Выбрать главу

En su sueño, tenía unos siete u ocho años, el cuerpo desgarbado y juguetón todavía, y la capacidad de sorpresa ante el mundo en el que vivía ilimitada y sin contaminar aún por la dura realidad. Había soñado que descendía a la carrera por los senderos forestales que rodeaban el convento, con la larga cabellera ondeando al viento a su espalda y sus pies golpeando con fuerza sobre el suelo salpicado por los rayos del sol. Había corrido con toda la exuberancia y alegría de la juventud, en un intento de alcanzar a Sorak, que incluso entonces podía ya correr más rápido que ella merced a la velocidad y la resistencia de elfo. En aquellos tiempos, parecía que iban a vivir así el resto de sus días: estudiando y entrenando en el convento, alimentados por el amoroso vínculo de la hermandad villichi; bañándose en las vigorizadoras y frías aguas de la pequeña laguna alimentada por el arroyo que descendía de las montañas; corriendo por el tranquilo valle verde con su protector dosel de árboles, compartiendo placeres sencillos y una dicha auténtica. Había sido una época feliz y sencilla. Al despertarse, se dio cuenta de que se había ido para siempre, que se había desvanecido igual que su sueño.

—Hemos llegado —anunció Sorak.

Ella se sentó y siguió la dirección de su mirada. Pasaban sobre las cuencas interiores de cieno y, delante de ellos, claramente visible ahora, estaba la antigua y derruida ciudad de Bodach.

Acababa de salir el sol, y, desde la altura a la que volaban en la balsa de madera, Ryana pudo distinguir la península internándose en el interior de las cuencas de cieno desde la orilla norte del estuario de la Lengua Bífida, donde se unía al Mar de Cieno. Cerca del extremo de la península, las afiladas torres de Bodach se elevaban a gran altura sobre el terreno. La sacerdotisa villichi contuvo la respiración.

En el pasado, debió de haber sido una ciudad realmente magnífica, testimonio de los logros de los antiguos. Pero a medida que se acercaban pudieron comprobar que ahora no poseía más que una sombra de su antigua gloria. Muchos de los edificios se desmoronaban, y las construcciones en el pasado esplendorosas, estaban ahora llenas de cicatrices y desgastadas por la arena que arrastraba el viento. Había antiguos muelles de madera podrida extendiéndose hacia el interior de las cuencas, donde en una ocasión habían atracado navíos cuando las cuencas y el mar eran agua en lugar de arena y polvo en lento movimiento. Hubo un tiempo, durante una época anterior, un tiempo que ninguno de los actuales habitantes de Athas podía recordar, en que la ciudad había estado casi por completo rodeada de agua, un bastión de comercio y cultura floreciente. Parte de la punta de tierra que ahora se proyectaba hacia el este debió haber estado sumergida entonces, formando una bahía resguardada que daba al mar.

Ryana intentó imaginar qué aspecto habría tenido en aquella época, con los dhows de velas triangulares deslizándose sobre las deslumbrantes aguas azules de la bahía para entrar en los muelles y descargar sus mercaderías. Intentó imaginar el bullicioso gentío de los muelles: los comerciantes cargando sus productos para trasladarlos al mercado; los pescadores clasificando y limpiando las capturas y colgando a secar las redes. En cuanto iniciaron el descenso, la joven pudo ver las calles de la ciudad, antaño pavimentadas con ladrillos y adoquines, cubiertas ahora de arena que el viento había arrastrado y apilado en dunas contra las paredes de los edificios. Distinguió las grandes y barrocas fuentes de las plazas, la mayoría coronadas por hermosas esculturas de piedra, de las que en una ocasión había brotado agua describiendo elegantes arcos, todas ellas ahora secas y llenas de arena. Las calles aparecían totalmente desiertas. No se veía señal de vida por ninguna parte. «Y, claro está —se dijo—, no puede haberla.» Aquello era ahora una ciudad de no muertos.

Decía la leyenda que los primeros en llegar a Bodach en busca del legendario tesoro de los antiguos cayeron víctimas de una maldición que los hechiceros muertos hacía ya mucho tiempo que habían dejado tras ellos. Estos hombres vagaban ahora por las calles durante la noche, muertos pero animados, esclavizados por el maleficio de los antiguos y condenados a permanecer así durante toda la eternidad para proteger el tesoro que los otros habían dejado atrás. Habían venido a saquear y se quedaron para actuar como aterradores centinelas, atacando a todos aquellos que se cruzaban en su camino. Y de este modo, a través de los siglos, su número había crecido hasta el punto que Bodach era ahora una ciudad poblada por un ejército de no muertos, desierta durante el día y bullendo de horrores por la noche.

A medida que su pequeño transporte descendía más, rozando los tejados y zigzagueando entre las agujas y torres en ruinas, Sorak y Ryana contemplaron en silencio las calles desiertas que se extendían bajo ellos. En la ciudad en ruinas flotaba un silencio fantasmal que producía inquietud. Nada se movía allí abajo. Ni siquiera un roedor o un insecto. Lo que fuera que los acechara estaba oculto.

La balsa descendió al remitir poco a poco la fuerza de las columnas de aire que la sostenían, y, uno a uno, los espíritus aéreos se dispersaron, despegándose y desapareciendo en la distancia con un sonido que recordaba el del viento al silbar por un desfiladero. Finalmente, sólo quedó Kara, y ésta los depositó con suavidad en el suelo de una enorme plaza central de la ciudad fantasma. La balsa se posó con un ligero golpe. Sorak fue el primero en descender, seguido de Ryana, en tanto que el remolino que giraba sobre sí mismo a pocos metros de distancia se fue deteniendo y disipando poco a poco hasta mostrar la figura de Kara, de pie. La pyreen aspiró con fuerza y soltó el aire despacio y muy agotada. Incluso con la ayuda de los espíritus de la naturaleza, estaba claro que el viaje le había significado un gran esfuerzo.

Sorak levantó los ojos al cielo. Les quedaban tal vez unas doce horas antes de que el sol empezara a ponerse otra vez y la oscuridad liberara en toda su extensión el terror que habitaba en la ciudad.

—¿Estáis bien, señora? —preguntó Ryana a Kara con voz preocupada.

—Sí, simplemente cansada —respondió la pyreen con una débil sonrisa.

—A lo mejor, si descansarais un poco...

La pyreen sacudió la cabeza con energía.

—No, no hay tiempo. Yo no tengo demasiado que temer de los no muertos, ya que puedo esquivarlos con facilidad. Pero vosotros seréis vulnerables en cuanto se haga de noche. Debemos encontrar el talismán y estar fuera de aquí antes de que eso suceda.

Sorak recordó la última vez que se había enfrentado a no muertos. Había sido en Tyr, cuando un templario profanador los había sacado de sus tumbas y lanzado contra él. El elfling había conseguido convocar a Kether justo a tiempo, y la misteriosa entidad espiritual había logrado de algún modo vencerlos mediante la utilización de poderes que Sorak ni siquiera comprendía. Ni él ni tampoco ninguna de las otras entidades recordaban nada de lo sucedido cuando consiguió que Kether se manifestara. No sabía si éste había vencido a los no muertos porque había sido más fuerte o porque había encontrado un modo de neutralizar el hechizo que los animaba. De cualquier forma, sólo había ocurrido una vez, y no podía saber si sucedería aquí lo mismo. Luchar contra docenas de no muertos era una cosa, en especial cuando tenía a la Alianza del Velo para ayudarlo; pero enfrentarse a cientos, tal vez miles, de ellos era algo muy distinto.

—¿Sabéis dónde se encuentra el Peto de Argentum? —preguntó a Kara.

—Sé dónde se encuentra el tesoro —respondió ella—. Sin embargo, si no está entre el tesoro, es posible que tengamos que registrar toda la ciudad.

—¡Pero eso nos llevaría semanas! —exclamó Ryana.

—Días, posiblemente —replicó la pyreen—, pues poseo la habilidad de detectar magia, y eso nos ayudaría enormemente en nuestra búsqueda. Así fue como supe que no debía confiar en vuestro amigo, Valsavis.

—Él no es amigo nuestro —protestó Ryana.