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El pueblo de Paraje Salado estaba situado al pie de la ladera meridional de las Montañas Mekillot, retirado y aislado. Lejos de allí, en dirección norte, a través de las Llanuras de Marfil, la ruta de las caravanas procedentes de los territorios septentrionales terminaba en la ciudad de Nibenay. Al oeste, cruzando las montañas y las Llanuras de Marfil, el itinerario de las caravanas que procedían de Altaruk bordeaba los límites más occidentales de la salada planicie, describía una curva en sentido nordeste y terminaba en la ciudad de Gulg. Hacia el este y el sur, no había nada excepto un terreno yermo y desierto, cuya superficie ocupaba kilómetros y kilómetros. Más al sur, la planicie salada daba paso a enormes cuencas interiores de cieno salpicadas de solitarias islas de arena. En el extremo austral, desde la estrecha franja de tierra que separaba las cuencas del Mar de Cieno, se extendía una península. En la punta de esta península, más alejadas aun de la civilización, estaban las ruinas de Bodach, la ciudad de los no muertos.

Nadie se detenía en Paraje Salado de camino a otra parte porque la población se encontraba lo más apartada que podía estar. Paraje Salado no poseía ningún valor estratégico, por lo que las guerras de Athas nunca llegaban allí; tampoco disfrutaba de recursos naturales dignos de mención, de modo que no existía competencia por ellos, contrariamente a la rivalidad entre Gulg y Nibenay por los bosques de agafari de las Montañas Barrera. En resumen, Paraje Salado no tenía nada en absoluto que la encomendara a nadie, salvo algo por lo que tanto humanos como semihumanos siempre se han tomado muchas molestias: una salvaje, festiva y desenfrenada atmósfera de diversión continua y sensaciones baratas.

El pueblo lo habían fundado esclavos fugitivos como un simple poblado miserable de cabañas desvencijadas y construcciones de adobe, pero había cambiado mucho desde entonces. No era una población grande; sin embargo, la calle mayor estaba atestada de teatros, casas de juego y comidas, tabernas, hoteles, lupanares y recintos de lucha, y ninguno de los locales cerraba jamás. Con los años, otras edificaciones habían surgido alrededor de la calle Mayor, en su mayoría residencias para los aldeanos y tiendas pequeñas que vendían todo lo imaginable, desde armas a talismanes mágicos. Se podía adquirir un frasco de veneno letal o un filtro de amor, o algo tan inocente y decorativo como una vasija de barro o una escultura. En Paraje Salado se podía conseguir casi todo... por un precio.

La forma más corriente de llegar a Paraje Salado era desde la ciudad de Gulg. No existía una ruta de caravanas establecida que atravesara las Llanuras de Marfil, pero periódicamente individuos emprendedores organizaban, a cambio de unos honorarios, pequeños grupos o caravanas que trasladaban viajeros por la planicie y a través del desfiladero Mekillot hasta Paraje Salado. Estas pequeñas caravanas informales no resultaban una gran tentación para los forajidos, puesto que no transportaban una gran cantidad de mercancías. Pero para evitar ser emboscados por culpa del dinero que llevaban encima los viajeros, se pagaba un tributo a los bandidos, que se reflejaba en los honorarios que se cobraban a los clientes.

Otra forma de llegar al poblado era desde Ledópolus del Norte, el poblado enano situado al sudoeste, en la orilla norte del estuario de la Lengua Bífida. Pequeñas caravanas realizaban viajes regulares a Paraje Salado desde Ledópolus del Norte; seguían una ruta nordeste a lo largo de los límites meridionales de las Llanuras de Marfil, donde éstas se encontraban con el desierto de arena situado al sur de las cuencas interiores de cieno. Rodeando las cuencas, esas pequeñas caravanas evitaban en muchos kilómetros el campamento de los bandidos y seguían un itinerario paralelo a la cordillera de las Montañas Mekillot para luego dirigirse directamente hacia el norte a través de un pequeño tramo de las Llanuras de Marfil.

El viajero prudente pagaba por un trayecto de ida y vuelta por adelantado, ya que no era en absoluto extraño que los pasajeros llegaran a Paraje Salado con las bolsas llenas y se vieran luego obligados a irse con las bolsas bien vacías; al menos, aquellos que habían pagado el billete de vuelta por adelantado se podían marchar. El resto no tenían mucho dónde elegir: podían pagarse el billete de vuelta trabajando como sirvientes para sus guías, que aprovechaban la situación para sacar el máximo rendimiento de estos desgraciados, o bien, si los guías no necesitaban criados —y no había escasez de solicitudes– se veían obligados a permanecer en el pueblo y buscar algún tipo de empleo. No obstante, la mayor parte de los empleos buenos la desempeñaban ya los residentes permanentes, o aquellos que con el tiempo se habían convertido en residentes permanentes porque no podían permitirse el viaje de vuelta y habían conseguido, despacio y con mucho esfuerzo, mejorar su situación. Lo que quedaba eran sucias tareas domésticas, u otras de índole peligrosa, como luchar en los recintos dedicados a tal fin o emplearse para ayudar a mantener el orden en una taberna. Tales trabajos, a menudo, tenían un índice de mortalidad muy elevado, en especial en un lugar tan falto de principios como Paraje Salado.

De este modo, la población del lugar había ido creciendo poco a poco con los años. Algunos venían en busca de diversiones y se divertían. Otros eran esclavos huidos de su situación y que habían sido bien recibidos en una ciudad predispuesta a aceptarlos. Había, también, criminales que necesitaban refugiarse de las autoridades; pero encontrar asilo en Paraje Salado era un arma de dos filos porque se trataba de uno de los primeros sitios donde buscaban los cazadores de recompensas. Abundaban, además, artistas de diversa índole: o bien se habían cansado de tener que luchar para conseguir un mecenas en las ciudades, o bien optaban por la libertad de expresión en un lugar donde no había ni reyes-hechiceros ni templarios a quienes pudieran ofender.

Con frecuencia, había más gente en la población de la que podían alojar hoteles y posadas, y para cubrir esa necesidad habían surgido campamentos temporales en las afueras. Éstos facilitaban alojamiento barato, si bien no muy cómodo ni higiénico, y por lo general estaban llenos, aunque siempre era posible introducir uno o dos cuerpos más dentro de una tienda. En los campamentos, el orden lo mantenían, más o menos, guardas mercenarios contratados por los jefes de acampada frecuentemente entre aquellos que se encontraban con las bolsas vacías y la imposibilidad de regresar a casa. También estos empleos tenían, a menudo, un índice muy alto de mortalidad.

Paraje Salado era una ciudad muy tolerante, pero nada indulgente con los que no podían satisfacer sus propias necesidades. Xaynon había decretado que no se permitirían mendigos en la ciudad, ya que eran una plaga para los pobladores. Cuando el número creció tanto que llegó prácticamente a atascar las calles, Xaynon estableció la ley de vagos y maleantes, una de las pocas leyes que se imponían formalmente en el pueblo. Si se encontraba a un mendigo en la ciudad, se le daba a elegir: podía aceptar un odre de agua gratis y empezar a andar por el desierto, o encontrar un empleo —cualquier clase de empleo– en un plazo de veinticuatro horas. Si no lo conseguía, se le contrataba para incorporarse a los equipos de trabajo, que realizaban cualquier tarea que el consejo de la ciudad considerara necesaria. Esto podía implicar ser asignado al destacamento de saneamiento para mantener las calles del pueblo limpias y atractivas, o trabajar en los pelotones de construcción para construir o conservar edificios. Como resultado, Paraje Salado era una ciudad que estaba siempre limpia, y la basura se recogía permanentemente. Sus edificios, si bien no eran grandes ni lujosos, se encontraban en todo momento en buen estado y recibían regularmente un enlucido y un encalado. Las fábricas de ladrillos jamás sufrían de escasez de trabajadores: las calles se pavimentaban de continuo con los ladrillos de color rojo oscuro secados al sol que aquéllas producían. Había, incluso, jardines a lo largo de la calle Mayor; los cuidaban y regaban con regularidad trabajadores que acarreaban barriles desde los manantiales de las laderas situadas al norte de la población.