—Porque, en mi juventud, trabajé en una ocasión para uno de tales traficantes de esclavos —respondió él—. Esto fue suficiente para aniquilar en mí definitivamente cualquier tentación de introducir el odioso humo de bellayerba en mis pulmones. Antes que eso preferiría abrirme las venas y morir desangrado en la calle. Si hay algo que la experiencia me ha enseñado en todos estos años, es que cualquier intento de llevar la paz, la alegría o la satisfacción a nuestra vida por medios artificiales es seguir un camino equivocado. Estas cosas se encuentran contemplando la vida con mirada serena y clara, enfrentándote a las duras adversidades y superándolas mediante la voluntad, el esfuerzo y la determinación. Solamente ahí se encuentra la auténtica satisfacción. El resto es tan ilusorio como las visiones producidas por el humo dulzón de la bellayerba. Todo apariencias pero sin sustancia.
—Abandonemos este lugar terrible —indicó Ryana—. No deseo oler durante más tiempo el aroma de este humo letal. Empieza a parecerme agradable, y ahora ese solo pensamiento me da náuseas.
Siguieron adelante a toda prisa por la avenida de los Sueños, dejando atrás el nauseabundo olor, y no tardaron en llegar a una zona aún más antigua de la población, donde los edificios mostraban mayores señales de vejez. Atravesaron una pequeña plaza cuadrada con un pozo en el centro, y continuaron adelante por la serpenteante calleja. Aquí las casas eran más pequeñas y estaban más apiñadas, tenían un solo piso y casi todas parecían viviendas, aunque se veía alguna que otra tienda que vendía artículos diversos, como alfombras, ropas o carne fresca, y otros productos. A poco de dejar atrás una pequeña panadería, llegaron frente a un estrecho edificio de dos pisos, con un cartel de madera colgado sobre la entrada, en el que, con letras verdes, estaba pintado el rótulo El Sendero Benévolo. Debajo del nombre podía leerse la palabra botica.
Era tarde, pero ardía una lámpara en el escaparate, cuyos postigos estaban abiertos para dejar entrar la fresca brisa nocturna. Se acercaron a la puerta principal y descubrieron que no estaba cerrada. Cuando la abrieron, ésta rozó una ristra de trocitos de nervadura de cacto que colgaban sobre la puerta, los cuales emitieron un tintineo alertando al propietario de que alguien había entrado en el local.
La tienda era pequeña y tenía forma de rectángulo estrecho. A lo largo de una de las paredes, estaba el mostrador de madera, y sobre éste, había varios instrumentos para pesar, cortar, machacar y mezclar hierbas y polvos. Detrás del mostrador, se veían estanterías que contenían hileras de botellas de cristal y jarras de cerámica, todas bien etiquetadas y llenas de diferentes hierbas secas y polvos. Se distinguían otras estanterías parecidas por toda la habitación, desde el suelo al techo, y en muchas había botellas con distintos líquidos y pociones. Del techo pendían ristras de hierbas colgadas a secar; inundaban la tienda de un maravilloso aroma acre, que desterró por completo cualquier recuerdo del olor dulzón del humo de la bellayerba.
Un hombrecillo ataviado con una sencilla túnica marrón salió de detrás de una cortina de cuentas situada al fondo, en el otro extremo del mostrador. Se aproximó arrastrando los pies al andar y manteniendo las ancianas manos, llenas de manchas parduzcas, cruzadas delante de él. Estaba casi completamente calvo, y lucía una larga y fina barba blanca. Tenía el rostro surcado de arrugas, y los oscuros ojos castaños, enmarcados por profundas patas de gallo, mostraban una expresión amable.
—Bienvenidos y buenas noches, amigos —saludó—. Me llamo Kallis, el boticario. ¿En qué puedo serviros?
—Vuestro nombre y la situación de la tienda nos los dio el gerente de El Palacio del Desierto —indicó Sorak—, nos pidió que mencionáramos su nombre.
—¡Ah, sí! —respondió el anciano boticario y luego añadió–: Me envía muchos clientes. Es mi hijo, sabéis.
—¿Vuestro hijo? —se sorprendió Ryana.
El anciano hizo una mueca.
—Desgraciadamente, lo tuve cuando yo ya era mayor, y su madre murió al dar a luz. Eligió no seguir los pasos de su padre, lo que siempre ha sido una decepción para mí. Pero los hijos siempre escogen su propio camino, tanto si nos gusta como si no. Así son las cosas. Pero vosotros no habéis venido aquí a escuchar las divagaciones de un anciano parlanchín. ¿Cómo puedo ayudaros? ¿Hay alguna dolencia que deseéis curar, o quizá queréis un linimento para los músculos doloridos e inflamados? ¿Un filtro de amor, tal vez? ¿O deseáis que os prepare una provisión de cataplasmas de hierbas para llevaros en vuestro viaje?
—Hemos venido buscando al Silencioso, buen boticario —repuso Sorak.
—¡Ahhh! —exclamó el anciano—. Ya entiendo. Sí, supongo que debiera haberlo adivinado por vuestro aspecto. Tenéis todas las trazas de ser aventureros. Sí, desde luego que debiera haberlo sabido. Buscáis información sobre el legendario tesoro perdido de Bodach.
—Buscamos al Silencioso —repitió Sorak.
—El Silencioso no os recibirá —respondió Kallis tajante.
—¿Por qué? —inquirió el elfling.
—El Silencioso no recibe a nadie.
—¿Quién nos impedirá que veamos al Silencioso, viejo? ¿Acaso tú? —intervino Valsavis mirando al boticario con fijeza.
—No hay necesidad de amenazar —replicó el otro, y dijo exactamente lo mismo que Sorak había estado a punto de decir—. Desde luego no voy a impedir que vayáis allí donde deseéis. Sois grandes y fuertes, en tanto que yo soy menudo y débil. Pero si intentaseis entrar por la fuerza, no os haría ningún buen servicio, y descubriríais que abandonar Paraje Salado os resultaría mucho más difícil de lo que os costó llegar.
Sorak posó una mano sobre el hombro de Valsavis.
—Nadie utilizará la fuerza —aseguró al anciano—. Simplemente os pedimos que digáis al Silencioso que estamos aquí y que solicitamos una audiencia. Si el Silencioso se niega, nos iremos tranquilamente y no os molestaremos más.
El anciano vaciló.
—¿Y quién debo decir que solicita audiencia?
Sorak introdujo la mano en su mochila y extrajo el ejemplar dedicado de El diario del Nómada que había recibido de la hermana Dyona en el convento villichi.
—Decid al Silencioso que nos envía el autor de este libro —indicó mientras se lo entregaba al boticario.
Kallis bajó la mirada hacia el libro y leyó el título; luego, levantó la vista hacia Sorak. Era difícil adivinar nada por su expresión. Sorak se replegó y dejó que la Guardiana sondeara los pensamientos del anciano. Lo que ésta encontró allí era escepticismo y cautela.
—Muy bien —dijo Kallis—. Por favor, aguardad aquí.
Desapareció tras la cortina de cuentas.
—Todo esto parece inútil —observó Valsavis—. ¿Por qué no subir allí arriba y ver al viejo druida sin más preámbulos? ¿Qué puede detenernos?
—Los buenos modales —replicó Sorak—. Y ¿desde cuándo han empezado a concernirte nuestros asuntos particulares? Viniste a Paraje Salado sólo para divertirte, o al menos eso fue lo que dijiste.
–Si vais a ir en busca del tesoro perdido de Bodach, entonces estoy interesado... por los motivos que ya comprenderéis —repuso el mercenario—. He de admitir que no me habéis invitado a acompañaros, pero sin duda os daréis cuenta de que va en vuestro propio interés tener a vuestro lado en la ciudad de los no muertos a un luchador experimentado y diestro. Y si lo que dicen con respecto al tesoro es cierto, habrá más que suficiente para hacer tres partes y aun así ser más ricos de lo que jamás habríamos imaginado. Además, estáis en deuda conmigo, como vosotros mismos habéis admitido. Fui yo quien te encontró y se ocupó de tu herida cuando los forajidos te dejaron por muerto, y fui yo quien te ayudó a rescatar a Ryana de sus garras. Por si fuera poco, están todas las ganancias que me he visto obligado a dejar en la casa de juego.