—Sin trucos —dijo él encogiéndose de hombros—. Vamos, elfling. Ahora tienes la oportunidad de deshacerte de mí de una vez para siempre. Así que... ataca.
—Maldito seas —masculló Sorak bajando el arma.
—¿Lo ves? —repuso Valsavis con una sonrisa—. Tengo una fe total en ti. No vacilarías en luchar si te atacara, pero no matarías a un hombre desarmado que no ofrece resistencia. Eso sería asesinato. Ser un protector tiene ciertas desventajas.
—¿Qué es lo que quieres? —inquirió Sorak con un tono mordaz.
Valsavis echó una mirada al talismán, que descansaba sobre las baldosas del suelo despidiendo un leve fulgor.
—Eso... para empezar.
—No lo conseguirás.
—Bueno, es posible que no en este momento, pero ya veremos. Conseguiste librarte de mí una vez, pero no lo conseguirás una segunda. Estaré siempre pegado a tus talones hasta que me conduzcas a tu amo. Y no hay nada en absoluto que puedas hacer para impedirlo.
—Yo no estaría tan seguro —replicó Sorak envainando la espada—. Tenías razón, Valsavis. No puedo matar a alguien que se queda ahí y no ofrece resistencia. Pero sí puedo dejarlo sin sentido.
Valsavis sonrió de oreja a oreja y descruzó los brazos llevándose las manos a las caderas.
—¿Tú? ¿Dejarme sin sentido? Eso es algo que me encantaría ver.
—Muy bien —dijo Sorak—. Observa.
Se replegó al interior y dejó salir a la Guardiana. De improviso, una pequeña moneda de plata se elevó del montón que formaba el tesoro y atravesó la estancia a toda velocidad con un suave siseo parecido al de una flecha hendiendo el aire. Golpeó a Valsavis con fuerza en un lado de la cabeza, justo encima de la oreja, y éste se encogió, retrocediendo, y se llevó la mano al lugar del impacto. Al retirarla, descubrió una pequeña mancha de sangre. Otra moneda siguió a la anterior, y luego otra, y otra, y otra. Brazaletes, joyas, platos de oro y copas de plata, amuletos y más monedas siguieron a la primera en rápida sucesión, en tanto que Valsavis retrocedía y alzaba los brazos para protegerse el rostro. Más y más piezas del tesoro salieron volando del estanque, se abalanzaron sobre él con gran velocidad y fuerza, y le golpearon en la cabeza y el cuerpo, lo que le produjo cortes y dolorosos verdugones y morados.
El mercenario retrocedió tambaleándose, gritando no tanto de dolor como de rabia y frustración, porque sus brazos no podían desviar todos los objetos que caían sobre él y que cada vez lo atizaban con más fuerza. Giró en redondo y se inclinó en un intento de acurrucarse para ofrecer un blanco menos fácil, pero sin resultado. La lluvia de riquezas continuó implacable mientras Ryana se unía a la Guardiana, y entre ambas arrojaban un objeto tras otro contra él, pero teniendo buen cuidado de que ninguno de ellos fuera una espada, una daga o cualquier otro utensilio que pudiera matar.
Entre rugidos de rabia, Valsavis se tambaleó hacia atrás, chocó contra uno de los pilares y quedó aturdido. Cayó a cuatro patas y dejó al descubierto la cabeza; la Guardiana aprovechó la oportunidad para que levitara una bandeja de plata y cayera con fuerza sobre la cabeza del mercenario. Valsavis se desplomó, inconsciente, sobre el suelo enlosado.
—Bien, dijiste que querías verlo —dijo Sorak, contemplándolo. Se adelantó, pasó por encima de los objetos desperdigados por el suelo y se agachó junto al desvanecido mercenario para examinarlo con atención—. ¡Humm! Ese anillo es muy curioso. —Tendió la mano para cogerlo.
—¡No lo toques! —chilló Kara de improviso.
Mientras Sorak retiraba la mano y volvía la cabeza hacia ella, sobresaltado por su grito, las dos mujeres corrieron a su lado.
Valsavis yacía, tumbado en el suelo, con el pesado anillo de oro claramente visible en la mano izquierda. Y desde éste un ojo amarillo con una pupila vertical los miraba con fijeza. Era la mirada llena de odio de Nibenay, el Rey Espectro.
—Si lo tocas, establecerás un vínculo con él —indicó Kara—. Y entonces estarás perdido.
—En ese caso, utilizaré el Sendero —dijo Sorak.
—No —replicó la pyreen posando una mano sobre el brazo del joven—. Sería lo mismo que entrar en contacto con él. Vamos. Será mejor que lo dejes. Tocarlo significa resultar profanado.
—Al menos, deberíamos atarlo para que no pueda seguirnos —intervino Ryana.
—¿Y dejarlo indefenso a merced de los no muertos? —protestó Sorak. Sacudió la cabeza—. No. No podemos hacer eso, hermanita, por muy tentador que sea. Sería lo mismo que matarlo aquí mismo, mientras está inconsciente.
—Eso no detendría a la Alianza del Velo —dijo Ryana, en tono seco—. No vacilarían en degollar a este bastardo.
—Nosotros no somos la Alianza del Velo —respondió el elfling—. Quizá sean protectores como nosotros, es cierto, pero no son druidas, y han comprometido la pureza de sus votos por la conveniencia de sus propósitos. Nosotros no somos así.
—No parece que el Sabio censure sus métodos —objetó Ryana.
—Tal vez no. El Sabio necesita todos los aliados que pueda conseguir. Pero ¿se mantiene uno fiel a sus principios por uno mismo, o por otra persona?
—Ésas son palabras de Varanna —dijo Ryana con una débil sonrisa—. He perdido la cuenta de todas las veces que las he oído.
—A menudo vale la pena repetirlas —repuso él.
—Tienes razón, desde luego —suspiró la sacerdotisa—. No sería más que un asesinato dejarlo aquí atado. Por muy tentador que resulte, no se diferenciaría de una ejecución.
—Exacto. Y, si lo pensamos bien, ¿qué ha hecho realmente para merecer que lo maten?
Ryana levantó los ojos hacia él sorprendida.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Está al servicio del Rey Espectro!
—Sí —replicó Sorak—, es cierto. Y también ha salvado nuestras vidas. Podría haber muerto con la flecha de los bandidos clavada en la espalda, o haber sido devorado por un depredador mientras me encontraba indefenso si él no me hubiera ayudado. Y me acompañó a rescatarte de los forajidos.
—Me habría escapado igualmente.
—Es posible. Pero eso no cambia lo que él hizo. Y no olvides lo que sucedió cuando nos emboscaron los bandidos en Paraje Salado.
—Sólo vino en nuestra ayuda porque nos necesitaba vivos para que lo condujéramos hasta el Sabio —objetó Ryana.
—Pero el hecho es que vino en nuestra ayuda, y en varias ocasiones —dijo Sorak—. Y todo lo que ha estado haciendo en realidad ha sido seguirnos.
—Una vez haya encontrado al Sabio, ¿qué hará entonces? —quiso saber ella.
—No puedo juzgar a un hombre en relación con lo que quizás o probablemente haga —replicó él—. Sólo lo puedo juzgar por lo que realmente ha hecho. Esto es todo lo que cualquiera de nosotros puede hacer, Ryana. Comportarse de otro modo sería desviarnos del Sendero mucho más, desde luego, de lo que yo estoy dispuesto a hacerlo.
—Eres muy sensato para ser alguien tan joven —intervino Kara.
—¿Lo soy? —inquirió Sorak. Meneó la cabeza—. No estoy tan seguro de ello. A veces pienso que la sensatez es simplemente miedo a actuar de forma estúpida.
—Saber que se puede ser estúpido es el primer paso en el camino a la sabiduría —dijo Kara—. Marchemos, deprisa. No tardará en oscurecer, y es hora de que veáis el auténtico tesoro perdido de Bodach.
Corrieron al exterior. Era ya bien entrada la tarde, y el sol estaba muy bajo en el horizonte. Las sombras se alargaban. Un enorme grupo de nubes negras se acercaba por el este, atravesando con rapidez el Mar de Cieno.
—Se aproxima una tormenta —observó Kara con aprensión.
—No es más que el monzón del desierto —respondió Ryana—. Sin duda, pasará con rapidez.
—No creo que sea la lluvia lo que la preocupa —dijo Sorak—. Aquellas nubes taparán el sol y oscurecerá más pronto.
Ryana comprendió de repente y se lamió los labios, nerviosa.
—Los no muertos se levantarán —dijo.
Kara se humedeció la punta del dedo y comprobó la dirección del viento, que había aumentado de modo significativo.