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Pronto llegaron ante una casa de juego con un letrero tallado en madera en el exterior que la identificaba como El Palacio del Desierto. Era un edificio pulcro y atractivo, pero que difícilmente resultaba palaciego; se trataba de una construcción de ladrillos de adobe cocidos al sol y revocados con una capa de cal encima, como lo eran todos los edificios de la calle principal de Paraje Salado, en forma de largo rectángulo. En la entrada presentaba un pequeño patio pavimentado, al que se accedía por una arcada con una puerta de nervadura de cacto y madera de agafari. El pequeño patio conducía a un pórtico cubierto que protegía la doble puerta principal.

Entraron y se encontraron en una enorme estancia. Todo el primer piso de El Palacio del Desierto era una inmensa y única sala. Existía una especie de segundo piso, abierto en el centro, que formaba una galería que daba la vuelta a toda la habitación y desde donde el público podía observar lo que sucedía en las mesas de abajo. Las habitaciones del segundo piso eran, sin duda, estancias privadas y oficinas utilizadas por la gerencia. Sorak observó la presencia de varios arqueros elfos en la galería, armados con pequeñas y potentes ballestas, que paseaban lentamente, arriba y abajo de la misma, observando con atención a los que estaban en el piso inferior. Con toda seguridad, se trataba de excelentes tiradores, pero Sorak tomó nota mentalmente de no perderlos de vista si estallaba algún alboroto en la zona de juego. No deseaba estar cerca de ningún disturbio y acabar accidentalmente con otra flecha en la espalda. Incluso a un arquero aventajado le resultaría difícil disparar con precisión en medio de tal multitud, aunque, por otra parte, saber eso probablemente tenía un efecto pacificador entre la clientela.

La luz la proporcionaban velas colocadas en candelabros fijados a grandes ruedas de madera suspendidas del techo de vigas. También había lámparas de aceite y braseros que añadían iluminación. Una casa de juego mal iluminada, recordó Sorak de su época en La Araña de Cristal, facilitaba las trampas de los parroquianos. Además de los arqueros de la galería superior, se veían también fornidos guardas bien armados repartidos por distintos puntos de la sala principal, encargados de que ningún cliente se desmandara.

Deambularon por la sala de juego en dirección a la larga barra de bar situada en el fondo. «También esto demuestra una planificación astuta», se dijo Sorak. Muchos de tales establecimientos construían las barras en un lateral, lo que proporcionaba más espacio en el que meter gente; pero aquí, si se estaba sediento, había que pasar primero por entre todas las mesas antes de llegar al bar, y eso facilitaba que los clientes se sintieran tentados por uno de los juegos, en especial teniendo en cuenta que atractivas camareras humanas y semielfas se movían constantemente por la zona con sus bandejas para llevar bebidas a los que estaban sentados.

Las mesas parecían ofrecer cualquier clase de juego imaginable. Había ruletas y mesas de dados, mesas redondas donde los clientes jugaban a las cartas entre ellos —con un encargado que se aseguraba de que la casa se quedaba con un porcentaje sobre cada puesta– y mesas en forma de herradura en las que se jugaba en contra del que repartía las cartas. Había otras mesas donde se practicaba un juego que Sorak no había visto nunca, y se detuvieron al pasar para observar uno de aquellos curiosos juegos nuevos.

Lo primero que observaron fue que no se utilizaban cartas ni tampoco fichas; no había ruletas ni tableros, y los jugadores se agrupaban en equipos. En lugar de que alguien repartiera cartas, una especie de director de juego dirigía la partida. Al principio, cada jugador adoptaba una personalidad y tiraba los dados para fijar las habilidades del personaje. Acto seguido, el encargado de la mesa les ofrecía un argumento inventado y siguiendo las directrices de éste debían desarrollar la partida, en equipo, apoyándose unos a otros con sus respectivas capacidades. Uno de los personajes podía ser un ladrón, otro un druida, un tercero un luchador o un iniciado, y así sucesivamente. El juego que se habían detenido a contemplar resultó llamarse, irónicamente, El tesoro perdido de Bodach.

Los jugadores ya habían elegido los personajes y habían tirado los dados para determinar su fuerza y sus habilidades. Completadas ya las tandas preliminares, ahora el clímax del juego estaba a punto de empezar.

–Acabáis de entrar en la ciudad perdida de Bodach —anunció el director del juego a los participantes, y procedió a crear el escenario para ellos—. Ha sido un viaje largo y polvoriento bajo un sol abrasador, y todos estáis agotados. Ansiáis descansar, pero no podéis porque sabéis que dentro de una hora el sol se pondrá, y entonces los no muertos se arrastrarán fuera de sus guaridas, donde se convierten en polvo durante el día. Así pues, vuestra primera prioridad debe ser encontrar un lugar en el que ocultaros, un refugio defendible, donde podáis pasar la noche a salvo, en la medida en que se puede estar a salvo en la ciudad de los no muertos, claro está. Si tenéis éxito en la búsqueda de tal refugio, quizá los no muertos no os encontrarán. Por otra parte —hizo una pausa teatral—, a lo mejor lo hacen. No hay forma de predecir lo que puede suceder en la ciudad de las almas condenadas. Pero, por ahora, recordad que no os queda más que una hora antes de que se ponga el sol. Considerad vuestro próximo paso con cuidado.

Sorak y Ryana se dieron cuenta de que no eran los únicos que se habían detenido a escuchar. Otras personas se encontraban junto a ellos, observando el juego fascinados. Era, en cierta forma, muy parecido a contemplar una reducida e informal representación teatral sin preparación previa. Los jugadores debían improvisar porque no tenían ni idea de qué les ofrecería después el director del juego, que era el único que estaba en posesión de un guión, y debían hacerlo según su personaje, igual que actores sobre un escenario.

—Mientras permanecéis inmóviles al otro lado de las puertas de la ciudad —continuó el director del juego—, descubrís una calleja estrecha que se extiende ante vosotros en dirección a una plaza con una gran fuente que ha estado seca durante innumerables generaciones. Alrededor, todo son viejos edificios medio desmoronados. La arena inunda las calles y se amontona en pequeñas dunas contra las paredes de las construcciones en ruinas. A medida que os acercáis a la plaza, veis que está cubierta de huesos, esqueletos de aventureros como vosotros que vinieron a Bodach en busca del tesoro perdido y encontraron, en su lugar, la muerte. Al aproximaros más, observáis que muchos de estos huesos están rotos, partidos de modo que pudiera chuparse el tuétano, y muchos muestran también señales de haber sido mordisqueados.

Los jugadores entrecruzaron inquietas miradas. El director del juego tenía una voz profunda, meliflua y teatral, y sabía cómo sacarle el máximo partido. Mentalmente, todos veían la imagen que creaba para ellos, y su presentación los tenía atrapados en la ilusión que iba tejiendo.

–Más allá de los viejos huesos —continuó—, al otro lado de la fuente, tres calles salen de la plaza. Una conduce directamente al norte y ofrece una vista clara y sin obstáculos; otra va en dirección noroeste, pero describe una curva cerrada a la izquierda al cabo de unos treinta o cuarenta metros, de modo que no podéis ver lo que hay más allá de la curva, y la tercera va en dirección nordeste. Sin embargo, en el centro de esta última hay un montón de cascotes de un edificio derrumbado que bloquean la calle casi por completo. Es imposible observar qué hay más allá del montón de escombros, pero sí podéis comprobar que éste no bloquea del todo el paso. A la derecha, queda un pasillo muy estrecho, con la anchura justa para permitir el paso de una sola persona cada vez. Ahora debéis escoger qué camino vais a tomar.