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Cuando encontró al elfling caído en el suelo con una saeta en la espalda, temió que estuviera muerto. No se veía ni rastro de la sacerdotisa, aunque no fue difícil adivinar lo que debía de haber sucedido. Un rápido examen del suelo en las proximidades confirmó de inmediato su suposición. Los dos protectores habían sido víctimas de una emboscada, y se habían llevado a la sacerdotisa. Todo podría haber terminado allí, de esa manera; pero por suerte el elfling no estaba muerto. Cuando se dio cuenta, Valsavis cambió rápidamente sus planes.

¿Por qué no unirse a ellos? Ayudar al joven a seguir a los que lo habían emboscado y a rescatar a la muchacha. Eso los pondría en deuda con él y facilitaría que confiaran en su persona. Frunció el entrecejo pensativo mientras una de las jóvenes empezaba a trabajar en sus fornidos brazos y la otra daba masaje a sus pies. Tal vez había conseguido unirse a ellos, pero no estaba tan seguro de haber ganado su confianza.

La noche que habían dormido en el campamento de los bandidos muertos, los jóvenes se habían quedado despiertos mucho rato junto al fuego hablando en voz baja, y él había notado cómo le observaban fijamente. Había aguzado el oído para escuchar lo que decían, pero sus voces eran demasiado quedas. A pesar de eso, había estudiado a la gente durante tanto tiempo y tan bien que no se le escapaban ciertas indicaciones en el modo de actuar.

Por ahora, se sentía razonablemente seguro de que sospechaban de él. No había hecho nada para delatarse, pero se dio cuenta cuando el elfling intentó sondear sus pensamientos. Había notado, al principio, como si alguien tirara con gran suavidad de un hilo dentro de su mente. Era todavía joven cuando descubrió que era inmune a las sondas paranormales; ni siquiera el Rey Espectro podía hacerlo, y lo había intentado, sin éxito, en varias ocasiones. Claro está que cuando Nibenay lo había probado, no había sido comedido, y el rey dragón era poderoso. Valsavis recordaba bien cómo la experiencia le había dejado la cabeza dolorida durante horas. Quizá fuera ésa una de las razones por las que Nibenay lo utilizaba; ni siquiera un maestro en las artes paranormales podía leer su pensamiento. El mercenario no tenía ni idea de por qué eso era así, pero se sentía agradecido por ello; no le gustaba la idea de que nadie pudiera saber lo que pensaba. Aquella clase de cosas daba una gran ventaja al enemigo.

De todos modos, no había esperado aquel esfuerzo por parte del elfling y lo sorprendió. Aunque el Rey Espectro le había advertido que el joven era un maestro del Sendero, aquello no había preocupado demasiado a Valsavis. Ya se había enfrentado a gente así en otras ocasiones. A menudo resultaban formidables, pero no invulnerables, y vencerlos era siempre un desafío fascinante.

Sin embargo, cuando el elfling intentó por primera vez sondear su mente, Valsavis pensó que no sería muy diferente de las veces en que otros habían intentado lo mismo, pero se equivocó.

La primera intentona le pareció el ya familiar y débil tirón a un imaginario hilo dentro de su cerebro y evitó cuidadosamente demostrar cualquier reacción porque no deseaba que el elfling supiera que él se daba cuenta. Pero el segundo tirón resultó mucho más fuerte, tan fuerte como cuando Nibenay, en ocasiones, lo había intentado, y Nibenay era un rey-hechicero. Aquello sorprendió a Valsavis y le costó disimular esa sorpresa. Luego habían seguido otros intentos más, cada uno más enérgico que el anterior, hasta que le pareció como si alguien intentara extraerle el cerebro de la cabeza. Por vez primera en su vida, Valsavis no estuvo seguro de resistir.

No tenía ni idea de la naturaleza de su aparente inmunidad, y por lo tanto no había modo de que pudiera controlarla. No era algo que hiciera de forma consciente; respondía simplemente tal y como él era. Pero nunca antes se había encontrado con algo parecido a los intentos del elfling por derribar las defensas naturales de su cerebro y había necesitado realizar un supremo esfuerzo de voluntad para evitar una manifiesta reacción física. Le había dolido; había sentido un dolor insoportable durante gran parte del día siguiente, y sólo ahora había desaparecido por completo el malestar.

La fuerza de voluntad del elfling era increíblemente poderosa, mucho más de lo que él le había atribuido, más fuerte de lo que habría imaginado. Ni el Rey Espectro había intentado sondearlo con tanta fuerza. Resultaba sorprendente. No era extraño, pues, que Nibenay lo temiese y que hubiera sacado del retiro al mejor de sus asesinos para que se ocupara de él. Las sondas habían fracasado, no obstante, y Valsavis no creía que el elfling volviera a intentarlo; lo que era una suerte, ya que no deseaba repetir la experiencia. Había sido difícil acabar el día sin revelar su malestar; en el pasado, había recibido golpes de bastón en la cabeza que le dolieron menos. Resultaba de lo más inquietante.

Las repetidas sondas, por otra parte, significaban también que el elfling no confiaba en él. Nadie intentaba abrirse paso en el interior del cerebro de otro si no recelaba. La pregunta era: con exactitud, ¿qué sospechaba el elfling? ¿Desconfiaba simplemente porque se había encontrado con un desconocido en el desierto que le había ofrecido su ayuda sin un motivo aparente? Desde luego, no era ilógico por parte de Sorak temer que él pudiera tener motivaciones ocultas, pero ¿conocía cuáles eran esos motivos?

Valsavis tenía que admitir tal posibilidad. El elfling no era estúpido. Tampoco, bien mirado, lo era la sacerdotisa. Sorak se había dado cuenta de lo buen rastreador que era. «A lo mejor, eso ha sido un error», se dijo Valsavis. Debería haber permitido que fuera el joven quien localizara a los forajidos, pero había revelado el alcance de sus habilidades al decirle cuántos bandidos eran. Eso había sido una estupidez, un deseo de presumir. Debió resistir la tentación, pero sencillamente se le escapó. Ahora su adversario sabía que era un rastreador experimentado, y eso significaba que Sorak comprendía que ciertamente habría podido seguirlos desde Nibenay, a través de las Llanuras de Marfil.

«Sospechan —pensaba—, pero no saben.» Y contrariamente él no actuaría por una simple sospecha. Si él recelara de alguien que viajara a su lado en el sentido de que podría ser un enemigo, no habría tenido escrúpulos en cortarle el cuello mientras dormía, sólo por asegurarse. Sorak y Ryana, en cambio, eran protectores declarados, seguidores de la Disciplina del Druida, y eso entrañaba que poseían escrúpulos, que apoyaban un sentido de la moral que no iba con él, un sentido ético que le proporcionaba una clara ventaja.

Resultaría fascinante representar el papel hasta el final y contemplar cómo lo observaban, cómo se mantenían a la espera de que cometiera algún desliz que lo delatara; sólo que él no cometería tal desliz. Mientras les corroía la incertidumbre, él dormiría profundamente en su presencia, sabedor de que podía darles la espalda con toda tranquilidad porque eran protectores y no intentarían hacerle daño sin un motivo patente y justificable. Incluso ahora, sin duda, se estarían haciendo preguntas sobre él, estarían hablando de él, intentando decidir qué harían si optaba por no quedarse en Paraje Salado y se ofrecía para acompañarlos cuando partieran en dirección a Bodach.

Ya había resuelto qué haría a ese respecto. Se pegaría a ellos con la tenacidad de la araña del cacto, los seguiría allí donde fueran en Paraje Salado con la simple excusa de que le preocupaba la seguridad de sus compañeros de viaje. No protestarían, ya que hacerlo implicaría tener que explicar por qué no lo querían con ellos, y aún tenían sus dudas sobre él, dudas suficientes como para pensar que podría ser exactamente lo que afirmaba ser. Y cuando partieran hacia Bodach, los acompañaría, afirmando que sería una locura que rechazaran su ayuda en un lugar como aquél, y que le debían al menos eso por haber ido en su auxilio. Insistiría en que le debían una oportunidad para encontrar el legendario tesoro, para que un viejo veterano, que no tardaría en retirarse para pasar sus últimos años en soledad sin otra cosa que sus recuerdos, pudiera disfrutar de una última y gloriosa aventura.