Echó una mirada al extraño anillo de oro que Nibenay le había entregado y le vinieron a la memoria las inquietantes palabras de despedida del Rey Espectro: «No me falles, Valsavis».
Valsavis no tenía intención de fracasar. Pero no porque temiera al monarca; él no temía a nada, no temía a la muerte en ninguna de sus formas. Siempre había sabido que tarde o temprano, de uno u otro modo, la muerte sería simplemente inevitable. Era preferible aplazarla lo máximo posible, pero cuando llegara el momento se enfrentaría a ella con ecuanimidad. Existían, desde luego, cosas peores que la muerte, como el Rey Espectro le había recordado con toda intención, y Valsavis sabía que Nibenay le podía infligir un sinnúmero de desagradables destinos si fracasaba; aunque eso no era lo que le impelía. Lo que le empujaba hacia adelante era la emoción de la caza, sus complejidades, el desafío de la persecución y el resultado final.
Valsavis había visto el miedo en el rostro de los hombres más veces de las que podía contar. Siempre le pareció fascinante porque él jamás lo había sentido. No sabía por qué; era como si careciera de una parte esencial de su ser. Nunca había sido capaz de experimentar emociones fuertes. Aunque había disfrutado del abrazo lascivo de muchas mujeres, en ninguna ocasión sintió amor siquiera por una de ellas. Lo que le habían dado había sido un efímero placer físico y, de vez en cuando, un cierto estímulo mental, pero nada más. Jamás había conocido el odio, la alegría o la tristeza, y era consciente de que carecía por completo de emociones que la mayoría de hombres daba por descontadas. Estaba capacitado para mostrar un humor irónico y sarcástico, pero sólo porque lo había aprendido, no porque lo hubiera desarrollado naturalmente. Podía reír, sin embargo también eso era una respuesta aprendida; en realidad, no le gustaba el sonido de la risa.
Con lo que disfrutaba —hasta el punto en que parecía capaz de disfrutar con algo– era engendrando fuertes respuestas emocionales en otros. Siempre le fascinaba la impresión que producía en las mujeres, la forma en que lo miraban, cómo se sentían atraídas por él, los sonidos que emitían mientras hacían el amor. También le intrigaba el efecto que ejercía sobre los hombres, el modo como lo observaban con aprensión cuando pasaba, con una mezcla de envidia, respeto y temor. Pero lo que más buscaba era la estimulación de las respuestas que provocaba en su presa.
Siempre que le fue posible, evitó atacar sin previo aviso, porque quería que la víctima supiera que iba en su persecución. Quería contemplar el efecto que le causaba. A menudo jugaba con la presa del mismo modo que un gato montés, sólo para ver sus reacciones. Y, justo antes de matar, siempre intentaba mirar a los ojos del desdichado, para percibir cómo comprendía lo que le aguardaba y observar su respuesta. Unos daban rienda suelta a un terror despreciable; otros se derrumbaban, rogaban y le suplicaban; había quien lo contemplaba con odio, desafiante hasta el final, y algunos sencillamente aceptaban la muerte con resignación. Había visto todas las respuestas posibles, y, a pesar de ser diferentes, tenían una cosa en común: por un breve instante, mientras morían, siempre advertía un destello en los ojos, aquella mezcla de perplejidad y horror al comprender que él no se inmutaba. Era una expresión atormentada, y en cada ocasión se preguntaba qué debía sentir la víctima en ese brevísimo instante.
Se incorporó y contempló las Llanuras de Marfil. Ése era el camino que habían tomado. ¿Por qué? No resultaba un viaje fácil, ni siquiera para alguien montado en un kank, como era su caso. El elfling y la sacerdotisa habían marchado a pie. No obstante, sabía que se habían educado en la Disciplina del Druida y en la Senda del Protector, y, como resultado, estarían mejor preparados que la mayoría para realizar tan penosa expedición. Sin duda, viajarían de noche y descansarían durante el día. Él haría lo mismo, pero montado iría bastante más deprisa. Intentó calcular qué delantera le llevaban. Cuatro días, quizá cinco; no más de seis. No le resultaría muy difícil acortar distancias.
Daba la impresión de que se encaminaban hacia las Montañas Mekillot. ¿Qué esperaban encontrar allí? ¿Pretendían hallar refugio entre los forajidos? ¿Quizás obtener su ayuda? «Tal vez —se dijo Valsavis—, pero no parece probable.» Los bandidos no sentían simpatía por los protectores; no sentían simpatía por nadie. No les importaban más que las ganancias adquiridas por medios ilícitos, y antes matarían a quien deseara reclutarlos y despojarían al cadáver de todo su dinero. El elfling no era un estúpido, según decía todo el mundo, y sin duda lo sabría. Probablemente, evitarían a los forajidos, si es que podían.
¿Qué más podían buscar en esa dirección? No había poblados en las Montañas Mekillot; sólo existía el pequeño pueblo llamado Paraje Salado, situado al otro lado, un refugio para esclavos fugitivos y gobernado por un antiguo gladiador entrado en años llamado Xaynon. Hasta la llegada de Xaynon, los aldeanos habían sobrevivido, hasta cierto punto, cazando en las montañas y asaltando caravanas con destino a Gulg y Nibenay. Sin embargo, como salteadores, tenían que competir con los malhechores, que reivindicaban la exclusividad de sus derechos sobre las caravanas de la zona. Este conflicto había desembocado en ataques de los antiguos esclavos contra los malhechores, quienes respondían acometiendo impetuosamente el poblado de Paraje Salado. Por fin, ambas facciones comprendieron que pasaban más tiempo atacándose entre ellas que asaltando caravanas.
Xaynon sugirió una solución extraordinaria. Como antiguo gladiador, había presenciado la puesta en escena de muchas producciones teatrales en la arena del circo, y decidió organizar a los aldeanos en compañías ambulantes de teatro que irían al encuentro de las caravanas y, en lugar de atacarlas, actuarían para ellas. Ni que decir tiene que cobraban por el espectáculo ofrecido, y, cuando marchaban, informaban a los forajidos —a cambio de una gratificación, desde luego– sobre la disposición de la cuadrilla, las mercancías que transportaba, y los efectivos de defensa con los que contaba. Los bandidos atacaban la caravana, los actores recibían parte del botín y, más tarde, estos últimos actuaban para los forajidos durante la celebración del éxito obtenido entre ambos.
Era un empresa que beneficiaba a todas las partes, y Paraje Salado se había convertido en un pueblecito ruidoso y bullicioso de cómicos de la legua, acróbatas, malabaristas, músicos y algún que otro bardo venido de fuera por añadidura. Los forajidos llegaban ahora como visitantes gratos en lugar de asaltantes, y algunos viajeros en busca de estímulos con un toque de peligrosidad se desviaban a menudo de su ruta para pasar por Paraje Salado, donde podían entregarse al juego hasta quedar satisfechos, asistir a sofisticadas producciones teatrales, beber hasta hartarse y elegir a su gusto entre mozas bien dispuestas. Por regla general, marchaban sin siquiera una pieza de cerámica en los bolsillos, y sin embargo eso nunca pareció detener el continuo fluir de ansiosos recién llegados.