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A medida que la Guardiana y Ryana combinaban sus poderes telequinésicos, joyas y monedas iban saliendo despedidas, centelleando a la luz de los braseros. Collares, anillos y brazaletes de oro y plata y tachonados con piedras preciosas saltaban hacia arriba y aterrizaban algo más lejos, lloviendo sobre la pila de objetos entre sonidos metálicos y tintineantes. Mientras una parte del tesoro salía por los aires, Sorak, Ryana y Kara no dejaban de vigilar en busca del destello de la cota de malla realizada en plata.

A Sorak aquello le recordó los ejercicios que habían practicado de niños en el convento villichi. Hacían levitar objetos con el poder de sus mentes para luego mantenerlos así todo el tiempo que pudieran, jugaban con pelotas y las obligaban a describir elegantes arabescos en el aire. De niño, había encontrado aquellos ejercicios difíciles, frustrantes y sin sentido, y nunca consiguió mover ni una pelota diminuta con el poder de su mente. Se esforzaba hasta que su rostro se congestionaba y el sudor empezaba a correr por su frente sin conseguir nada; luego, en cambio, en cuanto se daba por vencido, realizaba el ejercicio con toda precisión.

En aquellos días, no sabía que no era él sino la Guardiana quien lo conseguía, que él en sí mismo carecía de poderes paranormales, pero que otros miembros de la tribu sí los tenían. Entonces aún no conocía la existencia de la tribu; todo lo que sabía en aquella época era que existían períodos en los que parecía perder el conocimiento y que luego despertaba a menudo en otro lugar sin recordar en absoluto qué había hecho ni cómo había llegado hasta allí. Con la ayuda de Varanna, gran señora de la hermandad villichi, había por fin descubierto la verdad sobre sus otras personalidades, y la gran señora lo había ayudado a crear un vínculo con ellas para que todos pudieran trabajar en equipo en lugar de competir por el control del mismo cuerpo. La Guardiana, como poderosa fuerza maternal que mantenía el equilibrio del conjunto, había colaborado con Varanna para ayudar a la tribu a encontrar un sentido de unidad y cohesión.

Ahora, todo lo que Sorak tenía que hacer era replegarse ligeramente de modo que siguiera siendo consciente de lo que sucedía, pero como observador, sin un control real de su cuerpo, mientras la Guardiana salía a la palestra y ponía en juego sus poderosas facultades paranormales. Con Ryana añadiendo sus habilidades a las de la Guardiana, un objeto valioso tras otro volaba por los aires, como si un invisible e infatigable obrero lanzara a lo alto paletadas de riquezas, que revoloteaban centelleantes. Monedas de gran valor que no habían sido acuñadas en ninguna ciudad athasiana desde hacía innumerables generaciones debido a la escasez de metales tamborileaban a docenas en forma de lluvia de oro y plata; dagas realizadas en acero elfo, un proceso largo y complejo, olvidado desde hacía varios miles de años, saltaban del reluciente tesoro y volvían a caer para quedar enterradas otra vez bajo diademas de oro batido, cinturones de plata y piezas de armaduras de gala primorosamente cinceladas. Todo ello daba fe de una era en la que Athas había sido, ciertamente, un mundo muy distinto; entonces, abundaban los recursos naturales, que habían proporcionado, por ejemplo, los metales y las joyas para la creación de estos adornos por parte de artesanos expertos, cuyos descendientes ahora apenas tenían ocasión de verlos bajo la forma de antiguas y amadas herencias transmitidas durante generaciones entre las viejas familias de la aristocracia acaudalada.

Empezó a formarse un hueco en la zona del estanque que excavaban de este modo tan extraordinario, y piezas del tesoro resbalaban hacia el interior para acto seguido verse otra vez arrojadas a un lado. El continuo tintineo y entrechocar de objetos metálicos producía un curioso sonido etéreo, como un gigantesco carillón de muchos cabos zarandeado por el viento. Y, de improviso, Kara exclamó:

—¡Allí!

Una a una, las piezas que inundaban el aire cayeron sobre la pila hasta que quedó únicamente un objeto, que la energía de los poderes mentales de la Guardiana mantuvo en alto. En comparación con los otros objetos que componían el tesoro, éste en particular parecía insulso y corriente, a excepción de algo que lo diferenciaba de todas las otras piezas que habían visto.

Era un peto hecho a base de diminutos y elaborados eslabones de centelleante malla de plata, pero en realidad no se trataba de un peto auténtico, puesto que carecía de láminas de metal. Parecía un objeto peculiar y nada práctico, ya que estaba diseñado de tal modo que cubría tan sólo el pecho, dejando espalda, brazos y hombros desprotegidos. Tenía el aspecto de ser una armadura de gala, pues la espalda del que la llevaba quedaba cómodamente desnuda bajo una capa fina o un manto. El peto estaba hecho para atarse alrededor del cuello y la cintura y cubrir sólo la parte delantera del torso superior, desde la cintura hasta la clavícula. Pero había una cosa que lo distinguía del resto de objetos relucientes del tesoro: brillaba con una fantasmagórica luz azulada.

Al salir de entre el montón, su fulgor no resultó perceptible de inmediato, simplemente una débil aureola azul que podría muy bien haber sido un efecto visual provocado por la llameante luz procedente de los braseros. Sin embargo, mientras flotaba en el aire por encima de todo lo demás, pudieron distinguir que, realmente, relucía con una energía interior propia.

—El Peto de Argentum —murmuró Kara—. Había oído hablar de él en las leyendas, pero jamás creí que pudiera llegar a verlo con mis propios ojos.

El talismán flotó hasta Sorak, conducido por la Guardiana, y entonces ésta se replegó dejando que él volviera a tomar el control. El refulgente objeto fue a posarse sobre sus manos extendidas. Era más pesado de lo que aparentaba.

—¿Para qué sirve? —inquirió el elfling bajando la mirada hacia él—. ¿Qué magia contiene?

—Póntelo —indicó Kara con una sonrisa.

Sorak levantó los ojos hacia ella, dubitativo. Luego hizo lo que le había dicho. Lo sujetó primero alrededor del cuello y después también a la cintura; notó su peso... y algo más, también. En cuanto se lo hubo puesto, empezó a percibir un extraño cosquilleo en el pecho, como si se tratara de cientos de diminutos pinchazos; no era doloroso, pero resultaba una sensación parecida a la que se experimentaba cuando se había estado sentado mucho tiempo y las piernas se dormían. El cosquilleo se extendió rápidamente a sus brazos y piernas, y el resplandor azulado se intensificó por un instante, llameó unos segundos y luego se atenuó dando la impresión de desvanecerse dentro de su cuerpo. Cuando el resplandor azul del talismán desapareció de la vista... también lo hizo el elfling.

—¡Sorak! —gritó Ryana, asustada. Había sucedido tan deprisa. Un breve aumento de la intensidad del resplandor, y acto seguido el joven se desvaneció, desapareciendo por completo de la vista.

—¿Qué sucede? —preguntó su voz hablando desde el lugar donde había estado segundos antes, y donde al parecer seguía estando, aunque Ryana no veía nada. Era como si él no estuviera allí.

—¿Sorak? —inquirió la sacerdotisa entrecerrando los ojos por si podía vislumbrarlo de este modo. Por el sonido de su voz, sabía que su amigo se encontraba justo frente a ella, pero no veía nada en absoluto.

—¿Qué? —volvió a preguntar él—. ¿Qué sucede, Ryana? Pareces asustada. ¿Qué es lo que sucede?

La joven estiró la mano con cautela hasta entrar en contacto con el rostro de Sorak, y la retiró sobresaltada.

—¿Qué haces? —inquirió él en tono irritado. Y comprendiendo, entonces, que algo no iba bien a juzgar por la expresión de la muchacha, añadió nervioso–: ¿Me ha sucedido algo?

—¡No... no estás aquí! —repuso ella con asombro.

—¿Qué es lo que dices? Claro que estoy aquí. ¡Me encuentro justo delante de ti! ¿Es qué no me ves?