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Los jugadores conferenciaron entre ellos unos instantes. Uno estaba a favor de elegir la calle que conducía al norte y que permitía una visión sin obstáculos de todo su trazado, pero los otros no confiaban en esa elección, y pusieron objeciones porque resultaba demasiado fácil y tentadora. El director del juego parecía querer que eligieran aquel camino, y podía muy bien ser una trampa. Tres de los jugadores deseaban tomar la calle de la izquierda, la que describía la curva. El quinto jugador abogó por la calle de la derecha, la que estaba prácticamente obstruida por el montón de escombros. Sus razonamientos eran convincentes. Se trataba, a todas luces, de la elección más inquietante. No podían ver nada más allá de los cascotes y sólo podían deslizarse por la estrecha abertura de uno en uno; «todo está en contra de elegir este camino —arguyó el quinto jugador– porque no tan sólo oculta a la vista lo que se encuentra más allá, sino que también nos expone al mayor de los peligros, ya que no se puede pasar más que de uno en uno». El director del juego había concebido intencionadamente el argumento de tal manera que aquélla fuera la elección menos atractiva para ellos, insistió el quinto jugador, y por ese motivo era ésa la opción que debían elegir. El jugador convenció a los demás, y todos escogieron la calle de la derecha, situada al otro lado del montón de escombros procedentes del edificio semiderrumbado.

—Muy bien —repuso el director del juego sin que su tono de voz revelara nada en absoluto—. Avanzáis hasta el montón de escombros. Sólo uno puede rodearlo cada vez; incluso, aunque os pongáis de lado, dos no pasan juntos. Así pues, debéis decidir quién irá primero.

Sin vacilación, los otros cuatro jugadores acordaron que el quinto jugador, el que había abogado por aquella elección, debía ser el primero. Éste, de improviso, pareció encontrar la opción mucho menos atractiva que momentos antes.

—Y, por lo tanto, se acuerda que el ladrón es el primero —anunció el director del juego en referencia al personaje que representaba el quinto jugador, sin revelar tampoco ahora nada ni en su actitud ni en su tono de voz—. ¿Cuál es tu apuesta, ladrón?

El factor juego entraba en la partida con cada nueva situación dramática que se presentaba a los participantes. Antes de tirar los dados para comprobar el curso que tomaba el argumento, según la fuerza y la habilidad de los personajes, había que apostar primero sobre el resultado. Era un entretenimiento en el que los jugadores competían con la casa, representada en la figura del director del juego, e incluso, aunque este último sabía lo que iba a suceder después, tenía que trabajar a partir de un guión preparado y no podía controlar la puntuación que otorgaban los dados para determinar la fuerza y habilidades de un personaje, y el resultado de un enfrentamiento concreto.

El quinto jugador tragó saliva nervioso.

—Apostaré tres piezas de cerámica —dijo, cauteloso.

—¿Es eso todo? —El director del juego enarcó las cejas—. Habías abogado con tanta insistencia por tu elección, y sin embargo ahora, de repente, ya no pareces tan seguro.

—Muy bien, pues, ¡maldito seas! ¡Cinco piezas! —exclamó el ladrón.

—Tira los dados —indicó el director del juego con una leve sonrisa.

El ladrón realizó su tirada, y el otro anotó la puntuación. Fue una cifra baja, y el quinto jugador se pasó la lengua por los labios, inquieto.

—Muy bien, ¿quién va ahora? —preguntó el director del juego.

Todos los demás jugadores realizarían sus tiradas antes de que el director revelara el resultado, basado en las puntuaciones y en la fuerza y habilidades que se les había adjudicado en las tiradas llevadas a cabo al principio del juego.

De uno en uno, los otros jugadores apostaron y luego tiraron. Cada vez, el director del juego anotaba el número obtenido para sopesarlo con las capacidades obtenidas antes. Cuando todos hubieron terminado, el encargado consultó las puntuaciones anotadas; se tomó su tiempo para que aumentara la tensión entre los jugadores y, también, entre muchos de los espectadores.

—Os habéis metido en una trampa —anunció al fin.

El ladrón lanzó un juramento.

—Los no muertos a menudo son estúpidos —continuó el director del juego—, pero por desgracia algunos pueden resultar bastante listos. Habían cavado un pozo en el espacio por el que pasasteis, y luego lo cubrieron con una estera de juncos entrelazados que podía sostener una fina capa de tierra pero no el peso de una persona. En el fondo del pozo habían colocado largas estacas de madera muy afiladas. El ladrón fue el primero en pasar, y sacó una puntuación baja, de modo que cayó y se empaló. Los no muertos se comerán su cadáver esta noche. El jugador número cinco ha muerto, y el juego ha finalizado para él, a menos que desee pagar la tasa correspondiente a un nuevo personaje, tirar los dados para decidir fuerza y habilidades, y continuar.

—¡Bah! —exclamó el jugador, apartando su silla de la mesa—. ¡Ya he tenido bastante! ¡Nos embaucaste para que cayéramos en esa trampa!

—La elección fue tuya —indicó el director del juego—, e incluso abogaste por ella. Deberías haber escuchado a tus compañeros. Mejor suerte la próxima vez.

—¡La próxima vez buscaré un juego mejor! —le espetó el quinto jugador antes de abandonar la mesa enfurecido.

El otro asistió a su exabrupto impávido, y continuó sin alterarse:

—El guerrero enano fue el siguiente —dijo—. No obstante, su puntuación fue alta, como lo son las que obtuvo para determinar su fuerza y sus habilidades, y, por lo tanto, consiguió evitar el pozo saltando por encima cuando cayó el ladrón. Jugador número cuatro, has pasado la prueba con éxito y ganado tu apuesta. Tu fortuna se ha visto aumentada en diez piezas de cerámica. Mis felicitaciones.

El jugador número cuatro recogió sus ganancias con expresión complacida.

—La jugadora número tres, el mercader —siguió el director del juego—, sacó sólo un cuatro, y por desgracia no fue suficiente para compensar la baja puntuación en destreza que obtuvo al inicio del juego. Por lo tanto, no consiguió evitar el pozo y también cayó al interior y quedó empalada. Esta jugadora ha muerto y perdido su apuesta, y ahora tiene la opción de pagar una nueva tasa de personaje, tirar los dados para puntuar en fuerza y habilidad, y continuar el juego, o abandonar la mesa.

La jugadora prefirió levantarse de la mesa mientras suspiraba y meneaba la cabeza entristecida ante el resultado.

—Jugador número dos, el clérigo —dijo el director del juego—. Sacaste una puntuación alta, y tu puntuación en habilidad también fue alta, de modo que conseguiste sobrevivir y ganar tu apuesta. Felicitaciones.

La jugadora número uno, la templaria, logró también pasar con éxito al ganar la apuesta y obtuvo el derecho a continuar en el juego. Esto completó la partida correspondiente a la trama de las calles que se bifurcaban.

–En la mesa hay sitio ahora para dos nuevos jugadores —anunció el director del juego a los que se habían reunido allí para observar—. ¿Quiere alguien probar suerte en la búsqueda de El tesoro perdido de Bodach?

—Es un juego interesante —dijo Valsavis—. Nunca había jugado. Creo que probaré mi suerte y veré qué es lo que sucede.

El encargado le indicó una silla.

—Yo también jugaré —manifestó Sorak y ocupó la silla que quedaba vacía. Ryana se colocó junto a él para observar.

Antes de que el juego continuara, Sorak y Valsavis escogieron los personajes y tiraron los dados para fijar la puntuación de su fuerza y habilidades. Valsavis, como era de esperar, escogió ser un luchador y representaba a un mercenario. Sorak siguió el ejemplo de mantenerse en su elemento y eligió ser un druida. Valsavis obtuvo una buena calificación en fuerza y sólo una regular en habilidad; Sorak, por el contrario, sacó una buena nota en habilidad y una regular en fuerza.