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– Son ustedes de lo que no hay, ¿lo sabía?

Amanda se recostó en su silla.

– No recuerdo bien sus anuncios, señor Finney; ¿está usted familiarizado con las leyes de inmigración? -Se puso a silbar la melodía de los anuncios televisivos de Finney.

– ¿Cree usted que se va a salir por la tangente con un tecnicismo? Mire a este hombre.

Finney señaló a su cliente y Faith tuvo que admitir que el abogado tenía razón. Simkov tenía la nariz torcida en el punto en que Will le había destrozado el cartílago. Tenía el ojo derecho tan hinchado que apenas podía abrirlo. Incluso la oreja estaba hecha una pena; había varios puntos en el lóbulo, que Will le había roto en dos.

– Su oficial le dio una paliza de muerte -dijo Finney-, ¿y a usted le parece bien? -No esperó a que Amanda respondiera-. Otik Simkov huyó de un régimen comunista y vino a este país para poder empezar desde cero. ¿Cree usted que lo que está haciendo respeta el espíritu de nuestra Constitución?

Amanda tenía respuesta para todo.

– La Constitución es para los inocentes.

Finney cerró bruscamente su maletín.

– Voy a convocar una rueda de prensa.

– Será un placer poder contarles a los medios que el señor Simkov obligó a una puta a que le hiciera una mamada antes de dejarla subir para dar de comer a un bebé moribundo de seis meses. -Se inclinó sobre la mesa-. Dígame, señor Simkov: ¿le ofreció unos minutos más con el niño si se lo tragaba?

Finney se tomó unos segundos para rearmarse.

– No niego que este hombre sea un cabrón, pero incluso los cabrones tienen derechos.

Amanda le dedicó a Simkov una gélida sonrisa.

– Solo si son ciudadanos de Estados Unidos.

– Es increíble, Amanda. -Finney parecía realmente asqueado-. Algún día esto se va a volver en tu contra. Lo sabes, ¿no?

Amanda mantenía una especie de duelo de miradas con Simkov, dejando al margen a todos los demás. Finney se volvió entonces hacia Faith.

– ¿A usted le parece bien todo esto, agente? ¿Le parece bien que su compañero le haya dado una paliza a un testigo?

A Faith no le parecía nada bien, pero no era el momento de andarse con evasivas.

– En realidad soy agente especial. «Agente» es un término que se utiliza para referirse a un policía uniformado de a pie.

– Esto es genial. Atlanta es ahora Guantánamo. -Se volvió hacia Simkov-. Otik, no te dejes intimidar. Tienes tus derechos.

Simkov seguía mirando fijamente a Amanda como si pensara que podía desarmarla con la mirada. Movía los ojos de un lado a otro, percibiendo su resistencia. Finalmente asintió con brusquedad.

– Muy bien. Retiro la demanda. Y a cambio se olvida usted de todo esto.

Finney no quería ni oír hablar de ello.

– Como su abogado le aconsejo que…

– Ya no es usted su abogado -le interrumpió Amanda-. ¿No es cierto, señor Simkov?

– Correcto -confirmó. Se cruzó de brazos y miró al frente.

Finney volvió a maldecir entre dientes.

– Esto no se acaba aquí.

– Yo creo que sí -le dijo Amanda, recogiendo el legajo con los detalles de la demanda contra la ciudad.

Finney maldijo de nuevo, incluyendo esta vez a Faith, y abandonó la sala.

Amanda tiró los papeles de la demanda a la papelera. Faith percibió el ruido de los folios al volar por los aires. Se alegraba de que Will no estuviera presente, porque por más remordimientos de conciencia que esto le provocara a ella, a su compañero prácticamente le estaban matando los suyos. Finney tenía razón: Will se había librado del correspondiente castigo por un mero tecnicismo. Si Faith no hubiera estado ayer en ese pasillo vería las cosas de un modo muy diferente.

Rememoró la imagen de Balthazar Lindsey tendido en el cubo del reciclaje a escasos metros del apartamento de su madre, y todo lo que se le venía a la mente excusaba el comportamiento de Will.

– Muy bien -dijo Amanda-. ¿Podemos dar por supuesto que hay honor entre delincuentes, señor Simkov?

Simkov asintió ostensiblemente.

– Es usted una mujer muy dura.

Amanda parecía halagada por el cumplido, y Faith se dio cuenta de lo contenta que estaba de volver a verse en la sala de interrogatorios. Probablemente le aburría soberanamente pasarse la vida en reuniones administrativas discutiendo presupuestos y remodelando organigramas. No era de extrañar que aterrorizar a Will fuera su único hobby.

– Hábleme del chanchullo que tenía usted montado con los apartamentos.

Simkov extendió las manos y se encogió de hombros.

– Esta gente rica se pasa la vida viajando. A veces les alquilo los apartamentos a otras personas. Ellos entran allí, se dedican a… -hizo un gesto obsceno con las manos-… y yo me saco un dinerito. La criada va al día siguiente y todos contentos.

Amanda asintió, como si fuera algo totalmente comprensible.

– ¿Qué pasó con el apartamento de Anna Lindsey?

– Pensé que por qué no sacarle partido. El cabrón del señor Regus, el del 9.°, sabía que estaba pasando algo. Él no fuma, y volvió de uno de sus viajes de negocios y se encontró una quemadura de cigarrillo en su moqueta. Yo la vi, casi no se notaba. No era para tanto. Pero me causó problemas.

– ¿Le despidieron?

– Me dijeron que tenía quince días para irme, que me darían referencias. -Se encogió de hombros otra vez-. Yo ya tenía otro trabajo a la vista. Una urbanización cerca del Phipps Plaza. Vigilancia veinticuatro horas. Un sitio con mucha clase. Turnos con otro tío: él hace el turno de día y yo el de noche.

– ¿Cuándo reparó usted en que Anna Lindsey no estaba?

– Todos los días a las siete en punto sale con su bebé. Y de repente un día no apareció. Miré mi buzón, que es donde los vecinos me dejan notas y sobre todo quejas: no puedo abrir tal ventana, no puedo sintonizar los canales de televisión… cosas que no tienen nada que ver con mi trabajo, ¿entiende? El caso es que vi una nota de la señora Lindsey diciéndome que se iba de vacaciones dos semanas. Imaginé que se habría ido ya. Normalmente me dicen adónde van, pero a lo mejor pensó que yo ya no estaría allí cuando volviera y que no merecía la pena.

Aquello coincidía con lo que les había dicho Anna Lindsey.

– ¿Es así cómo se comunicaba normalmente con usted, por medio de notas? -preguntó Amanda.

Simkov asintió.

– No le caigo bien. Dice que soy muy descuidado. -Torció el gesto-. Hizo que la comunidad me comprara un uniforme que me hace parecer un mono. Me obligaba a decir «sí, señora» y «no, señora» como si fuera un niño.

Eso parecía encajar con el perfil de las víctimas.

– ¿Cómo supo que se había ido? -le preguntó Faith.

– No la vi bajar. Normalmente va al gimnasio, o a la tienda, saca al bebé a pasear. Me suele pedir ayuda para sacar y meter el cochecito en el ascensor. -Se encogió de hombros-. Pensé que se habría ido.

– Así que usted dio por supuesto que Anna Lindsey estaría fuera dos semanas -dijo Amanda-, y las fechas coincidían perfectamente con sus últimos quince días en ese edificio.

– Me lo puso muy fácil -admitió.

– ¿A quién llamó usted?

– Al chulo. Al que encontraron muerto. -Por primera vez Simkov perdió algo de su arrogancia-. No era tan malo. Le llamaban Freddy. No sé cuál era su verdadero nombre, pero siempre fue honesto conmigo. No como otros: si le decía dos horas, se quedaba dos horas. Y pagaba a la criada. Así de fácil. Hay otros que intentan apretarme las tuercas… intentan negociar, no se van cuando se tienen que ir. Yo también lo hago; no les llamo cuando tengo un apartamento disponible. Freddy grabó un vídeo musical una vez en un apartamento. Esperaba poder verlo en la tele, pero nunca lo vi. A lo mejor es que no pudo encontrar un agente. La música es un negocio muy duro.

– La fiesta en casa de Anna Lindsey se les fue de las manos -dijo Amanda, constatando lo que era evidente.