—Gracias, Kara —se despidió Sorak. Abrió la puerta e hizo salir a los otros. Kallis les aguardaba abajo cuando cruzaron la cortina de cuentas.
—Buenas noches —fue todo lo que dijo.
—Buenas noches, Kallis —replicó Sorak—. Y gracias.
—Así pues —declaró Valsavis, cuando estuvieron de nuevo en la calle—, partimos mañana con el no tan Silencioso, o más bien Silenciosa, como guía.
—Por la forma en que actuaste allí dentro, tenemos suerte de que haya aceptado guiarnos —repuso Ryana, enojada—. No se amenaza a una pyreen, Valsavis. No, si se tiene un ápice de inteligencia.
—Creeré que es una de los pyreens cuando vea cómo cambia de forma, y no antes —contestó con sequedad el mercenario—. No tengo por costumbre creer las cosas como un acto de fe.
—Eso se debe a que careces de fe —repuso Ryana—. Así que tanto peor para ti.
–Tengo fe en lo que puedo ver, sentir y conseguir —declaró Valsavis—. Contrariamente a ti, sacerdotisa, yo no crecí refugiado en un convento, alimentado con una dieta de esperanzas y sueños descabellados.
—Sin esperanzas ni sueños, descabellados o no, no puede haber existencia —replicó ella.
—¡Ah, sí, claro! —continuó él—. Las vanas esperanzas y sueños de todos los protectores, que un día Athas volverá a ser verde y a renacer. —Hizo una mueca—. Mira a tu alrededor, sacerdotisa. Has atravesado de punta a punta la meseta desde tu convento en las Montañas Resonantes y has cruzado las Llanuras de Marfil. Has visto Athas por ti misma. Así que, dime, ¿qué posibilidades existen, según tú, de que este desolado mundo desértico vuelva a ser verde?
—En tanto que la gente opine como tú, Valsavis, y piense solamente en sí misma, las posibilidades son muy escasas —respondió Ryana.
—Bueno, al menos, has aprendido un poco de sentido práctico —dijo él—. A medida que aprendas más cosas, descubrirás que mucha gente piensa sólo en sí misma porque en un mundo tan duro como éste no hay tiempo ni es posible permitirse el lujo de pensar en los otros.
—En ese caso —dijo Sorak—, me pregunto cómo es que te detuviste a ayudarme.
—No me costó nada —contestó Valsavis, con un encogimiento de hombros. El elfling estaba siendo muy listo; utilizaba a la sacerdotisa para sonsacarlo. Tendría que poner más atención en sus palabras—. Tal y como dije antes, proporcionó una interesante distracción a lo que de otro modo habría resultado un viaje bastante aburrido. Así que como puedes ver, Nómada, resulta que en realidad no hacía más que pensar en mí mismo. Si hubiera significado una molestia para mí el detenerme a ayudarte, puedes estar seguro de que habría pasado de largo sin el menor remordimiento.
—Esa idea me consuela enormemente —replicó Sorak con sorna.
—Bueno, tal y como salieron las cosas —dijo Valsavis con una mueca burlona—, vuestra compañía me ha sido de utilidad. Una nueva aventura me llama con la promesa de una riqueza que me permitirá pasar la vejez sin estrecheces. Creo que me construiré un nuevo hogar; justo aquí, en Paraje Salado. O es posible que me aloje de modo permanente en El Oasis. No se está nada mal en ese lugar. Podré permitirme la constante compañía de hermosas jóvenes que cuiden de mí y nunca tendré que preocuparme por la cuestión de las comidas. Puede incluso que compre El Palacio del Desierto para divertirme dando órdenes a ese rasclinn astuto que tienen por gerente y así podré tener un lugar al que acudir para entretenerme gratis.
—Resultaría más prudente encontrar el tesoro antes de empezar a gastarlo —sugirió Ryana.
—¿Qué? —exclamó Valsavis enarcando las cejas con fingida sorpresa—. ¿Y renunciar a todas mis esperanzas y sueños?
—Puedes ser un hombre muy irritante, Valsavis —le recriminó ella con un movimiento de cabeza.
—Sí, las mujeres, a menudo, me encuentran irritante —replicó—. Al principio. Y luego, muy a pesar suyo, descubren que se sienten atraídas por mi persona.
—¿De verdad? No puedo imaginarme por qué —dijo la joven.
—Quizá lo descubrirás pronto —repuso él.
La sacerdotisa le lanzó una fría mirada.
—Eso sí que entraría en la categoría de esperanzas y sueños descabellados —le espetó.
El mercenario sonrió de oreja a oreja y le dedicó una reverencia.
—Buen golpe, mi señora. Una respuesta muy aguda. Pero el combate aún no ha finalizado.
—Para ti, terminó antes de empezar siquiera —replicó ella.
—¿Fue así? ¿Es eso cierto, Nómada? ¿Has reivindicado ya tus derechos?
—No tengo ningún derecho sobre Ryana —replicó éste—. Ni lo tiene ningún hombre sobre ninguna mujer.
—¿De veras? Conozco a muchos hombres que discutirían esa curiosa afirmación.
—No lo dudo. Pero tal vez deberías preguntar a las mujeres.
—Cuando se trata de mujeres —dijo Valsavis—, por lo general no acostumbro a preguntar.
—Eso sí que lo creo —apostilló Ryana.
De repente, Sorak se detuvo y extendió el brazo para impedir que sus compañeros siguieran andando.
—Esperad. Parece que tenemos compañía —dijo.
Habían entrado en la pequeña plaza del pozo y un poco más allá se encontraban los emporios de bellayerba. Cuatro figuras imprecisas les cerraban el paso en el otro extremo de la pequeña plaza. Ocho hombres más habían entrado en la plaza procedentes de los callejones situados a ambos lados, cuatro por la izquierda y cuatro por la derecha.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —comentó Valsavis—. Parece que las diversiones de esta noche no han finalizado todavía. —Desenvainó la espada.
—¿Fumadores en busca de los medios con que adquirir más bellayerba? —sugirió Sorak.
—No, no estos tipos —respondió Valsavis—. No hay nada apático en sus movimientos. Y parecen saber lo que hacen.
Los hombres se colocaron a su alrededor, y uno de los cuatro que tenían delante dijo:
—Una de nuestras partidas de caza no regresó al campamento —y dio así respuesta inmediata a la cuestión sobre su identidad—. Salimos en su busca y pronto descubrimos el motivo. Encontramos los cuerpos, y luego seguimos el rastro dejado por los asesinos. Nos condujo hasta aquí. También hallamos el establo en el que se vendieron los kanks. Al hombre que los compró se le... persuadió para que proporcionara una descripción detallada de los vendedores. Curiosamente, se parecían muchísimo a vosotros.
—¡Ah!, ¿así que eran amigos vuestros los que despachamos allá en las montañas? —inquirió Valsavis.
—¿Lo admitís? —se asombró el forajido.
—No estoy demasiado orgulloso de ello —repuso Valsavis con indiferencia—. Apenas si me hicieron sudar un poco.
—Bueno, creo que nosotros podremos conseguir que hagas un poco más de ejercicio —replicó el bandido, y desenvainó la espada de obsidiana con una mano y una daga con la otra—. Después de todo, nosotros no estamos dormidos.
—Ni lo estaban vuestros amigos cuando los matamos —dijo Valsavis—. Pero ahora duermen, y no tardaréis en reuniros con ellos.
—Matadlos —ordenó el forajido.
Los bandidos empezaron a converger hacia ellos, pero Valsavis se movió con la velocidad del rayo. Con una rapidez tal que el ojo apenas pudo apreciarlo, sacó una daga con cada mano y las arrojó a los lados. Dos de los facinerosos cayeron fulminados, uno a la izquierda y otro a la derecha, sin haber conseguido acabar de desenvainar sus armas; tenían el corazón atravesado por una daga. No pudieron siquiera lanzar un grito.
Pero aunque Valsavis actuó muy rápido, Sorak lo hizo aún más deprisa, excepto que ya no era Sorak. La Sombra había surgido como un vendaval de su subconsciente, siniestra, malévola y aterradora. Se lanzó sobre los cuatro hombres situados al otro extremo de la plaza.
Por un instante, los bandidos estuvieron demasiado desconcertados como para reaccionar. Eran una docena contra tres, y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, dos habían sido eliminados, y, en lugar de atacar, ellos eran los atacados.