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—Entonces nosotros haremos lo mismo —repuso el elfling.

—Excepto por la mujer hermosa, con manos fuertes y hábiles —intervino Ryana dirigiéndole una mirada maliciosa.

—Pero si ya tengo una —replicó Sorak, y enarcó las cejas al tiempo que le devolvía una rápida mirada.

Recorrieron la calle Mayor hasta que Valsavis encontró un lugar que le gustó. Era un establecimiento llamado El Oasis, y al atravesar la arcada de acceso, en un jardín bien cuidado de arena rastrillada, se encontraban plantas de desierto y flores silvestres, con un sendero enlosado que lo atravesaba y finalizaba frente a la doble puerta principal profusamente tallada. Un portero permitió que entraran, y penetraron en un amplio vestíbulo de azulejos con un techo alto de nervaduras aceitadas de cacto y gruesas vigas de madera. Había un pequeño estanque en el centro de la estancia; estaba rodeado de plantas colocadas en un jardín de arena que había sido diseñado para crear la ilusión de un oasis en miniatura en medio del desierto. Una terraza abierta circundaba el vestíbulo en el segundo piso y conducía a las habitaciones de las dos alas del edificio; también se veían pasillos que salían a derecha e izquierda del mismo vestíbulo.

Cogieron dos habitaciones. Valsavis se quedó con la más cara que había, en cambio Sorak y Ryana se contentaron con otra algo más barata, que estaba en el primer piso. Valsavis tenía su habitación arriba, en la segunda planta. Si le molestaba esta separación, que dificultaba la vigilancia de ambos jóvenes, no lo demostró.

—Yo, al menos, voy a disfrutar de un largo baño y un masaje —anunció—. Y luego me ocuparé de la cena. ¿Qué planes tenéis vosotros?

—Creo que descansaremos del viaje —respondió el elfling.

—Y la idea de un baño suena fantástica —añadió Ryana.

–¿Os gustaría acompañarme para cenar? —sugirió Valsavis—. Y luego, quizá, podríamos visitar algunas de las casas de juego.

—¿Por qué no? —asintió Sorak—. ¿A qué hora nos encontramos?

—No hay motivo para correr —repuso el mercenario—. Tomaos vuestro tiempo. Paraje Salado nunca cierra. ¿Por qué no nos encontramos en el vestíbulo cuando se ponga el sol?

—Al ponerse el sol, entonces —dijo Sorak.

Se separaron para dirigirse cada cual a su habitación. La de Sorak y Ryana estaba pavimentada con baldosas de cerámica roja y tenía una gran ventana abovedada que daba al jardín. Disponía de dos camas cómodas y grandes, con floridas cabeceras talladas en madera de agafari, y mobiliario acolchado, creado por expertos artesanos a partir de madera de pagafa con incrustaciones de madera de agafari a modo de contraste. Una alfombra tejida cubría el suelo, y la habitación se iluminaba con braseros y lámparas de aceite. El techo era de tablas, atravesado por vigas de madera. Resultaba una habitación digna de un aristócrata. Los baños estaban situados en la planta baja, en la parte posterior del edificio, y tras dejar sus capas y alforjas en la habitación, bajaron a bañarse. Se llevaron las armas con ellos; ni Sorak ni Ryana estaban dispuestos a dejarlas sin vigilancia.

Los cavernosos baños se calentaban mediante hogueras situadas bajo el suelo, y resultaba maravilloso remojarse en ellos en medio de las nubes de vapor que surgían del agua. En un planeta desértico, donde el agua era tan escasa y valiosa, éste era un lujo inimaginable y una de las principales razones de que las habitaciones fueran tan caras. Era la primera vez desde que habían abandonado la gruta de las Planicies Pedregosas que tenían oportunidad de quitarse a fondo el polvo del camino. No vieron a Valsavis, pero había aposentos privados situados al final de los baños, a los que se accedía a través de pequeñas arcadas, donde aquellos clientes que habían pagado por las mejores habitaciones podían disfrutar de un servicio de mayor categoría, con hermosas jóvenes desnudas para frotarles la espalda, lavarles los cabellos y realizar otros servicios que el cliente pudiera tener en mente, a cambio de un pago adicional, claro está.

—¡Qué bien! —dijo Ryana alborozada mientras se recostaba sobre el escalón de baldosas con el agua hasta el cuello—. Podría acostumbrarme a esta vida.

—Yo prefiero mucho más bañarme en las frías y estimulantes aguas de un manantial del desierto o un arroyo de las montañas —repuso Sorak con una mueca—. Es antinatural bañarse en agua caliente.

—Tal vez —replicó ella—, pero ¡me encuentro tan a gusto!

Sorak lanzó un bufido.

—Toda esta agua —dijo– es traída hasta aquí mediante acueductos y calentada por hogueras encendidas en el subsuelo... Incluso en las ciudades más importantes, la mayoría de la gente tiene que lavarse con cubos de agua procedente de los pozos públicos y que transportan hasta sus casas. —Meneó la cabeza—. Me siento como un aristócrata mimado y decadente, y debo decir que no me gusta nada esa sensación.

—Relájate y disfruta, Sorak —aconsejó ella—. Hemos pagado muy caro este privilegio. Y después de cómo me trataron esos miserables bandidos mal nacidos, me encanta pensar que la venta de sus mercancías y propiedades ha servido para todo esto.

—No hemos venido aquí a disfrutar de baños calientes y aposentos dignos de un templario —objetó el elfling—. Hemos venido a buscar al Silencioso.

—Ya habrá tiempo para ello —repuso Ryana.

—¿Con Valsavis viniendo detrás de nosotros?

—¿Qué importa eso? No tiene motivos para impedirnos encontrar al Silencioso. Si no es más que un mercenario que ha venido a divertirse, como afirma, entonces no le importará lo que hagamos; pero si es un agente del Rey Espectro, redundará en su propio beneficio que encontremos al druida, porque, como tú mismo has indicado, querrá seguirnos para que lo conduzcamos hasta el Sabio.

—Siento curiosidad por ver qué hará cuando descubra que nos dirigimos a Bodach —dijo Sorak.

—Si se ofrece a acompañarnos, entonces tendremos aún más razones para recelar de sus motivos —respondió ella encogiéndose de hombros.

—En efecto, pero eso seguirá sin demostrar nada de modo concluyente. Podría sencillamente sentirse tentado por el tesoro de la antigua ciudad.

—Tal y como dijiste la otra vez —replicó Ryana—, no hay nada que podamos hacer con respecto a Valsavis por el momento. Y es posible que sospechemos de él injustamente. Tendremos que limitarnos a esperar y ver qué es lo que hace.

—Sí, pero no me gusta no saber —protestó Sorak.

—Tampoco a mí, sin embargo, preocuparse por ello no cambiará nada. Intenta relajarte y disfrutar. No tendremos una oportunidad parecida en mucho tiempo, si es que la tenemos.

Se recostó en el agua y suspiró profundamente con serena satisfacción. Sorak, en cambio, siguió con la mirada fija en las arcadas del fondo mientras se preguntaba qué pensaría realmente Valsavis.

Valsavis estaba tumbado, desnudo sobre su estómago, encima de gruesas toallas extendidas sobre una mesa de madera y dos hermosas jóvenes daban masaje a su espalda y piernas. Eran expertas en su oficio, y resultaba muy agradable tener aquellos fuertes dedos explorando en profundidad los músculos y aliviando el malestar y la tensión. Sabía que estaba en unas condiciones magníficas para un hombre de su edad —de cualquier edad, más bien—, pero a pesar de ello no era inmune a los efectos del tiempo. Ya no era tan flexible como antes, y en sus músculos se formaban ahora nudos de tensión con mucha más frecuencia que cuando era más joven.

«Me estoy volviendo demasiado viejo para este oficio —pensaba–: demasiado viejo para andar corriendo por el desierto y demasiado viejo para dormir sobre el duro suelo; estoy demasiado cansado para seguir jugando a intrigas.» No había esperado tropezarse con el elfling y la sacerdotisa como lo había hecho. Su plan inicial había sido seguirlos, a distancia, y luego, añadir un poco de salsa a la caza, dejar que descubrieran que los seguía a fin de ver qué intentaban para deshacerse de él. Sin embargo, se le había presentado una oportunidad mucho más interesante, y no había dudado en aprovecharla.