Sorak recuperó el conocimiento sin saber qué había sucedido. Estaba tumbado cuan largo era sobre el estómago, tapado con su propia capa. Casi había amanecido. La fogata ardía con fuerza, y le llegó el aroma de carne asándose. Abrió los ojos y vio a un hombre sentado con las piernas cruzadas junto al fuego, cocinando un trozo de carne ensartado en un espetón. Se sentó inmediatamente y lanzó una exclamación ahogada al sentir cómo un aguijonazo de dolor le atravesaba el hombro.
—Cuidado, amigo —dijo el hombre sentado junto al fuego—. Muévete despacio o, de lo contrario, arruinarás todo mi trabajo.
Sorak se miró el hombro. Su túnica había desaparecido y tenía el hombro vendado de un modo tosco pero eficaz. Bajo el vendaje había algunas hojas de kanna bien machacadas para formar una cataplasma.
—¿Tú hiciste esto? —inquirió Sorak.
—Apliqué la cataplasma y el vendaje —respondió el hombre—. Sin embargo, no causé la herida.
—¿Quién fue?
—¿No lo sabes?
—No —Sorak meneó la cabeza—, no recuerdo nada. —De improviso, miró a su alrededor—. ¡Ryana! ¿Dónde está ella?
—No vi a nadie cuando llegué —replicó el desconocido—. Pero, poco antes, hubo aquí un grupo de hombres. Si tu compañera estaba en este lugar sola, sin duda se la han llevado con ellos.
—Entonces, debo ir en su busca de inmediato —dijo Sorak. Intentó ponerse en pie, pero su rostro se contrajo en una mueca a causa del dolor que experimentó en el hombro al moverse. Se sintió mareado.
–No creo que fueras de mucha utilidad a tu compañera en tu actual estado —indicó el desconocido—. Ya nos ocuparemos de tu amiga. Por ahora, necesitas energía. —Levantó un trozo de carne cruda ensartado en una daga—. Los elfos comen la carne cruda, ¿verdad?
Muy a su pesar, Sorak empezó a relamerse ante la visión de la carne. Sabía que la tribu se había alimentado ya, pero desconocía cuánto tiempo había estado inconsciente, y la herida lo había debilitado. «Al demonio con los votos del druida —se dijo mientras aceptaba la carne que le ofrecía el otro—. Ryana me necesita y yo preciso de toda mi energía para curarme.»
—Gracias —dijo al robusto desconocido.
—Eres pequeño para ser elfo —observó éste—. ¿Eres en parte humano?
—En parte halfling —replicó él.
El hombre elevó las cejas sorprendido.
—¿De veras? ¿Y cómo ocurrió algo tan peculiar?
—No lo sé. No conocí a mis padres.
—Ah —dijo el desconocido asintiendo comprensivo—. La vida en Athas puede ser muy dura.
Mientras comía, Sorak estudió atentamente al hombre. Era alto y fornido, muy musculoso, con complexión de luchador, pero ya había dejado atrás la juventud. Las facciones delataban su edad, pero el cuerpo la contradecía. Lucía una larga cabellera gris, que descendía por debajo de los hombros, y una espesa barba cana; se cubría con una túnica de cuero sin mangas que dejaba al descubierto los poderosos brazos, y con pantalones también de cuero; calzaba mocasines altos, con flecos en la parte superior, y portaba muñequeras claveteadas; llevaba también una espada de hierro y varias dagas en el cinto, y dada la extrema rareza de cualquier clase de metal en Athas, todo ello era claro testimonio de su pericia como luchador. Algún aristocrático mecenas adinerado y agradecido le habría donado las armas, y él era lo bastante hábil como para conservarlas y no permitir que un luchador más diestro se las quitara. Sorak pensó enseguida en su propia espada y se llevó la mano al costado. No estaba allí.
–Tu arma está a salvo —dijo el desconocido con una sonrisa al observar su reacción de alarma—. Sigue en su vaina, junto a tu túnica, allí.
Sorak miró en la dirección que le indicaba y vio que Galdra se encontraba a buen recaudo a su lado, a menos de un metro de distancia, encima de la túnica.
—Muchos hombres se habrían sentido tentados de quedarse con ella —dijo.
El otro se limitó a encogerse de hombros.
—No me gustó su forma —contestó—. Un arma hermosa, sin duda, pero no apropiada para mi modo de combatir. Supongo que podría haberla vendido. Seguramente habría obtenido mucho dinero, pero en ese caso habría tenido el problema de pensar en qué gastarlo. Demasiado dinero sólo trae problemas.
—¿Cómo te llamas, forastero? —preguntó Sorak.
—Mi nombre es Valsavis.
—Estoy en deuda contigo, Valsavis. Mi nombre es Sorak.
Valsavis simplemente gruñó.
Sorak sintió cómo le volvían las fuerzas una vez que terminó su carne cruda. Era carne de z´tal y tenía un sabor sumamente delicioso.
—Debo curarme, Valsavis, para estar en condiciones de perseguir a los hombres que se llevaron a mi amiga.
—¿Sí? ¿Estás versado en el arte de curar? ¿Eres un druida, entonces?
—¿Y qué si lo soy?
—Me han curado druidas en el pasado —respondió él encogiéndose de hombros—. No tengo nada en contra de ellos.
Sorak cerró los ojos y permitió que la Guardiana tomara el control. En voz muy baja, ésta musitó las frases de un conjuro sanador, concentró sus energías y extrajo un poco de fuerza adicional de la tierra, pero no tanta como para dañar alguna planta. Sorak notó que recuperaba las fuerzas a medida que la herida empezaba a sanar.
Pasado un rato, la curación finalizó, y la Guardiana volvió al interior. Sorak se incorporó, retiró el vendaje y la cataplasma, y fue en busca de su túnica y su espada.
—Eso ha sido extraordinariamente rápido —dijo Valsavis contemplándolo con interés.
—Poseo un don para la curación —respondió el elfling mientras se ceñía la espada.
—Y al parecer un don para recuperarte del esfuerzo que requiere —observó el otro—. He visto a algunos druidas realizando conjuros curativos; casi siempre los deja agotados y necesitan reposar durante horas.
—Yo no tengo tiempo para eso. Te agradezco tu amabilidad, Valsavis, pero debo ir en ayuda de mi amiga.
—¿Solo? ¿Y a pie?
—No tengo montura.
—Yo sí —dijo Valsavis—. Mi kank está atado justo detrás de estas rocas.
—¿Me ofreces tu ayuda? —Sorak lo miró asombrado.
Valsavis se encogió de hombros.
—No tengo nada mejor que hacer.
—No me debes nada. Más bien, soy yo quien está en deuda contigo. Esos hombres que se llevaron a mi amiga eran probablemente un grupo de forajidos y se estarán dirigiendo a su campamento. Seguro que nos superan en número.
—Si llegan a su campamento —observó Valsavis.
Sorak examinó el rastro que partía de las rocas.
—Como mínimo, son seis o siete —anunció.
—Nueve —dijo el otro.
Sorak le dirigió una mirada llena de curiosidad.
—Nueve, pues. Y nosotros sólo somos dos.
—Sin mí no serías más que uno.
—¿Por qué tendrías que arriesgar la vida por mí? —inquirió el elfling—. No tengo dinero y no te puedo pagar.
—No he pedido que se me pague.
—¿Por qué, entonces? —inquirió Sorak perplejo.
—¿Por qué no? —objetó el otro volviéndose a encoger de hombros—. Ha sido un viaje largo y sin incidentes. Y ya no tengo una edad en la que me pueda permitir permanecer ocioso durante mucho tiempo. He de mantenerme en forma o todos los buenos trabajos irán a parar a hombres más jóvenes.
—¿Y si fracasamos?
—Jamás había pensado que viviría tanto tiempo —replicó Valsavis categórico—. La idea de morir en la cama no me atrae. Carece de fastuosidad.
—No sé por qué —dijo Sorak con una sonrisa—, pero nunca había considerado la muerte como algo fastuoso.
—La muerte en sí no es más que la muerte —repuso Valsavis—. Es cómo vive uno hasta ese instante definitivo lo que importa.