y ahora la desconocida ya no era tal.

– ¿Les enseñaste el correo? -repitió Mia.

Pauline tragó saliva, aunque en su garganta no había más que polvo. No podía creerse que estuviera atada como un puto cerdo y aquella mujer quisiera hablar de trabajo. Eso ya no importaba. Nada importaba ya. El mensaje de correo pertenecía a otra vida, una vida en la que Pauline tenía un trabajo que no quería perder, una hipoteca, una letra del coche. Estaban esperando a que las violaran, las torturaran y las asesinaran, ¿y a esa mujer le preocupaba un puto correo electrónico?

– No llegué a llamar a Michael, mi hermano -dijo Mia-. Quizá me esté buscando.

– No te va a encontrar -le dijo Pauline-. No aquí.

– ¿Dónde estamos?

– No lo sé -dijo Pauline, y era verdad-. Cuando me desperté estaba en el maletero de un coche, encadenada. No estoy muy segura de cuánto tiempo estuve allí. El maletero se abrió, me puse a gritar y entonces me dio otra descarga. -Cerró los ojos-. Luego me desperté aquí.

– Yo estaba en el jardín trasero de mi casa -le contó Mia-. Oí un ruido. Pensé que a lo mejor era un gato… Cuando recobré el sentido estaba dentro de un maletero. No estoy segura de cuánto tiempo me tuvo allí. A mí me parecieron días. Intenté llevar la cuenta de las horas, pero…

Se quedó callada un rato, y Pauline no supo cómo interpretar ese silencio. Por fin Mia se decidió a hablar.

– ¿Crees que fue así como nos encontró, a través del chat?

– Seguramente -mintió Pauline.

Pauline sabía cómo las había encontrado, y no había sido en aquel maldito chat. Había sido ella quien las había llevado hasta allí; había sido su enorme bocaza la que las había metido en aquel lío. No iba a contarle a Mia lo que sabía: solo serviría para que le hiciera más preguntas, y con las preguntas vendrían las acusaciones que Pauline sabía que no podría soportar.

No en ese momento. No cuando sentía que su cerebro estaba relleno de algodón, y la sangre que se le metía en los ojos era como las patas peludas de un millón de arañas.

Pauline respiró hondo, intentando no caer presa del pánico. Pensó en Felix y en cómo olía cuando lo bañaba con ese jabón que compró en Colony Square durante su pausa para comer.

– Todavía está en la caja, ¿verdad? -le dijo Mia- Encontrarán el mensaje en la caja y sabrán que le dijiste al tapicero que midiera el ascensor.

– ¿Y qué coño importa eso ahora? ¿Es que no te das cuenta de dónde estamos, de lo que nos va a pasar? ¿Qué más da si encuentran el correo o no lo encuentran? Pues menudo consuelo. «Está muerta, pero tenía razón desde el principio.»

– Ya es más de lo que conseguiste en vida.