Выбрать главу

De lo primero que los cuatro hombres del otro extremo de la plaza se dieron cuenta fue que una de sus proyectadas víctimas los atacaba. Y luego, en los segundos que precedieron a su llegada junto a ellos, también se percataron de algo más: comprendieron lo que significaba estar totalmente aterrado. La muerte caía sobre ellos. Fue una sensación repentina, inexplicable y devastadora; se quedaron helados, como si un puño gigantesco los hubiera atenazado a cada uno por las tripas y hubiera empezado a apretar.

No podían saber que la Sombra era una criatura única y horrenda, el básico y primitivo instinto animal que habita en el subconsciente de todo hombre, sólo que, en este caso, por completo desarrollado bajo la forma de un individuo concreto y capaz de una intensa proyección paranormal de emociones desatadas. La Sombra literalmente infundía terror.

Dos de los bandidos empezaron a retroceder involuntariamente mientras el ente atravesaba la plaza hacia ellos como una exhalación. Los desdichados se encontraban aún en aquel estado momentáneo que media entre la total comprensión de lo que se siente y la huida presa del pánico cuando el jefe los empujó al frente chillando:

—¡Acabad con él, idiotas! ¡Es sólo un hombre!

El hechizo se rompió por un instante, y luego, a pesar de que volvió a dominarlos, ya fue demasiado tarde para huir. El monstruo destructor que atravesaba la plaza cayó sobre ellos, y, de improviso, se encontraron luchando por sus vidas. El único problema era que sus armas de obsidiana se hacían añicos en cuanto tocaban la espada del desconocido.

Valsavis intentó adelantarse para proteger a Ryana, pero ésta lo empujó a un lado y dijo:

—¡Ocúpate de los de la derecha!

Mientras ella se dirigía hacia los tres bandidos situados a su izquierda, Valsavis volvió su atención hacia los tres de la derecha. Éstos se encontraban ya a su alcance y estaban enfurecidos por la muerte de dos de ellos. Como la proyección de la Sombra no se dirigía hacia ellos, atacaron a Valsavis sin vacilación.

El mercenario interceptó el primer mandoble con uno propio y tuvo la satisfacción de ver cómo la espada de obsidiana de su adversario se rompía contra su más resistente hoja de hierro. Una violenta cuchillada descendente acabó con el bandido, y ya sólo quedaban dos. Ambos atacaron al unísono, y Valsavis no podía detener los dos mandobles a la vez, de modo que bloqueó uno, giró sobre sí mismo y se escabulló hábilmente de la segunda estocada, al tiempo que asestaba una patada al bandido en la ingle. El hombre lanzó una especie de chillido ahogado y se dobló hacia adelante. Valsavis sintió cómo una daga arañaba su costado y golpeó el rostro del otro bandido con el codo. Mientras el forajido chillaba y se tambaleaba hacia atrás, el mercenario lo atravesó con su arma. Sólo quedaba el hombre al que había pateado en la ingle, y éste no estaba en condiciones de ofrecer ninguna resistencia; Valsavis levantó su espada, la descargó sobre él y acabó con la vida de aquel desgraciado. Luego, se volvió para auxiliar a Ryana, pero se encontró con que ésta no necesitaba ayuda.

Uno de los forajidos yacía ya en un charco de sangre; al segundo lo atravesó con la espada justo cuando Valsavis se volvía para ir a su lado, y no tardó mucho en despachar al tercero. El mercenario observó con franca admiración cómo el arma de la joven ejecutaba su delicada danza mortal. Los forajidos no eran rivales para ella: se había deshecho de dos en un instante y, ahora, el tercero retrocedía mientras intentaba desesperadamente interceptar la lluvia de golpes. No tenía escapatoria. Todo terminó con rapidez; una estocada, y se acabó.

Valsavis echó una ojeada en dirección al otro extremo de la plaza. Lo último que había visto de Sorak fue que éste cargaba de repente contra los cuatro hombres del otro extremo. Ahora sólo quedaba uno, el cabecilla. Valsavis oyó gritar al hombre una vez; luego el alarido se interrumpió bruscamente, y Sorak era el único que seguía en pie.

El mercenario oyó el sonido de pisadas apresuradas y se volvió, levantando la espada para enfrentarse al enemigo; pero no eran más bandidos. Se trataba de una patrulla de guardas de la ciudad, mercenarios a juzgar por su aspecto, y parecían saber lo que hacían. No se limitaron a entrar a la carrera, sino que mientras penetraban en la plaza desde una calle lateral, se fueron abriendo en abanico con rapidez y cubrieron la zona con sus ballestas. Valsavis envainó despacio la espada y apartó las manos de los costados.

Ryana se colocó a su lado e hizo lo mismo. Sorak se acercó a ellos desde el otro lado de la plaza, avanzando poco a poco, la espada envainada. Mantenía las manos bien visibles.

El capitán mercenario paseó rápidamente la mirada por el lugar para percatarse de la situación.

—¿Qué ha sucedido aquí? —exigió.

—Nos atacaron —explicó Ryana—. No tuvimos otra elección que defendernos.

El hombre miró a su alrededor.

—¿Vosotros tres hicisteis todo esto solos? —preguntó incrédulo.

—Yo lo vi todo —chilló una voz desde una ventana del segundo piso de un edificio que daba a la plaza—. ¡Sucedió tal y como ella dice!

Otra persona que al parecer había presenciado la lucha desde la seguridad de su edificio añadió su voz para confirmar lo dicho.

—¡Eran una docena contra tres! ¡Y nunca he visto algo parecido!

—Ni yo —dijo el capitán mercenario, convencido al parecer por los testigos. Algunas personas empezaron a salir a la calle, fascinadas por la escena que habían visto sus ojos, pero los mercenarios las mantuvieron a distancia.

—¿Tenéis alguna idea de por qué os atacaron esos hombres? —preguntó el capitán.

—Eran bandidos —dijo Sorak—. Algunos de sus camaradas nos atacaron de camino aquí y nos defendimos. Estos hombres nos siguieron y vinieron a vengarse.

—Parece que encontraron más de lo que esperaban —repuso el capitán mercenario, e hizo una señal a sus hombres para que bajaran los arcos—. Necesitaré vuestros nombres —siguió.

Se los dieron.

—¿Dónde os alojáis?

—En El Oasis —replico Sorak–; pero planeábamos abandonar Paraje Salado mañana. A menos, claro está, que haya alguna dificultad en cuanto a eso.

—Ninguna dificultad —contestó el capitán mercenario—. Hay testigos que confirman vuestra historia. Estoy convencido de que fue en defensa propia. Sería bastante insólito que tres intentaran tender una emboscada a doce —añadió con ironía—. Aunque me atrevo a decir que, a la vista de los resultados, no habríais tenido problemas para conseguirlo.

—¿Somos libres para irnos, entonces? —quiso saber el elfling.

—Sois libres de marchar —confirmó el capitán; luego se volvió e hizo una señal a uno de sus hombres—. Ve en busca de la carreta del enterrador para que se lleve estos cadáveres.

Mientras cruzaban la plaza, de regreso hacia la calle Mayor, Valsavis bajó la mirada hacia los cuerpos de los forajidos que Sorak había matado. Observó dos cosas curiosas: todas sus armas se habían hecho añicos como si fueran de cristal, y cada hombre lucía en el rostro una expresión de puro terror. Era sólo la segunda vez que el mercenario veía a Sorak en acción. En la primera ocasión, los bandidos habían sido cogidos por sorpresa y anteriormente habían estado bebiendo copiosamente. En ésta, en cambio, estaban sobrios y dispuestos para la lucha, aunque de poco les había servido. Empezaba a comprender por qué inquietaba tanto al Rey Espectro este elfling.

Había algo muy especial en aquella espada del joven, aparte de su evidente rareza. La primera vez que la vio, Valsavis se había fijado en la empuñadura, envuelta en precioso hilo de plata, y en la curiosa forma de la hoja, pero aunque sentía curiosidad por ver el acero elfo no la había sacado de su vaina. Había vivido mucho tiempo, y debía esta supervivencia no tan sólo a sus habilidades como luchador, sino también a su cautela. Se decía que era una espada mágica, y el mismo Nibenay lo creía así, de modo que Valsavis eligió la prudencia. Hasta averiguar más cosas sobre la naturaleza del hechizo, se había limitado a sostenerla con sumo cuidado por su vaina y a colocarla a un lado, sin examinarla. Quienquiera que hubiera hechizado la espada podía haberla protegido también con un conjuro para evitar que cayera en malas manos. Y, además, él no era un ladrón. Coger el arma de un hombre eliminado honrosamente en combate era una cosa; robársela mientras yacía impotente habría sido una cobardía.